ISEGORÍA. Revista de Filosofía moral y política, N.º 64
enero-junio,  2021, e27
ISSN-L: 1130-2097 | eISSN: 1988-8376

La tensión y las querencias del camino

Tensions and attachments of an intellectual journey

Carlos Thiebaut

Universidad Carlos III de Madrid

https://orcid.org/0000-0001-8786-1038

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Carlos Gómez. El deber y la ilusión (Ética, política, literatura). Madrid: Dykinson, 2020, 397 pp.

Recoge Carlos Gómez en El deber y la ilusión un conjunto coherente de artículos sobre los temas que indica su subtítulo: la ética, la filosofía política y las relaciones entre la filosofía y la literatura. Es un libro que agrupa, como en una versión para concierto, los desarrollos más sinfónicos o sistemáticos que ha desarrollado en sus libros y que recorren su paisaje intelectual. Resuenan así en esta recopilación: Freud, crítico de la ilustración (1998), Freud y su obra (2002) y sus libros sobre la filosofía moral en Doce Textos fundamentales de la Ética del siglo XX (2002) y La aventura de la moralidad. Paradigmas, fronteras y problemas de la Ética, (2007) coeditado con J. Muguerza, y José Luis Aranguren: Filosofía y vida intelectual (2010). Los trabajos aquí recogidos abarcan una veintena de años y no solo están enlazados por los temas indicados, sino que pronto se perciben en ellos dos rasgos significativos. En primer lugar, muestran querencias intelectuales, referencias, que retornan en diferentes guisas y momentos y que se despliegan como hitos de un paisaje. Sobre el humus de la filosofía moral española, señaladamente Aranguren y Muguerza, pero también tras un Ortega cuya sombra le ilumina, retornan los grandes focos atractores de Bloch, de Ricoeur o, de manera muy significativa y recurrente, de Kolakowski, quizá la figura cuya recuperación puede resultar más sorprendente en estos tiempos olvidadizos. Y Freud siempre, como la lente indagadora del propio deseo y de la propia esperanza. Creo ser justo indicando que de nuestro grupo generacional, Carlos Gómez ha sido quien más ha cuidado la tradición de la ética española y uno de quienes mejor la ha reconstruido, no tanto atendiendo a sus geografías o sus sociologías, sino a sus sentidos y sus afectos; también ha sido alguien que, como se muestra en las reseñas que se recogen en la parte final del volumen, pero también en multitud de referencias a lo largo del texto, más atentamente ha dialogado con la filosofía moral de su misma generación, como Savater o Victoria Camps. Pero no solo es la consideración de esta tradición nuestra; la presencia de la filosofía moral del tiempo, por ejemplo, en la discusión de la ética discursiva de Habermas o con la más larga honda de la filosofía ilustrada, sobre todo de Rousseau, leído desde Kant y desde Freud, son también hitos de ese paisaje entre las que descuellan las querencias indicadas y donde encuentran su sentido. El conjunto de los veintitrés trabajos que recoge el libro de Carlos Gómez dibuja, pues, un paisaje y un camino. Sus querencias van apareciendo a medida que esa senda se recorre y definen una época, una temática y una mirada, sobre la que ahora retornaré. Con un deje de melancolía, no puedo resistir la sensación de que es un paisaje epocal, marcado por su tiempo. Pero me inquietaría que esa marca de la historia dejara sin ser percibida la enfocada mirada que lo recorrió y que lo sigue recorriendo en estos otros momentos más contemporáneos. Las querencias de Carlos Gómez son, por ello, un alegato contra la obsolescencia, y un reclamo de la pausa y de la detención, del no apresuramiento, como lo es su paciente, callado, trabajo, que acumula saberes y lecturas. Es una mirada profesional que reclama atención, y que la merece.

En efecto, quizá lo que explica o da sentido a esas querencias, o la fidelidad a ellas, es el tono mismo del pensamiento que se va mostrando. Así, en segundo lugar, junto a ellas el conjunto muestra una mirada filosóficamente unificadora. Sostiene Carlos Gómez que el pensamiento normativo está atravesado de una tensión que constituye el centro de la vida moral y de la vida política: la tensión entre la mirada kantiana sobre la vida humana que descubre la dimensión del deber, por una parte, y la ilusión, no menos kantiana pero tal vez más claramente blochiana, por otra, que abroquela la esperanza como dimensión última del sentido de la vida moral. Esa tensión -a veces contradictoria, a veces complementaria- requiere indagar, pues, qué hay de deber y qué hay de ilusión en nuestros actos. En la manera en la que Carlos Gómez lo entiende, y con un significativo apoyo en Muguerza y su imperativo de la disidencia, el deber aparece como convicción moral y la ilusión como la oposición a la resignación que traería una esperanza que se hubiera declarado inútil o engañosa. Con un preciso y envidiable don para la cita en todos los trabajos, esa tensión se recoge en una mención de Ortega, siempre tan retóricamente eficaz, que invita a “que hagamos, siquiera por deber, lo que no logramos hacer por ilusión”. La desnuda convicción como compañera, pues, de una suerte de un anhelo no resignado. Esa tensa mirada se articula en el recorrido detallado de dos grandes espacios teóricos: el de la disidencia, que es el espacio de la convicción, y el de la dimensión de sentido, que lo es de la esperanza y de la utopía, y que cabría resumir, entonces, en la pregunta ¿qué esperamos cuando disentimos?

