ISEGORÍA. Revista de Filosofía moral y política, N.º 66
enero-junio,  2022, e02
ISSN-L: 1130-2097 | eISSN: 1988-8376
https://doi.org/10.3989/isegoria.2022.66.02

TEXTOS DE LAS XXVII CONFERENCIAS ARANGUREN LOS ROSTROS DEL DAÑO / THE FACES OF HARM

ARTÍCULOS

Las tareas del daño*Se recoge aquí, ligeramente editado, el texto leído en el acto de las XXVII Conferencias Aranguren.

The Labors of Harm

Carlos Thiebaut

Universidad Carlos III de Madrid

https://orcid.org/0000-0003-3391-5496

Resumen

Se propone que las experiencias de daño se definen por dos tipos de rasgos. En primer lugar, por un tipo doble de modalidad de la experiencia: a diferencia de la negatividad de lo que tradicionalmente se comprende como mal, el daño se define no por ser necesario o ser experimentado como tal, sino por su posibilidad negativa -lo que no es o era necesario que hubiera sucedido- y por la necesidad práctica de que no vuelva a reiterarse. En segundo lugar, las experiencias de daño se elaboran y trabajan en estructuras relacionales no simétricas de las víctimas o los supervivientes, los victimarios o dañadores y el conjunto de terceras figuras que atienden y se posicionan concernidos ante ellas, cuando ello alcanza a suceder. Por lo primero, los daños se abren a su clausura que se articula, al menos, en tres tareas: las de su cese, las de su cura o reparación y las del compromiso de su no reiteración. Por lo segundo, esas tareas suponen autoridades y responsabilidades diferentes en esas tres figuras que configuran las experiencias de daño.

Palabras clave:  
Daño; modalidad; posibilidad negativa; necesidad práctica; tarea; responsabilidad; figuras del daño; víctimas; victimarios; terceras figuras; cese; reparación; no reiteración.
Abstract

Harm experiences are defined by two sets of traits. In the first place, by the double type of modality of its experience: in contrast with the type of negativity that has been traditionally understood as evil, harm is defined not by its being or being experienced as necessary but by its negative possibility-what is not necessary that it should happen or have happened-and by the practical necessity that it should not happen again. In the second place, harm experiences are worked through in non-symmetrical relational structures between victims or survivors, wrongdoers or victimizers, and the set of third-party figures that attend to them and adopt a concerned attitude towards them, when this is achieved. In virtue of the first set of traits, harms are open to their closure that is articulated, at least, in three types of labors or tasks: its cessation, its reparation or cure, and the commitment of its non-repetition. In virtue of the second set of traits, these tasks entail differential authorities and responsibilities in the three types of figures involved in experiences of harm.

Keywords:  
Harm; Modality; Negative possibility; Practical necessity; Task; Labor; Responsibility; Figures of harm; Victims; Victimizers; Third party figures; Cessation; Reparation; Non-reiteration.

Cómo citar este artículo/Citation: Thiebaut, Carlos (2022) “Las tareas del daño”. Isegoría, 66: e02. https://doi.org/10.3989/isegoria.2022.66.02

CONTENIDO

A Miguel Marinas, in memoriam

La guerra y sus desastres, ominosamente estos días cerca de nosotros en Ucrania, aunque no estaban lejanos en Oriente Próximo, en Yemen, en Siria, en Libia, en Somalia; la violencia sobre las mujeres en los feminicidios, en las violaciones y en las formas de su sometimiento y exclusión; los refugiados que sucumben en sus huidas y en sus desesperaciones; las torturas todavía presentes aunque se oculten, incluso en sociedades que se dicen regidas democráticamente por la ley o en esas tierras de nadie que son los campos de refugiados, como en Lesbos; las múltiples formas de terrorismo y de locura identitaria; los asesinatos y las represiones racializadas; la destitución de individuos y familias en nuestras sociedades crecientemente desiguales. Estas son algunas de las quebraduras -y no todas- que destruyen personas y fracturan mundos de vida y de culturas, cerca y lejos. Cada una de ellas es diferente, obedece a causas y procesos distintos que requieren análisis específicos y, aunque todas nos abrumen, suscitan emociones y reacciones diversas que agavillan respuestas diferenciadas en términos de nuestras responsabilidades o en los de nuestras, a veces escasas, posibilidades de reacción ante ellas. Como ciudadanos, y desde nuestras distintas posiciones y saberes, basculamos, a veces perplejos, con frecuencia desolados, entre nuestros análisis y nuestros concernimientos, entre nuestras responsabilidades y tareas y nuestras impotencias.

