ISEGORÍA. Revista de Filosofía moral y política, N.º 66
enero-junio,  2022, e16
ISSN-L: 1130-2097 | eISSN: 1988-8376
https://doi.org/10.3989/isegoria.2022.66.16

BIENES COMUNES / COMMON GOODS

ARTÍCULOS

Thomas Hobbes y la distinción entre propiedad estatal, individual y común*El autor desea dar las gracias a sus compañeras de Zoocánica S. Coop., y de las entidades cooperativas que la han puesto en marcha, porque con su trabajo hacen posibles este y otros proyectos de investigación científica y tecnológica desde el ámbito de la economía social, apostando por un modelo de transferencia basado en el interés público y la transformación del tejido productivo. Asimismo, desea reconocer expresamente la importancia que han tenido para la redacción de este artículo las conversaciones sobre lo común y lo propio con el profesor Juan Carlos Utrera García.

Thomas Hobbes and the distinction between State, individual and common property

Miguel León Pérez

BioCoRe S. Coop.

https://orcid.org/0000-0003-2556-4980

Resumen

La filosofía jurídica de Hobbes tiene la particularidad, dentro del paradigma liberal, de que al tratar el derecho de propiedad individual como un derecho condicional derivado del derecho absoluto de propiedad que tiene el Estado, reconoce explícitamente la propiedad común, la estatal y la individual como tres realidades jurídicas diferentes. Al establecer el lugar que ocupan las referencias puntuales de Hobbes a la propiedad común dentro de su filosofía jurídica, es posible convertir el pensamiento de este autor clásico en una herramienta teórica muy útil para pensar las posibilidades y los límites de una estrategia política que apueste por la propiedad común contra la propiedad estatal.

Palabras clave:  
Bienes comunes; propiedad; economía política; filosofía jurídica; teoría del Estado.
Abstract

Within the paradigm of political liberalism, Hobbes’s legal philosophy has the peculiarity that individual property rights are treated as conditional and derived from the State’s absolute property rights, and thus common, State and individual property are explicitly recognised as three different juridical realities. Through determining the place that Hobbes’s few references to common property hold within his legal philosophy, it is possible to turn the thought of this classic author into a very useful theoretical tool for thinking the possibilities and limits of a political strategy betting for common property against State property.

Keywords:  
Common goods; property; political economy; legal philosophy; State theory.

Recibido: 19  septiembre  2021. Aceptado: 22  febrero  2022.

Cómo citar este artículo/Citation: León Pérez, Miguel (2022) "Thomas Hobbes y la distinción entre propiedad estatal, individual y común". Isegoría, 66: e16. https://doi.org/10.3989/isegoria.2022.66.16

CONTENIDO

1. INTRODUCCIÓN: LAS «ASUNCIONES SOCIALES» DE HOBBES Y EL FUNDAMENTO IUSNATURAL DE LA PROPIEDAD PRIVADA

 

En su ensayo ya clásico sobre el «individualismo posesivo» en el pensamiento político inglés entre los siglos XVII y XIX, C. B. Macpherson (cf. 1962)Macpherson, Crawford B. (1962). The Political Theory of Possessive Individualism: from Hobbes to Locke. Oxford: Oxford University Press, 1990. señala la filosofía política de Hobbes, refiriéndose fundamentalmente a Leviathan1En lo que se refiere a las obras de Thomas Hobbes se opta por utilizar un sistema de citas que, por un lado, asigna a cada obra una abreviatura y, por otro, referencia su contenido siguiendo una estrategia que permita, en la medida de lo posible, cotejar las citas con independencia de la edición concreta manejada por la persona que lee. Elements of Law (EoL): Se indica el capítulo en romanos y parágrafo en arábigos (por ejemplo, EoL, V.4 se refiere a Elements of Law, capítulo quinto, cuarto parágrafo). Las tres Secciones de los Elementa Philosophiae, que son De Corpore (DC), De Homine (DH) y De Cive (DC): El capítulo se indica en romanos y el parágrafo en arábigos (por ejemplo, DC, X.1 se refiere a De Cive, capítulo décimo, primer parágrafo). Cuando esto no sea posible, como sucede en las Epístolas dedicatorias y los Prefacios, cito la página de la edición manejada. Leviathan inglés (LEV-E): Se indica el número de capítulo en romanos seguido de la página de la edición Head (por ejemplo, LEV-E, VI p. 26 se refiere al Leviathan inglés, capítulo sexto, página 26 de la edición Head)., como un primer hito en la secuencia histórica de consolidación de esa forma de comprender y explicar la relación entre lo jurídico y lo económico, de la cual también se coligen estrategias hegemónicas de intervención práctica en el proceso de reproducción del orden social.

