ISEGORÍA. Revista de Filosofía moral y política, N.º 65
julio-diciembre 2021, e26
ISSN-L: 1130-2097 | eISSN: 1988-8376

ORTEGA Y LEIBNIZ

ORTEGA AND LEIBNIZ

Armando Menéndez Viso

Universidad de Oviedo

https://orcid.org/0000-0001-6975-7616

Ortega y Gasset, José. La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva. Del optimismo en Leibniz, ed. de Javier Echevarría y estudios introductorios a cargo de Jaime de Salas y Concha Roldán. Madrid: CSIC y Fundación Ortega y Gasset – Gregorio Marañón, 2020, 745 pp.

El CSIC y la Fundación Ortega y Gasset - Gregorio Marañón, gracias al gran trabajo de Javier Echeverría, han vuelto a llevar a las librerías La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva y Del optimismo en Leibniz. Ambos textos aparecen tal cual están recogidos en el tomo 8 de las Obras completas del filósofo madrileño. No se trata, por tanto, de una edición crítica, sino de una ampliación, como indica su responsable. Su novedad reside en la puesta a disposición del público de 587 notas de trabajo de Ortega, cuidadosamente ordenadas, indexadas y anotadas, junto con reproducciones facsimilares de partes de sus manuscritos y algunas fotografías del Archivo Ortega y Gasset. El volumen se completa con tres valiosos estudios introductorios: uno de Jaime de Salas, que sitúa las dos obras en cuestión dentro de la vida y la producción de su autor; otro de Concha Roldán, que proporciona un completo contexto histórico y filosófico; y un tercero del propio Javier Echeverría, que nos permite conocer en detalle la intrahistoria de los textos, el modo de trabajo de Ortega y su relación con Leibniz.

En esta edición, de aspecto austero pero de contenido lujoso, el gusto por el detalle (tanto del autor como del editor) se hace patente a cada paso y, cuando se da el último, se tiene la sensación de haber entrado en la verdadera intimidad de Ortega, lo mismo por lo que hace explícito como por lo que deja abiertamente sin decir; o, lo que es igual, tanto por el contenido de los textos originales como por los suplementos que incorpora, y que la enriquecen e iluminan muy significativamente.

Sobre La idea de principio en Leibniz se ha escrito en numerosas ocasiones, y poco se puede añadir aquí. Su carácter inconcluso obedece, además de a la falta de ocasión para cerrarla, a la convivencia de distintos niveles de reflexión y varios hilos argumentales que no se dejan entrelazar en un solo relato. Su formato tentativo permite a quien lee la obra interpretarla según cualquiera de sus múltiples resonancias. En todo caso, se trata de un escrito clave en la producción orteguiana. Así se percibió ya cuando se publicó en 1958, como consta en la reseña que Gustavo Bueno elaboró para la Revista de Filosofía (68, pp. 103-111) del Instituto “Luis Vives” del CSIC y que apareció a comienzos del año siguiente. La importancia de La idea de principio… no reside, desde luego, en lo que cuenta de Leibniz, que al cabo no es mucho, como es bien sabido, sino en la condensación de las investigaciones e intenciones filosóficas de su autor. Las páginas de esta obra constituyen una rara combinación de densidad y fluidez, que exige familiaridad con Euclides, Platón, Aristóteles, Suárez, Descartes, Cassirer, Husserl, Heidegger… y, por su puesto, el propio Leibniz. Es evidente que Ortega se estaba dirigiendo a su público más versado en filosofía. Y a este público le envía un mensaje sonoro, aunque también parcialmente cifrado.

Atendiendo a la lista de problemas y conceptos que aborda, La idea de principio en Leibniz podría catalogarse como una obra de filosofía de la ciencia. De hecho, no sería descabellado aseverar que, junto con En torno a Galileo, constituye la fuente más apropiada para conocer la filosofía de la ciencia de Ortega. Esta filosofía de la ciencia está preocupada, sobre todo, por el problema de la verdad, entendida como el encaje de lógica y realidad, de ciencia y mundo, de lenguaje y referencia…

Pero quedarnos en la filosofía de la ciencia sería cercenar el alcance del texto, que puede leerse además como una justificación de la filosofía en general. Como fruto de su tiempo, Ortega no puede dejar de reaccionar ante el empuje neopositivista, espoleado por el espectacular desarrollo de las ciencias que tiene lugar en la segunda mitad del s. XIX y las primeras décadas del XX. El deslumbramiento que las ciencias y las técnicas provocan entonces le compele a afirmar un lugar propio de la filosofía sin separarla de los avances científicos, adoptando una posición (§5) que en cierta medida anticipa la de Kuhn. Al mostrar que también la lógica o la matemática se sustentan sobre una base de creencias, no sobre evidencias propiamente dichas, nuestro autor abre la puerta incluso al sociologismo que aparecerá unos años más tarde. Pero Ortega no estaría cómodo en él. Sus referencias se mantienen conscientemente dentro de la ciencia y la filosofía modernas, cartesiano-newtonianas. Este es el marco que la obra quiere ocupar, enriqueciéndolo sin forzarlo ni desbordarlo. La modernidad de este armazón no es, sin embargo, la aséptica y político-teológica que Toulmin describió en su Cosmopolis, sino la modernidad leibniciana, adisciplinar, implicada y vital, que no duda que hay todo un mundo que puede, no ya conocerse, sino mejorarse con verdad.

