ISEGORÍA. Revista de Filosofía moral y política, N.º 64
enero-junio,  2021, e23
ISSN-L: 1130-2097 | eISSN: 1988-8376

Examinar críticamente la ciencia apelando a sus máximas, un reto feminista

Critically examine science appealing its maxims, a feminist challenge

Andrea Pérez Fernández

Universidad de Barcelona

https://orcid.org/0000-0003-2271-4322

Copyright: © 2021 CSIC. Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los términos de la licencia de uso y distribución Creative Commons Reconocimiento 4.0 Internacional (CC BY 4.0).

Amparo Gómez Rodríguez. Escritos sobre ciencia y género. Madrid: Catarata, 2019, 200 pp.

La posibilidad de una ciencia “objetiva” está entre paréntesis. Numerosas investigaciones han mostrado cómo marcos teóricos y metodológicos pretendidamente neutros están colmados de sesgos; mientras, el relativismo se antoja un punto de partida improductivo, contrario a las aspiraciones fundacionales del conocimiento científico. ¿En qué medida es, entonces, posible aproximarse a la ciencia con un enfoque crítico cuya legitimación aterrice en criterios científicamente válidos, a fin de sortear los excesos positivistas y relativistas? Este es el interrogante que atraviesa Escritos sobre Ciencia y Género, una compilación de artículos de Amparo Gómez. En estas páginas hallamos un diálogo sumamente temprano y enriquecedor, que reconstruye y examina los argumentos de Helen Longino, Sandra Harding, Evelyn F. Keller o Donna Haraway, por citar algunas de las autoras hoy ya consideradas clásicas del siglo XX.

Esta edición permite constatar cómo los sesgos de género están presentes en diferentes disciplinas a través de sus textos; y deducir de ellos los lugares comunes que apuntalan la propuesta de una epistemología feminista que dialogue -sometiéndola a examen- con la ciencia que la precede, acompañada de un trabajo de visibilización que permita tanto la recuperación y transmisión de la memoria de las científicas pretéritas como la inclusión efectiva de las actuales investigadoras en las instituciones científicas consolidadas.

Abordaré estos dos planos conjuntamente -tal como se presentan en el libro- sintetizando sus tesis e identificando las constantes que los articulan. Me centraré, primero, en los tres artículos que ofrecen una panorámica sociohistórica acerca del estado de la disciplina y sus principales consensos respecto del desmantelamiento de la llamada “concepción heredada” para después estudiar dos casos concretos en ciencias experimentales. Por último, señalaré algunos apuntes de Gómez sobre las ciencias sociales que contribuyen a justificar la pertinencia de atender a su aportación.

Las tres perspectivas con las que dialoga Gómez -las feministas empiristas de corte clásico, el empirismo feminista y las epistemologías radicales- toman la palabra en De la mujer en la ciencia a las epistemologías feministas (1998). Gómez diferencia las tres grandes posiciones en función de la relación que mantienen con la ciencia existente: las primeras conciben la ciencia sexista en términos de ‘mala aplicación’ del método científico mientras que el empirismo feminista considera que no existe una ciencia absolutamente libre de factores externos, sino grados de objetividad y racionalidad científicas. Se sigue, de esta posición, una apuesta por valores propios de la ciencia -como son su control público e intersubjetivo- que permitirían, sin enmendarla por completo, paliar la incidencia de los sesgos.

El proyecto de una ciencia feminista, en el que se enmarcan los trabajos que entienden la ciencia como un producto social en sentido amplio -y que Gómez ubica en el psicoanálisis, el posmaterialismo o el posmodernismo- resulta problemático. En particular, por los argumentos que sostienen la superioridad epistémica de las mujeres -fundamento de la posibilidad de una nueva ciencia que sustituya la androcéntrica-, a saber, la creencia en cualidades femeninas teorizadas “en términos ahistóricos y presociológicos” en las teorías biológicas (p. 75), la idea de una presencia inmediata encarnada en la madre en el psicoanálisis o las teorías del punto de vista propias del posmaterialismo. Allende sus dudas en torno al proyecto normativo resultante, la autora considera útiles algunas de las constataciones empíricas en las que han profundizado las tesis radicales. Es el caso de la importancia de las metáforas de género en el seno de las concepciones ontológicas, epistemológicas y metodológicas de la ciencia, una inquietud presente en El modelo de ‘una sola carne’ en las ciencias biomédicas de la Antigüedad Clásica (2009), donde Gómez remite al origen mítico de lo masculino y lo femenino -en la Teogonía y Los trabajos y los días, de Hesíodo, que comprende a las mujeres como una estirpe maldita e inferior- para mostrar cómo en los escritos de Platón, Aristóteles, Hipócrates o Galeno predomina la idea de que hombres y mujeres compartían naturaleza -aunque ellas fueran defectuosas-; modelo que se desplaza “con el desarrollo de la ciencia moderna y su fascinación por el establecimiento de diferencias” (p. 206).