La filosofía, que en el acto de las Conferencias Aranguren se quiere practicar bajo el pensamiento ético de José Luis López Aranguren y de Javier Muguerza, aunque busque la serenidad de la reflexión sobre, y desde, estos mundos heridos, también está ella misma hendida en sus propias inutilidades ante estas devastaciones. Lo indico solo al comienzo como cautela y como advertencia para que no sobrepongamos sus propias heridas e impotencias y el malestar que nos provocan sobre las desgarraduras de las vidas y de los mundos de vida a las que he comenzado haciendo referencia, y para ser así conscientes de su propio, quizá menor pero imprescindible, lugar. En lo que empezaba trayendo, ese lugar está partido entre la atención a la particularidad de cada uno de esos daños que nos aprisionan la imaginación -cada vida y cada cuerpo y mente heridos en cada situación de violencia bélica, de cada acto de violencia sobre la mujer, de cada desposesión y de cada marginación- y las categorías y los conceptos con los que los nombramos, como estos mismos de las violencias y las desposesiones a los que me acabo de referir. Quizá, hegelianamente, la filosofía aspire a aprehender en esos nombres algunas de las estructuras de un mundo quebrado; o, quizá, tal vez más sobriamente, consciente de sus límites, pueda colaborar perfilando los conceptos con los que nombramos y entendemos nuestros mismos conflictos y nuestras emociones negativas de hastiada rabia, de desafección o de impotencia.

Lo que quisiera proponer aquí son tres retazos de esta tarea filosófica de aportar y perfilar conceptos pensando la idea de daño. Primero avanzaré algunas ideas sobre este tipo de negatividad que llamamos daño y de cómo ante estas heridas de lo real construimos conceptos y comprensiones que tienen en su centro la idea de que las experiencias de daño se viven, pero también se elaboran y se trabajan hacia su clausura, primero en la demanda de su cese y de su cura y después, o la vez, en el compromiso de su no reiteración. El repetido grito, ya emblemático, del «¡Nunca más!» está en el centro del corazón del daño, aunque los daños se reiteran, reaparecen, adoptan nuevas formas, siempre agotadoramente hirientes. En segundo lugar, exploraré la forma relacional de esa elaboración del daño indicando que las diversas posiciones de los sujetos que las viven y que las atienden contienen diversas autoridades y formulan diversas demandas que se entrelazan y que conforman el tejido de responsabilidades -de responsibilidades, de respuestas- que constituyen las tareas del daño. Las diversas posiciones de víctimas y supervivientes, de victimarios y causantes, de nosotros mismos que, en alguna de las guisas de las terceras personas que las atendemos y que buscamos comprenderlas y trabajarlas, se entretejen en esa tarea de los daños hacia su clausura. En tercer lugar, y por último, enmarcaré brevemente cómo las tareas del daño están tejidas de una peculiar tensión entre su estructura contrafáctica, contra los hechos hirientes de los daños reales vividos, y la urgencia de su demanda, una tensión que realiza una dimensión política. Para abrir mi reflexión a la propuesta de Nuria Sánchez Madrid y al diálogo con ella, solo apuntaré que esa tensión es uno de los centros de los trabajos de la filosofía en la formulación de nuestras reflexiones sobre la justicia en un mundo quebrado estructuralmente por la injusticia.