El proyecto moderno-ilustrado da también forma a los espacios urbanos y nacionales en que Ortega se desenvuelve. Es posible que la de Ortega fuera una de las últimas obras escritas para una comunidad filosófica propiamente dicha, cosmopolita (fundamentalmente europea), rota con la II Guerra Mundial y, como tal comunidad, perdida hasta el día de hoy. En el momento en que se escribe La idea de principio… no es demasiado relevante hacerlo en Lisboa, en El Escorial o en Hannover; no importa gran cosa si se hace en español, francés, inglés, alemán, italiano o, llegado el caso, en latín. Y, sin embargo, la importancia de la circunstancia, que Ortega subraya como quien más, acaba fondeando su contribución en el puerto de lo español. Contra esto se rebela Ortega, y cabe leer La idea de principio… como una justificación de su trayectoria filosófica y vital, que no quiere sujetarse a límites geográficos, sino recorrer en toda su amplitud el continente filosófico. Esta clave interpretativa se manifiesta en la amargura de la nota 445, que no llegó al texto finalmente publicado:

Dedico este libro a los tontainas de toda especie, país y condición, incluso discípulos míos, que desde hace un cuarto de siglo discuten en el casino de pueblo, que es su vida de intelectuales, si soy yo un filósofo o un literato y si, filósofo, tengo una filosofía. Agradezcan, además, que no inserte aquí la lista de sus nombres para que las gentes supieran qué nombres gustan los estúpidos.

Pese a este atisbo de resentimiento que se guardó para sí, si hay algo que caracteriza la concepción orteguiana del quehacer filosófico, es la jovialidad. Este carácter alegre, deportivo, de la filosofía es quizá una de las mayores aportaciones que puede hacernos hoy esta obra del autor madrileño. Ni la solemnidad, ni la tragedia, ni el combate, ni ningún laberinto subjetivo dominan el trabajo filosófico de Ortega, sino su empuje jupiterino. La idea de principio en Leibniz no es un libro polémico (aunque ataque, sobre todo en el capítulo 31, a ciertos filósofos): defiende el ejercicio filosófico sin por ello cuestionar el científico ni menospreciar otras actividades humanas. Se deja ver que Ortega disfrutó elaborándolo, precisamente a través del rigor.

Con todo, el gran esfuerzo de Ortega se queda, y él lo sabe, lejos de una perfección inasequible. Este es el asunto de su discurso Del optimismo en Leibniz, que acompaña la obra principal de esta edición: ni lo mejor posible puede escapar al defecto, al mal. El optimismo orteguiano, como el de Leibniz, no es el de la sonrisa inmarcesible, sino el del trabajo sin tregua, que confía en la bondad de la razón sin esperar que su potencia pueda alejar todo sufrimiento.

Quizá los rasgos de Leibniz que Ortega destaca en su discurso sobre el optimismo del bibliotecario de Hannover fueran aquellos a los que él mismo aspiraba. Y ciertamente la voluntad integradora (no ecléctica, como subraya con insistencia), tan leibniciana, puede encontrarse en esta obra. También la idea de que ella es el resultado de una circunstancia. Y la circunstancia de Ortega no es tan distinta de la de Leibniz: un mundo que está lejos de aquello a lo que aspira, pero al que tiempo después se le atribuye haber estado cerca de alcanzarlo. La sinrazón guerrera que turbó a Leibniz es comparable a la que ensombreció como nunca los tiempos de Ortega; el deseo de encontrarse en la antesala de la gran (re)conciliación europea, si no occidental, y la creencia de que la filosofía (entendida como un ejercicio que se realiza en conjunción con lo que hoy llamamos ciencias) puede contribuir decisivamente a ello, también. No es esta mala lectura para modular los pensamientos dominantes en estos tiempos de pandemias, y no solo víricas.

Las notas, las fotografías y la lista de las obras anotadas por Ortega que se nos ofrecen nos hacen ver su producción en proceso, cual visitantes de su laboratorio conceptual. De ahí que podamos decir que nos abren una ventana a la intimidad filosófica de Ortega, que no es distinta de su intimidad sin más. Los textos publicados son siempre destilados de intentos previos, de nubes de ideas que acaban divididas entre las que se descartan, las que se mantienen pero se ocultan y las que finalmente se someten a exposición pública. Estas últimas son siempre accesibles. Los otros dos tipos, raramente. Esta edición nos otorga el privilegio de percibirlas. Al final del volumen, entre las fotografías que lo ilustran, aparecen dos de un apretón de manos entre Ortega y Heidegger que tuvo lugar el 5 de agosto de 1951. En una de ellas, la original, aparece contemplando el saludo una mujer, cuya imagen el fotógrafo, Peter Ludwig, ha suprimido en la otra para dejar a los dos filósofos a solas delante de un adusto cortinón. Este intento de cerrar artificiosamente una lectura mediante adulteración no puede ser más contrario a la propuesta de Ortega. La edición que aquí se presenta, por el contrario, es ella misma lebiniciana y orteguiana, pues desvela la circunstancia de la obra, aclarando así hasta qué punto su forma imperfecta obedece a un principio de razón y por qué el texto que resultó finalmente posible debe contemplarse como el mejor.