El enfoque de Gómez, que entrelaza el análisis sociohistórico con el proyecto normativo de una ciencia no androcéntrica, queda patente en el prólogo que escribió para También en la cocina de la ciencia. Cinco grandes científicas en el pensamiento biológico del siglo XX, de Carolina Martínez (2000), que señala cómo cada generación de mujeres que se acerca a la ciencia se encuentra con un territorio “que se manifiesta extraño a su género, respecto al cual ellas son una excepción” (p. 98): la historia de la ciencia es la crónica de los ‘grandes descubrimientos’, asociados a nombres masculinos; y ello resulta en una invisibilización sistemática (no solo de las mujeres). Gómez subraya, aquí, y a raíz de la teoría de la endosimbiosis en serie y de la evolución de Lynn Margulis, la existencia de un debate todavía abierto, a saber: si la irrupción de las mujeres en la ciencia pone en juego valores y puntos de vista que repercuten en el tipo de investigación que llevan a cabo. Dicho interés de la autora por el acceso de las mujeres a la institución científica se ve también reflejado en el texto Sesgos en la ciencia y su transmisión: la educación científico-tecnológica (2008), que sintetiza los resultados de un estudio -iniciático- sobre los sesgos de género presentes en las creencias del profesorado de ciencia y tecnología de secundaria y educación superior.

Por su parte, los dos artículos que abordan debates científicos concretos dan cuenta de cómo por medio de la argumentación y apelando a la propia ciencia pueden desmantelarse los sesgos de género de los estudios precedentes. El primero, El eterno femenino: hormonas, cerebro y diferencias sexuales (1993), escrito con Inmaculada Perdomo, se centra en la neuroendocrinología y la endocrinología reproductiva. En particular, en cómo las investigaciones que abordan los efectos hormonales en el desarrollo cerebral -y, por tanto, sobre la conducta animal y humana- “han venido a apuntalar la vieja concepción que sostiene la diferenciación entre géneros en capacidades, aptitudes y comportamientos y su femenina inferioridad” (p. 29). Desde el momento en que se observó, en los años cincuenta, que existe una relación entre el cerebro y la producción hormonal a través del hipotálamo, y que tanto este como la pituitaria están influidos por los niveles en sangre de hormonas como los estrógenos, los andrógenos o la progesterona, no han cesado de publicarse trabajos que -forzando y exagerando los resultados de la experimentación, sobre todo con roedores en cautividad- postulan una distinta organización cerebral en función del sexo en humanos. Gómez denuncia la falta de evidencias en humanos -y en otras especies animales- que permitan afirmar que los andrógenos tengan un efecto organizativo del cerebro fetal y juzga inadecuado concebir los efectos hormonales aisladamente y en términos de presencia/ausencia.

La autora considera que la única evidencia abundante es que estrógenos, progesterona y andrógenos “tienen una variedad de efectos sobre la estructura y funcionamiento de un número de células y órganos” y que esto “contribuye a alguna diferenciación biológica y fisiológica por sexos” (p. 33). Gómez destaca los trabajos sobre el origen hormonal de la presuntamente mayor agresividad en los machos, que ilustran cómo una concepción sesgada del estudio en su fase inicial determina los resultados que se obtienen de este. Estas investigaciones parten de que los machos son más agresivos que las hembras y, así, definen la agresividad tal como es observada en ellos: “no es que la investigación dé como resultado un tipo de conducta genéricamente diferenciada que se considere como ‘la conducta agresiva’” sino que esta “se define antes de empezar la investigación […] de forma externa a ella” (p. 39). Asimismo, las tesis que intentan sostener estas investigaciones entran en contradicción con la ciencia, que asume que las hormonas son parte del proceso evolutivo de los organismos: aunque se pudiera demostrar que los roles masculino y femenino están determinados ‘por naturaleza’ a través de las hormonas, “estos variarían y se modificarían a lo largo del proceso evolutivo” (p. 43). En suma, dichos estudios no resistirían un examen científico debido no solo al sesgo implícito en sus preguntas de investigación y al modo en que fuerzan y extrapolan los resultados, sino también a la falta de consideración por los factores ambientales.