Empezaba recordando diversas realidades y experiencias de muy diversos órdenes e indicaba que cada una de ellas requiere una atención particularizada. Como ciudadanos, pero también en cada uno de los campos diferenciados de los saberes en los que se ha construido nuestra cultura, en el arte, en las ciencias, en el pensamiento, pensamos en esas experiencias en su insustituible particularidad: acudimos a sus causas, aunque muchas veces se nos escapen, las discutimos y tratamos de inferir y prever sus efectos. Pero en cualquier intento de comprensión de esas realidades particulares, de comprensión intelectual pero también de comprensión de nuestras mismas emociones y de nuestras mismas reacciones ante ellas, acudimos a tipos o categorías, como la de violencia bélica o la de violencia de género -tipos y categorías que discutimos si son adecuadas y cómo lo son a aquello que vivimos y percibimos- y aún a meta-tipos, como los de lesión de los derechos humanos o, en algunos casos graves, a la de crímenes contra la humanidad. Cada una de esas categorizaciones, en tipos y meta-tipos, mira, por una parte, a la conciencia cotidiana, que se va acrisolando y perfilando ante esas realidades, y por otra remite a saberes y conocimientos especializados -los de las ciencias, los del derecho- que también van perfilando sus propias comprensiones. La historia de los saberes, crecientemente diferenciados y complejos, y la de las actitudes, también modulándose de formas diversas y cambiantes, se entretejen y se codeterminan. Pero, junto a estas cruciales categorizaciones, y en ellas, o entre ellas, con las que comprendemos los desgarros del mundo y, de manera más significativa, en nuestros intentos de comprenderlas, se activan emociones y actitudes que tienen rango moral. Nos desolamos, nos irritamos, nos proponemos acciones y nos comprometemos en causas, u otras veces, por motivos y razones diversas, apartamos la mirada, nos distraemos, por mero desinterés o quizá incluso para protegernos de la pena o quién sabe si para poder comprender mejor aquello que vemos y vivimos: los tiempos de nuestra subjetividad y de sus actitudes reactivas no siempre están sincronizados con los tiempos descoyuntados del mundo.

Estas situaciones y reacciones son diversas y se tornasolan de maneras muy distintas, pero cabe proponer que nuestras comprensiones y nuestras actitudes en estos casos tienen un vector común: en nuestra relación con ellos percibimos el mundo y nos percibimos a nosotros mismos con una especial modalidad, de una particular manera. Los vivimos y los percibimos como realidades hirientes que, primero, no tendrían que haber sucedido y como aquello que, segundo, no debería volver a suceder, como si hubiera tenido que ser y aun tuviera que ser otro el curso del mundo. No los consideramos ni experimentamos pétreamente como si fueran inevitables, o como si hubieran sido inevitables. A pesar de la potencia ineluctable de la que muchas veces se revisten las acciones humanas, a pesar de la aparente fuerza innegable de los hechos brutos de la violencia, de su realidad, no hay nada inevitable en las violencias bélicas y de género, no hay nada ineludible en la condición de desposesión en la desigualdad. En estos casos, no hay destino al que sea necesario someterse o, más significativamente, pensamos que no debiera haberlo. Aunque sus realidades se nos impongan con fuerza, las podemos comprender y experimentar, y la comprendemos y experimentamos, no desde la modalidad de lo necesario sino desde la modalidad de la posibilidad negativa, de lo que pudiera no haber sucedido, y aún más, y como sobre ello, desde esa peculiar modalidad ulterior, la modalidad de la necesidad práctica, la de lo que no debiera volver a suceder.

Quisiera sugerir dos cosas que cabe extraer de ello. Notemos, primero, que muchas de esas realidades y situaciones han sido pensadas en la historia como revestidas de diversas necesidades que también en la historia han sido enfrentadas y rechazadas: recordemos la de los mandatos divinos, en una providencia con frecuencia y paradójicamente cruel, o la supuesta necesidad de los mandatos de la historia, en cualquiera de los inevitables cursos de sufrimientos impuestos por los poderes y los Estados, o las de los mandatos de la naturaleza que nos fija lugares racializados, sexuados y genéricos y nos ubica en categorías inamovibles. Esas formas de pensar y de vivir las heridas de la condición humana se revisten de argumentos y de teorías que han podido ser falsadas, rechazadas, o al menos opuestas en largos y complejos procesos sociales, en muchos de los cuales estamos aún inmersos. Algunos casos son obvios logros: la esclavitud natural o la natural sumisión del género femenino han perdido su aura de inevitabilidad, o se pueden cuestionar, vez tras vez, las violencias bélicas y los argumentos con los que se pertrechan. En estos y otros casos, esas realidades hirientes han pasado de ser percibidas desde el prisma de la necesidad inevitable -que es necesario que así sean- a, por el contrario, ser concebidas desde el prisma de la posibilidad negativa -que podrían no suceder- y aún, como en un paso conceptual añadido, con las de una nueva necesidad práctica que se peralta sobre esa posibilidad negativa -que no deberían ya suceder en el futuro-. Es este un cambio modal que no solo opera en nuestros análisis y nuestros juicios, sino que está también en nuestras percepciones, en nuestras reacciones hasta corporales, en nuestras emociones y actitudes. Percibimos modalmente el mundo, pero también experimentamos modalmente nuestra vida y las relaciones con los demás, cuando herimos y somos heridos, cuando atendemos y cuidamos y somos atendidos y cuidados. Y, como también sucedía en el desmontaje de los argumentos que justificaban el mal como necesario e inevitable que se acaban de señalar, los cambios en nuestras modalidades perceptivas y existenciales, cognitivas y emocionales, han tenido y tienen lugar en largos procesos conflictivos que han implicado variaciones y transformaciones en nuestras concepciones y saberes, y que son también, y quizá sobre todo, alteraciones de nuestras prácticas e instituciones, por ejemplo en nuestras prácticas relacionales respecto al género y en las instituciones que las enmarcan. También la subjetividad y las identidades se construyen y se definen modalmente. La intuición filosófica que se adumbra en la vía negativa que sugiero es que la percepción de la hiriente negatividad del daño ha podido ser, y ha sido, el proceso de descubrir que sufrimientos y penas como aquellos a los que empecé refiriéndome han operado como fulcros con los que alteramos nuestra concepción de lo que esas realidades mismas son y de lo que los sujetos somos en ellas y ante ellas.