Se abre el volumen, precisamente, con lo primero: un recorrido detallado y preciso sobre la disidencia ética y la desobediencia civil en el que se reconstruyen los argumentos de la historia del problema partiendo de Thoreau, Rawls y Habermas, pero que concluye con una cuidada reconstrucción de un debate relevante, el que tuvo lugar en la filosofía moral y del derecho españolas a finales del pasado siglo, sobre la obediencia al derecho y en el que las tesis de Felipe González Vicén y de Javier Muguerza adquieren su sentido y su originalidad a la luz de esa historia anterior reconstruida. Los sentidos del deber y de la convicción se concentran en la figura del disidente moral, una figura que retorna a lo largo del volumen en diversos momentos pero señaladamente en el tercer trabajo sobre la reivindicación de su conciencia moral en un giro que se piensa como superador de las críticas a las sospechas sobre ella -de nuevo, la presencia de Freud es la más relevante al lado de Marx y de Nietzsche- y de la dialogización de la ética que se propuso por parte de la ética discursiva y con la que, como es bien conocido, tan fuertemente discutió Javier Muguerza en Desde la perplejidad.

El segundo gran espacio de la tensión, el de las dimensiones del sentido y de la esperanza que conlleva la conciencia moral disidente, está vinculado con la también referida idea de ilusión. Esta se refiere, entiendo, a la forma de la motivación de la acción moral, pero aquellas dimensiones de sentido indican los contenidos y los objetivos de la vida moral. Creo no equivocar al lector si subrayo que estas dimensiones de sentido y de esperanza son el centro teórico del volumen en el que las querencias de Kant, de Bloch y de Kolakowski se hacen imprescindibles. Quizá pueda resumirse la tesis de Carlos Gómez en la postulación de una esperanza -la tercera gran pregunta kantiana- que es consciente, primero, de su centralidad y que sabe, segundo, de sus sospechas y críticas. Mencionar la esperanza -la más enigmática de las virtudes teologales que Kant integra en su proyecto crítico de los caminos de la razón- abre la pregunta por el sentido a dos dimensiones de la vida de los humanos, a la religión y a la historia. Carlos Gómez había frecuentado las relaciones entre filosofía y religión en diversos textos, como su primero sobre el teólogo protestante Jürgen Moltmann (Introducción al pensamiento de Jürgen Moltmann, 1987), un pensador cuya obra fundamental es, precisamente, sobre la teología de la esperanza, y en Ética y religión. Una relación problemática (1995). El tratamiento explícitamente teológico, o en el diálogo de la ética con la religión, no está, no obstante, en primer plano en el libro que comentamos, aunque sea uno de sus trasfondos. Lo que de la reflexión sobre la esperanza -recordemos, el contenido de la ilusión- está presente es más bien su dimensión histórica, que aparece, en concreto, en diversos capítulos que recogen la discusión sobre la esperanza y la utopía. En su elogio fúnebre de Kolakowski (“Leszek Kolakowski: la importancia de seguir pensando lo irresoluble”) no solo se recoge la apasionada y apasionante vida intelectual del filósofo polaco, sino que se resalta que el pensar -por emplear el término de Arendt- no se reconcilia con ni con los fracasos ni con las ensoñaciones de la razón y permanece en el tiempo histórico en forma de crítica. (Kolakowski también resulta central en la reflexión sobre la culpa, sobre la que regresaré en un momento). Esta forma de subrayar el carácter histórico del pensamiento -que aparece, incluso, en la reivindicación de Kant en “¿Por qué necesitamos todavía a Kant?”- lleva a transitar de la esperanza teológica a la esperanza secular en “La utopía, entre la ética y la política”, un capítulo en el que ocupan el lugar de referencia no solo Kant sino, sobre todo, Bloch, pero un Bloch quizá ya más político que metafísico. “[L]a posibilidad de una ilusión no engañosa, la compatibilidad de la esperanza con lo objetual” (p. 144) vincula la no reconciliación de la razón con el mundo torcido y con el fracaso con la postulación objetiva de otro curso del mundo. Como se formula: “Cuando el deseo de superación de un presente no cumplido accede a la razón, se produce esperanza; cuando la esperanza se conjuga con las posibilidades reales objetivas que atraviesan la realidad, florece la utopía” (p. 137). Creo percibir que estos tránsitos hacia los espacios de la historia y sus dolencias traen a la tierra la discusión de la esperanza y la transforman no ya en el sentido de la vida o de la razón misma, sino en la necesidad de la crítica en el espacio social; son estos ya terrenos, pues, más cercanos a la filosofía política. Los acentos de Carlos Gómez en las dimensiones cosmopolitas del pensamiento de Kant, en la lectura de la historia como una “utopía horizontal”, en las palabras de Javier Muguerza que se recogen en una breve pero cautivadora entrevista con él, o en la articulada tensión entre el individualismo y el cosmopolitismo que se recoge en una de las más cabales semblanzas intelectuales de Muguerza, ponen sobre la tierra el “oficio del intelectual”, una caracterización que Aranguren empleaba para pensar su propio trabajo tal como se recoge en otro cuidado y atento capítulo del volumen.