Suspicacias similares suscitan aquellas teorías que fundamentan la inferioridad mental de la mujer a partir de la antropometría, la teoría de la evolución o la frenología, analizadas en Ciencia y valores en los estudios del cerebro (2005). Se trata de una aproximación apoyada en el empirismo contextual de Longino, que entiende la ciencia como una actividad desarrollada por una comunidad científica en contextos específicos y mediatizada por supuestos de base o valores de trasfondo que, inevitablemente, llevan a señalar una relación entre los resultados obtenidos y la hipótesis formulada. Para Longino, el único modo de enfrentar esta situación es hacerlos explícitos. En línea con esta propuesta, Gómez analiza las disciplinas biomédicas del XIX, en concreto, los estudios del cerebro y la inferioridad mental de la mujer formulada por Paul Moebius a finales de siglo, cuando la ciencia mostraba especial interés por las diferencias entre hombres y mujeres y las consecuencias que de ellas se seguían, hasta el punto que “las disciplinas biológicas, médicas y sociales se convirtieron en el fundamento último de las afirmaciones normativas sobre las mujeres y su lugar en la sociedad dada su naturaleza” (p. 137). Los argumentos a favor de la inferioridad de la mujer, presentes en Darwin (1859), Spencer (1866) y los estudios de los frenólogos de finales del siglo XVIII y principios del XIX -entre ellos, el establecimiento del índice cefálico por Anders Retzius (1840)-, que destacaron el mayor tamaño y peso del cerebro de los hombres de raza blanca, son parcialmente retomados por Moebius en La inferioridad mental de la mujer (1900), basado en las investigaciones del anatomista Nikolaus Rüdinger. Moebius obvia las consideraciones anatómicas y se centra en un análisis de las diferencias psicológicas y morales entre hombres y mujeres, el valor científico de las cuales ya fue altamente cuestionado en su época. Para Gómez, las teorías acerca de la inferioridad mental de la mujer son una clara muestra de los sesgos de contexto advertidos por Longino y siguen siendo claves en la interpretación de tipo determinista-biológico de la homosexualidad y el lesbianismo. La autora apunta cómo la biología ha seguido contribuyendo a la difusión de visiones ideologizadas de las diferencias entre sexos, como en el caso de la lateralización cerebral o la evolución.

Es interesante constatar, con Gómez, hasta qué punto el cuerpo femenino “reducido a hechos diferenciales específicos de la biología y la anatomía” deviene el “campo de batalla de la definición de la relación social básica entre hombres y mujeres” (p. 159), pues ello lleva a establecer una conexión entre los sesgos de género presentes en las ciencias biológicas y la estructura social; vínculo abordado en La perspectiva feminista en las ciencias sociales (2001). El texto relata los orígenes del enfoque de género en ciencias sociales e identifica dos sesgos androcéntricos que el análisis de género debería atender: el de la realidad estudiada y el del investigador, que forma parte de la primera. De nuevo, el debate entre el posmaterialismo y el posmodernismo está presente. Destacan, de entre las observaciones de Gómez, la voluntad de elaborar categorías que puedan dar cuenta de las acciones y experiencias de las mujeres, nueva realidad a investigar, así como la preocupación por el uso universalizador de la categoría ‘mujer’ y la importancia, en este sentido, de explorar aquellos métodos que permitan situar al sujeto y al objeto de investigación en el mismo plano epistemológico.

En suma, el enfoque de Gómez se articula entre dos ideas fundamentales. La primera, la constatación empírica que parte de las disciplinas científicas han actuado, por medio de la extrapolación inadecuada de respuestas a preguntas formuladas desde el prejuicio, como base legitimadora de un orden social que sitúa a las mujeres en una situación de inferioridad. Segunda, la creencia de que el proyecto de una ciencia feminista -si pretende sustituir a la existente- debe poder justificar su superioridad en términos científicos. A saber: si la mayor debilidad de la ciencia androcéntrica -aquella que permite impugnarla- es el hecho de estar atravesada de principio a fin por sesgos de contexto que se dan en el plano ético-político, su potencial superación no puede estar legitimada sobre la base de preceptos similares, aunque obedezcan a propósitos más virtuosos. Su propuesta pasa por vincular la objetividad no con el objetivismo de signo positivista, sino con la autoconciencia. La posibilidad de someter a examen hipótesis y metodología, junto con la democratización del acceso a la comunidad científica será fundamental: las claves para refundar la ciencia sin apelar a fundamentos extra-científicos emanan, paradójicamente, de su dimensión social.