Quizá cabe formular que esas formas de negatividad, de heridas, de condiciones y experiencias de desposesión y destrucción de personas y de mundos de vida a las que empezaba haciendo referencia no son tanto males -males inevitables en la vulnerable condición de los seres humanos- cuanto, sobre todo, daños. Los daños no son males pequeños, en los azares de lo cotidiano; a pesar de sus referencias jurídicas a los entramados de nuestras responsabilidades civiles que pueden sustanciarse con compensaciones, los daños como aquellos a los que me empezaba refiriendo son negatividad radical: son destrucción de vidas, son destrucción de mundos y tienen la misma hondura abismática que la que la religión y la filosofía le asignaron siempre al mal. Podemos pensar esas hirientes realidades como daños porque las concebimos y las experimentamos no tanto como realidades que nos suceden -aunque las padezcamos- sino como formas de sufrimiento y de devastación que están ligadas al entramado relacional de las acciones y de las omisiones humanas, que siempre pueden ser distintas a cómo han sido y son, y que reclaman acciones humanas, es decir, que son tareas: formulan requerimientos y demandas, articulan responsabilidades. Lo que señalo es que algunas realidades, las del daño, las de los daños, son la estofa de la ética; pero también que tampoco hay nada inevitable, dado por necesidad, en nuestra misma comprensión moral de ellas, aunque el verlas y vivirlas moralmente haya sido una adquisición y un logro. El tipo de necesidad práctica -que ha de ser otro el curso del mundo, otro el mundo para que esos daños no existan- no nos viene dado por ningún mandato externo, heterónomo, sino como una exigencia humana ante el daño que nos infligimos los humanos, como un mandato solo de nuestra autonomía. Ante los daños los humanos estamos solos, desnudos de dioses, de naturaleza y aún de las fuerzas de la historia que nosotros mismos hacemos.

Este arrancar, o liberar, los daños de sus justificaciones como realidades inevitables y necesarias, según dicte algún expediente heterónomo que nos rige inevitablemente desde fuera de nuestra desnuda condición humana, y el recomprenderlos y ubicarlos en el terreno de nuestras acciones -y, por ende, de nuestras omisiones-, de lo que hacemos y de lo que dejamos de hacer, es -como indicaba- concebirlos y vivirlos como tarea. Quizá lo segundo que se deriva de esta concepción del daño es que vivirlo desde la posibilidad negativa de su no ocurrencia no lo deja, o no debiera, dejarlo intocado. Las experiencias de daño contienen y formulan, para quienes las sufren, demandas diversas, la primera de ellas la de su cese; la segunda, encabalgada, la de su atención, su cuidado y su reparación; la tercera, la de su no reiteración. Como diré en seguida, esas demandas son gritos que se dirigen a quienes estamos en una posición distinta, a quienes podemos colaborar en su finalización, a atender a su reparación y cuidado, a formular y fortalecer el compromiso práctico de su no repetición.