Macpherson razona en los siguientes términos: Parte de la afirmación general de que cualquier reflexión sobre el funcionamiento de la sociedad, por más atemporal y abstracta que se quiera2Hobbes plantea explícitamente que no quiere hablar de ningún Estado en concreto ni de las leyes vigentes en ningún lugar (cf. DC, p. 83; LEV-E, XXVI p. 136)., inevitablemente está atravesada por «asunciones sociales» implícitas, inconscientes, propias de su tiempo y circunstancias (cf. ibid., pp. 4-8). A partir de esa premisa metodológica plantea que, en el caso de Hobbes, esas «asunciones sociales» se ponen especialmente de manifiesto en su despliegue de la hipótesis del estado de naturaleza, pues esta se refiere no a una situación en la que el Estado no existe todavía sino a una situación en la que el Estado ha desaparecido de forma repentina (cf. ibid, pp. 22, 30). Por lo tanto, la secuencia deductiva que construye Hobbes del derecho natural a las leyes naturales, y de estas a la institución necesaria de una autoridad soberana absoluta, constituye el punto estratégico sobre el que debe centrarse una interpretación crítica (cf. ibid., p. 34).

Dada la potencia hermenéutica de este planteamiento, y la relevancia de sus implicaciones, no puede menos que sorprender el hecho de que, llegado el momento de desplegar efectivamente el análisis de esas evidencias concretas del «individualismo posesivo» hobbesiano, Macpherson no señale la que a mi juicio es la muestra más flagrante de que para Hobbes el derecho de propiedad es de carácter primordialmente individual: la ley natural derivada según la cual lo que no puede ser dividido debe ser compartido, y lo que no pueda ser dividido ni compartido debe ser sorteado (DC, III.16-17; LEV-E, XV pp. 77-78). Hobbes no pone ejemplos concretos sobre qué tipo de objetos son o no son divisibles, pero sí refiere tanto al derecho de herencia de los primogénitos como a formas de distribución colectiva por sorteo (cf. DC, IX.15-18; LEV-E, XV p. 78; DPS, p. 140).

Me parece que esta ley natural constituye una contundente evidencia en favor de la tesis de Macpherson, y que su omisión por parte de este intérprete constituye un defecto significativo, porque introduce un criterio de prioridad, dividir antes que compartir, en el que inevitablemente resuenan los cercamientos de tierras del período inmediatamente anterior a la guerra civil inglesa. Cercamientos que son fundamentales para la acumulación originaria de capital en Inglaterra y para la transformación de la estructura social inglesa que explica en parte las turbulencias políticas que marcan la historia del país entre 1642 y 1688 (cf. Marx, 1867-72-83-90, pp. 895Marx, Karl (1867-72-83-90). El Capital. Libro Primero. Ed. y Trad. de P. Scarón. México D. F.: Siglo XXI, 2005. y ss.; Hill, 1961, pp. 18, 23-26Hill, Chirstopher (1961). The Century of Revolution, 1603-1714. 2ª Ed. Londres/Nueva York: Routledge, 2002. ; Moore, 1966, pp. 8-11Moore, Barrington (1966). Social Origins of Dictatorship and Democracy. Lord and Peasant in the Making of the Modern World. Middlesex: Penguin University Books, 1974.).3A juicio de Macpherson (cf. 1962, pp. 35-38), la prueba textual más significativa del individualismo posesivo de Hobbes se encuentra en las referencias de Leviathan al carácter mercantil y al precio del trabajo humano (cf. LEV-E, X p. 42, XXIV p. 127). Sin embargo, en mi opinión, el pasaje del capítulo X de Hobbes sobre el precio del trabajo es más interesante por aquello que lo distancia del pensamiento liberal posterior que por aquello que tienen en común. En este sentido, es muy significativo que las reflexiones de Hobbes sobre la determinación social, mercantil, del valor individual están planteadas como una forma particular, específica, ocasional, de expresión del honor, porque me parece que tal enfoque es coherente con el propósito último del rudimentario pensamiento económico de Hobbes, al cual me referiré con algo más de detalle a lo largo de estas páginas: mostrar que las relaciones económicas, aunque tengan su origen en el derecho contractual que funda la ley natural, no se pueden desarrollar en el estado de naturaleza sino que son necesariamente efecto de la institución del Estado civil.