Leer la ilusión como no reconciliación con lo real en la forma de su crítica tal vez sea lo que permita que las sospechas contra las esperanzas engañosas puedan convertirse en aliadas mismas de la reflexión. Es aquí donde adquiere Freud su papel en el volumen. En dos magníficos capítulos por su cuidadas escritura y arquitectura, “Defensa de la compasión, en contra de sus entusiastas” y “Labilidad de la culpa”, las sospechas contra los pliegues de esas emociones -positiva y negativa, por así llamarlas- encuentran en Freud, aunque no solo en él, un terreno de prueba, pero también una aportación. También aquí se deja percibir el giro -llamémoslo postmetafísico- del libro, pues frente a una concepción de arrojamiento en la culpa, o frente a la compasión como una emoción sospechosa por su narcisismo, se nos sugiere que pensar la culpa como responsabilidad por la asunción del daño realizado y pensar la compasión incluso desde la común vulnerabilidad -algo que el capítulo sobre ella no acaba de precisar, pues más bien dialoga con la ética del amor propio que Savater recupera de Rousseau- permiten pensar esas dimensiones de la vida moral en el terreno de las vidas humanas no logradas y fracturadas.

La afinidad con la conciencia resistente y disidente que antes se indicó y este traslado de la esperanza a su lugar, la tierra y la historia, resalta lo que de político y ubicado tiene el pensamiento, un tema que se recoge de manera explícita en el comentario a diversas obras, como las de Foucault y Antonio García Santesmases, ente otras. Pero esa dimensión política no lo agota ni define. El volumen recoge diversos trabajos -y en cierto sentido esta dimensión está presente en todo él- sobre la mirada narrativa constitutiva de la vida moral; así, por ejemplo, en las semblanzas de las figuras de querencia que hemos indicado. Pero de manera específica, varios capítulos recogen la reflexión sobre el sentido del relato de la propia vida: de la mano de Aranguren, esta vida aparece como narración viva, de la de Freud el lugar que Cervantes tiene en la formación del psicoanálisis, y, en un preciso relato sobre la imposible satisfacción de Emma Bovary, los pliegues del propio deseo y de sus fantasías. O, en un sereno capítulo sobre Ortega -el más reciente- sobre el pensamiento y el paisaje, se percibe que este camino que el libro mismo practica no ficciona ni nuestro movimiento ni dibuja en la fantasía el horizonte recorrido. No son los pasos del Moonwalk de Michael Jackson, que bailando retrocede, ni es el correr inmóvil de la Reina Roja. Es un movimiento real, siempre abierto a las contingencias, a las paradas y a la mirada que se detiene a ponderar la ruta recorrida. Así entiendo este volumen de Carlos Gómez: el relato de un camino que se suspende en algunos momentos para entenderse, comprendiendo que sus ilusiones no son ilusorias, que sus convicciones no son empecinamientos y que sus pliegues y oscuridades no son cegueras. Como queda apuntado, el relato de estos relatos se hace en compañía. Es el recorrido de un transitado paisaje con figuras que le son centrales: Bloch y la utopía, Freud y una cierta amarga concepción de lo humano, Ricoeur como compañero hermenéutico, Kolakowski como testimonio, Muguerza como el compañero del que se disiente (y no solo que disiente). Reconociéndoles a todos sus verdades no siempre compatibles pero sorprendente y coherentemente de la mano.