Como indicaba al comienzo, las experiencias de daño se elaboran y conducen, o debieran hacerlo, hacia su clausura, al menos a su clausura potencial. La clausura del daño tiene formas diversas, pero las tres que acabo de indicar, el cese, el cuidado y la no reiteración son las centrales y las que dan concepto y nombre a la concepción del daño como tarea. Hay algo de paradójico, a veces contradictorio, o generador de perplejidad, de estas tareas del daño. El cese, ciertamente, se refiere a una acción, o al final de una acción, que se reclama para que aquel daño se detenga en el momento en el que ocurre: para que se detenga la guerra, para que pare la violencia sobre el cuerpo de la mujer, para que concluya la sangría de los cuerpos heridos o la de los perdidos en el mar. El cese se refiere a una realidad o a un hecho que está sucediendo, de manera momentánea o extendida, y que contiene ya una exigencia inmediata. La cura, el cuidado, se refieren, por el contrario, también a un hecho ya pasado, a aquel hecho ya pasado, y entiende, entonces, la clausura como la tarea de reparación y de atención a los cuerpos dolientes, a los mundos de vida devastados. Por su parte, la demanda de la no reiteración del daño se refiere no ya a aquello que sucede o a aquello que aconteció, sino a su tipo, a su clase. El grito del «¡Nunca más!», con el que Ernesto Sábato tituló su introducción al Informe de Comisión Nacional sobre la Desaparición de personas (CONADEP) de 1984 en Argentina, muestra un paradójico carácter de contrafáctico histórico a los daños reales acontecidos que ni pudieron detenerse entonces ni pudieron tampoco curarse ni atenderse. Pero es un contrafáctico concernido. Como los desaparecidos de otras dictaduras, como Auschwitz, como los asesinatos terroristas de marzo de 2004 en Madrid, como la vida arrancada de la mujer en cada acto de violencia de género, el grito para su no reiteración no se dirige a darle marcha atrás a la historia -aunque esa mirada benjaminiana esté siempre presente en nuestros lamentos y en nuestros anhelos- sino que expresa la demanda, y el compromiso -tenga este el alcance que podamos darle- a que ese tipo de acciones, de situaciones, de procesos no se repita en el futuro; porque sabemos que al igual que dolieron aquellos daños, dolerán en el futuro otros que se los asemejen. Esta dimensión temporal, hacia el ahora inmediato, hacia el pasado, y hacia el futuro de las tareas del daño, están referidas a ese daño, que lo toma como esa realidad o que la hace emblema y referencia. Y esas dimensiones temporales de las tareas del daño pueden entrar en tensión y entran en tensión: a veces la urgencia de la demanda de cese dificulta el cuidado, otras el cuidado ciega, o pospone, las tareas del futuro. Muchas veces, si no siempre, la clausura del daño llega desgarradora e irreparablemente tarde. La negatividad del daño sufrido no se sutura en el cuidado, el mundo quebrado no se restaura con los deseos ni con las curas, o los compromisos morales solo nos permiten quizá ensoñar que sería deseable, que hubiera sido deseable, que todo será finalmente restaurado. La clausura a la que tienden las tareas del daño nunca se cierra.

He estado empleando en este texto de manera reiterada un «nosotros», un pronombre en primera persona del plural que es peligroso, a pesar de su virtud, quizá solo retórica, de anclar las referencias empleadas a su comunidad de lectores. He tenido, no obstante, cuidado de no referirnos como sujetos primeros de las experiencias de daño; no lo somos, aunque algún lector, y sobre todo alguna lectora, pueda ubicarse sin dificultad en la condición sufriente de algunos daños. Lo indico como entrada en el segundo retazo de reflexión que quisiera presentar: pensar el daño como una experiencia relacional, y relacionalmente elaborada, que contiene posiciones diversas, que son asimétricas y que contienen autoridades epistémicas y morales diferentes, cada una de las cuales tiene responsabilidades y cargas diferenciadas. En los términos que venía empleando, las tareas del daño, de su elaboración, de su cese, de sus compromisos, son, más que un monólogo del espíritu, y aún del cuerpo doliente de la humanidad, un proceso de voces y de posiciones diversas que se entrecruzan y que a veces se encuentran y otras permanecen en el desacuerdo y el conflicto.

He estado evitando el uso de un término, el de víctima, que se ha hecho sorprendentemente sospechoso en nuestra cultura, tan fuertemente espectacularizada, y que ha tendido a usarse como un privilegio o una coartada, incluso como una coartada del poder y aún de la agresión que se disfraza, por ejemplo, como defensa de la víctima. Judith Shklar, la atenta historiadora liberal de la política, que fue de las primeras el siglo pasado en poner la atención sobre la fuerza normativa de la perspectiva de las víctimas, señalaba también lo difícil que es pensar y comprender su condición.1 J. Shklar, “Putting cruelty first”, en Ordinary Vices, Harvard Univesity Press, 1984, 7-44. En España, Manuel Reyes Mate, en un marco filosófico diferente, ha señalado también esa centralidad.2 M. Reyes-Mate, La razón de los vencidos, Anthropos, 1991 y Tratado de la injusticia, Anthropos, 2011. Aunque sea inevitable, es difícil pensar su condición, no solo, quizá, por la demasiado fácil sospecha sobre ellas por su fácil manipulación o uso, sino porque quien sufre daños se encuentra en una contradictoria posición de fortaleza epistémica -la de poder enunciar que ese es su daño- y de debilidad normativa ante las fuerzas que la han sumido en esa condición y que pueden, a la vez, manipularla. Quizá por ello, las víctimas mismas, por ejemplo las mujeres que han sufrido violaciones, como Susan Brison3 S. Brison, Aftermath: Violence and the remaking of the self, Princeton University Press, 2002. o como Linda Alcoff4 L. Alcoff, Violación y resistencia, Prometeo Libros, 2021. -por mencionar solo a dos filósofas que han sufrido ese daño y han reflexionado sobre él-, se resisten al uso de un término, el de víctima, que tiende a concebirlas y anclarlas en una actitud de pasividad y prefieren -señalan y reclaman- concebirse como supervivientes. Porque enuncian su daño, fomentan la conciencia de su relevancia y reclaman justicia, no son víctimas pasivas, sino agentes activas de la clausura de su daño y de la clausura de ese tipo de daño. Pero quizá la sospecha ante el término y ante quien reclama esa condición venga, precisamente, de su fuerza, de su potencia normativa que señalaban Shklar y Reyes Mate. La posición de la víctima, cuando lo es, no es una posición de reclamo de poder ni de identidad; la víctima no querría ser tal, rechaza el serlo, como acabo de indicar con las víctimas de violencia de género. No busca el poder o la ventaja que le pudieran dar su condición, sino la fuerza demandante de su clausura. Tiene, sí, un privilegio posicional que es una carga, pero que es la fuente de su autoridad normativa. Es quien formula el testimonio y el grito del cese, quien reclama la clausura de la ayuda y la de la reparación; es su posición la que da fuerza, incluso en la derrota irreparable, a la demanda de ese daño no se repita. Su posición y su demanda se dirigen, primero, como acusación, como interrogación, como demanda de comprensión -pues el daño es inmediatamente incomprensible y puede ser la destrucción inmediata de toda una vida y de todo un mundo de vida- a quien causó el daño, por acción inmediata, por inacción cómplice, por mera desatención.

Pero también, su demanda se dirige a otros, a las terceras figuras que pudieran atenderla, recibirla y darle respuesta. Las terceras figuras somos, entre otros, nosotros, los que vemos el daño, los que atendemos el daño, los que pensamos el daño. Podemos tener formas diversas, como apuntaba antes: somos, en nuestras profesiones y actividades, en nuestros saberes y en nuestros lugares sociales, especialistas en cada uno de los fragmentos de nuestras sociedades institucional y epistémicamente complejas y diferenciadas; desde cada una de esas posiciones narramos el daño, o lo representamos, o lo analizamos, o lo juzgamos, o lo atendemos, o lo curamos. O, sencillamente, y fuera de nuestros saberes, instituciones y prácticas diferenciadas, somos ciudadanas y ciudadanos que practican cercanías o distancias, concernimientos o desatenciones, que asumen o desconsideran los daños que ven, o los que no ven, o los que no quieren ver. Las víctimas, las supervivientes, reclaman, quizá lo primero, atención -la atención de ser percibidas, pero también la atención de ser atendidas- y sabemos que, por el contrario, la desatención es, con frecuencia, un segundo daño que acumula silenciamientos y exclusiones, lo que Miranda Fricker ha llamado injusticias epistémicas.5 M. Fricker, Injusticia epistémica, Herder, 2017. Y las terceras figuras, nosotros, ese nosotros que antes calificaba de peligroso, es un lugar cargado también de fuerza normativa, pues es, al cabo, el sujeto de la justicia. Atender los daños, participar en su tarea, puede y debe ser pensado como una forma de justicia: como la justicia que protege, como la justicia que repara, como la justicia que establece las condiciones de la no reiteración del daño. Con una metáfora gramatical cabe decir que la justicia se declina y que se diferencian y especifican los diversos casos y formas de la justicia en cada uno de los tipos de daños de los que partíamos, los de las violencias bélicas y los de género, los de las exclusiones y los de las desposesiones. Las tareas de la justicia, las tareas de esos daños, se difractan y adquieren precisiones, pero cuyo horizonte normativo no debe ser perdido de vista. Ese horizonte es, de nuevo, la de percepción de cada daño y el de las formas de su clausura.

Pero las figuras que intervienen en la realidad de los daños ni son iguales ni están ubicadas en una relación de simetría. Poseen fuerzas y posiciones diferenciadas que conllevan diversas autoridades con las que portan diferentes demandas y con las que responden; por ello, también están cargadas de irremplazables responsabilidades distintas. Y la atención que reclama la figura de la víctima no se corresponde, con frecuencia, a la que pueden suministrarle las terceras figuras, pero, sobre todo, parece que en hay aquí una asimetría casi radical. Con frecuencia la devastación de la víctima y de su mundo es, como señalaba Améry, total; su demanda de clausura es, pues, también total. Pero sabemos, por ejemplo por los procesos de justicia transicional, pero también por las maneras en las que los daños cercanos son atendidos, cuando lo son, que las formas de atención a las víctimas -de atención-perceptiva y de atención-cuidado, como he señalado-, en la escucha, en la reparación, son diferenciadas y parciales. La demanda holista de la clausura del daño se encuentra con la respuesta diferenciada y parcial -declinada, decía hace un momento- para su clausura. Hay un límite estructural, pues, en los trabajos y las tareas de las formas de justicia y de atención. Un límite que deja abierto el daño, que deja inconclusa su tarea.

Y quizá deba concebirse exactamente así, dada la fuerza de su misma realidad negativa. Los daños son rupturas en el tejido de las realidades personales y sociales y las tareas de reparación, de sutura, difícilmente pueden ser pensados como compensaciones totales, aunque intenten ser también holistas. Eso deja necesariamente abiertas las tareas del daño. Quedan abiertas en el tiempo, pues los trabajos de la clausura reabren los espacios y los tiempos de la memoria, que se plaga también de tareas y contradicciones, las del recuerdo y las del olvido; pero también temporalmente abiertas a las formas futuras de qué hacer con las vidas y las condiciones de vida devastadas, con sus también contradictorias tareas de lo que es irreparable y de lo que puede y no puede serle prometido a quien sufrió; y, abiertas también, al futuro pues los compromisos de la no reiteración del daño significan, en muchos casos, alteraciones radicales de nuestras formas de vida y de nuestras instituciones que se topan con inercias, rechazos y resistencias. Dadas estas dificultades no es, tal vez, de extrañar que empiece a sobrevolar en nuestras sociedades un expediente más simplificador, que cabe pensar como una amenaza ante la memoria del daño y ante su percepción: el de negar los daños mismos, el de rechazar sus tareas, el de estorbar y desdeñar su percepción. Las formas de negación del daño -de todas las formas del daño, las bélicas y las de la violencia de género, las desposesiones- son plurales y sus razones y causas diversas, pero quizá cabe resumirlas en el rechazo al carácter performativo del daño mismo, a lo que expresa y a lo que demanda. Negar es la gran forma de simplificar, anulándola, esa demanda.

Paso a enunciar, brevemente, el tercer retazo de esta reflexión sobre el daño y sus tareas. Las tareas del daño tienen, junto a los señalados, otros dos aspectos: en primer lugar, como estaba empezando a deslizar, tienen un rostro inmediatamente político; en segundo lugar, los daños nos sitúan, en los espacios políticos, en esa peculiar posición de exigencia de otra manera -contrafáctica la he llamado- de concebir el mundo y nuestras acciones en el mundo. En efecto, las realidades del daño remiten, de formas diversas, a sustratos estructurales de poder y de desigualdad. Tras todos los casos que enumeré al comienzo de mi intervención hay estructuras y procesos que están en las raíces de esos daños. Las violencias bélicas y de género, las masivas y crecientes formas de la desigualdad en las escalas cercanas y en las mundiales, las exclusiones y las desposesiones que se agudizan, remiten todas a estructuras ante las cuales las posibles tareas del daño, sobre todo en lo que a su dimensión de futuro se refiere, reclaman percibir y construir posibilidades de acción y, por ende, programas de intervención. Incluso, como apuntaba, la manera más expedita de solventar la compleja condición de asumir las tareas del daño es negarlos, rechazarlos como cuestión moral y como cuestión política y presentarlos como si no lo fueran: los daños de la guerra se vuelven a presentar con la fuerza de la respuesta inevitable; los daños de la violencia de género se nos descubren, casi obscenamente, como una fantasmagoría culturalmente inducida; los daños de la exclusión, a lo sumo, solo son concebidos como el resultado indeseado y menor de los ejercicios de la libertad personal. Tales argumentos son una forma agresiva de política. No es por reaccionar a estas formas, a su vez reactivas, de desactivación de los contenidos, políticos porque normativos, de la percepción de los daños y de sus tareas, sino porque, como indicaba, esas tareas implican compromisos estructurales ante ellos, es pertinente recordar este carácter político de la reflexión que he propuesto.

Y este carácter político, como he señalado, tiene el sentido de oponerse a los hechos de las realidades, recurrentes, persistentes, de las estructuras y de las acciones que dañan. Judith Shklar, a quien antes mencioné, quizá complementando o corrigiendo a su amigo John Rawls, apuntó cómo el sentido de la injusticia acrisola nuestro sentido de la justicia y es más perceptivo y agudo que este. En los términos que he empleado, la demanda contrafáctica de otro curso del mundo -de que pudiera haber sido otro el curso del mundo, de que es menester que lo sea- para que los daños se clausuren, cesen, se reparen y no se reiteren tienen un carácter disidente con el que quisiera concluir. Como recordamos, el imperativo de la disidencia era uno de los lemas centrales de la reflexión ética de Javier Muguerza6 He analizado recientemente el imperativo de la disidencia en, C. Thiebaut: “Regreso al imperativo de la disidencia de Javier Muguerza: Una reivindicación”, Alfa, 37 (2021) 68-93.. Lo único que añadiría ahora a su lema es que la realidad de los daños -su realidad real, es decir, su realidad que solo puede aprehenderse normativamente- es la que fundamenta esta necesaria disidencia.

NOTAS

 
*

Se recoge aquí, ligeramente editado, el texto leído en el acto de las XXVII Conferencias Aranguren.

1

J. ShklarShklar, J. (1984), “Putting cruelty first”, en Ordinary Vices, Harvard Univesity Press, 7-44., “Putting cruelty first”, en Ordinary Vices, Harvard Univesity Press, 1984, 7-44.

2

M. Reyes-Mate, La razón de los vencidos, Anthropos, 1991Reyes-Mate, M. (1991), La razón de los vencidos, Anthropos. y Tratado de la injusticia, Anthropos, 2011Reyes-Mate, M. (2011), Tratado de la injusticia, Anthropos..

3

S. BrisonBrison, S. (2002), Aftermath: Violence and the remaking of the self, Princeton University Press., Aftermath: Violence and the remaking of the self, Princeton University Press, 2002.

4

L. AlcoffAlcoff, L. (2021), Violación y resistencia, Prometeo Libros., Violación y resistencia, Prometeo Libros, 2021.

5

M. FrickerFricker, M. (2017), Injusticia epistémica, Herder., Injusticia epistémica, Herder, 2017.

6

He analizado recientemente el imperativo de la disidencia en, C. ThiebautThiebaut, C. (2021), “Regreso al imperativo de la disidencia de Javier Muguerza: Una reivindicación”, Alfa, 37, 68-93.: “Regreso al imperativo de la disidencia de Javier Muguerza: Una reivindicación”, Alfa, 37 (2021) 68-93.

BIBLIOGRAFÍA

 

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Brison, S. (2002), Aftermath: Violence and the remaking of the self, Princeton University Press.

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