Ahora bien, al formular esta ley natural Hobbes también reconoce que hay cosas, objetos del deseo humano, que no pueden ser divididos y que deben ser compartidos, por lo que quizás haya que matizar la afirmación de Elinor Ostrom sobre cómo el estado de naturaleza hobbesiano constituye «el prototipo de la tragedia de los bienes comunes» (cf. Ostrom, 1990, p. 2Ostrom, Elinor (1990). Governing the Commons. The Evolution of Institutions for Collective Action. Cambridge: Cambridge University Press.).

«Las cosas que no pueden dividirse deben usarse en común» (DC, III.16). El matiz decisivo está en el «puede», que es fundamentalmente técnico. Se ha convertido en un criterio de razón la preferencia de lo propio frente a lo común, y por lo tanto la imposibilidad de aplicar esa ley natural derivada solo es en principio admisible cuando se debe a la incapacidad objetiva, con arreglo a los conocimientos y las tecnologías disponibles, de mensurar y fraccionar un objeto sin que pierda sus propiedades útiles. Sin embargo, como se ha señalado, Hobbes considera racionalmente admisible la conservación de pautas consuetudinarias de transmisión de la herencia según las cuales un objeto técnicamente divisible, por ejemplo una porción de tierra, queda exclusivamente en las manos del primogénito. Por lo tanto, la determinación de lo que es o no es fraccionable no se rige por criterios exclusivamente técnicos, sino que también está sujeta a los usos y costumbres imperantes en un contexto social determinado.

El propósito de estas páginas es definir, dentro de la filosofía política hobbesiana, qué lugar ocupa ese reconocimiento explícito de la existencia de «lo común». El interés de esta cuestión no es meramente doxográfico sino que presenta cierta relevancia para la reflexión política contemporánea sobre el problema de los bienes comunes porque Hobbes, al tratar el derecho individual de propiedad como un producto de la legislación civil, distingue la propiedad común de la propiedad estatal, y ambas de la propiedad privada. Si esa distinción se pone en relación con otros dos aspectos cruciales de la teoría jurídica hobbesiana, concretamente con los límites que tiene el derecho para moldear la economía y con el margen para la desobediencia que dejan las leyes naturales, la filosofía política de Hobbes se convierte en una herramienta teórica muy útil para pensar, sin utopismos, la propiedad común contra la propiedad estatal.

La exposición se estructura del modo siguiente: En primer lugar, se estudian las implicaciones de la hipótesis del estado de naturaleza y se muestra que, para Hobbes, la emergencia de un soberano absoluto presupone e implica la disolución de lo común. A continuación, y puesto que la hipótesis del estado de naturaleza y la teoría de la génesis del Estado por institución son de carácter ahistórico (cf. DC, VIII.1), se consideran los argumentos de Hobbes sobre la génesis real del Estado y su relación con la definición de los derechos de propiedad; al hilo de eso también se apunta que Hobbes reconoce implícitamente la imposibilidad de que la legislación civil subsuma por completo el orden económico. En tercer lugar, a modo de conclusión, se plantea la cuestión de si, dentro del esquema iusfilosófico hobbesiano, es posible la reivindicación de lo «común».

2. ESTADO DE NATURALEZA Y DISOLUCIÓN METÓDICA DE LO COMÚN

 

La gran innovación metodológica, el gran giro argumentativo en virtud del cual Hobbes se ha convertido en una figura de primer orden en la historia del pensamiento político moderno, radica en la conceptualización del «estado de naturaleza» (statum naturae o state of nature). Desde el punto de vista de la polémica política en la cual el planteamiento de Hobbes se inserta, su argumentación es de una agudeza notable: concede a quienes defendían posiciones democráticas que toda autoridad proviene de un acto voluntario de sujeción, pero pone esa premisa al servicio de una defensa firme de la monarquía absoluta, dotándola de un fundamento muy diferente de los tradicionalmente referidos, esto es, el derecho divino de los reyes y la necesidad de replicar en el Estado el orden «natural» de la familia, contrarrestando asimismo la potencia política de la crónica histórica (cf. Foucault, 1997, pp. 77-96Foucault, Michel (1997). «Il faut défendre la société». Cours au Collège de France (1975-1976). Paris: Gallimard/Seuil.).

Como han apuntado ya varios intérpretes de la obra de Hobbes (cf. Goldsmith, 1966, p. 85Goldsmith, Maurice M. (1966). Hobbes’s Science of Politics. Nueva York: Columbia University Press.; Zarka, 1987, pp. 36-58, 66-69Zarka, Yves Charles (1987). La décision métaphysique de Hobbes: conditions de la politique. 2ª Ed. aumentada. Paris: Vrin, 1999.), desde un punto de vista metodológico la teoría del estado de naturaleza implica la trasposición a la filosofía civil de la hipótesis aniquilatoria de la que Hobbes hará uso en De Corpore (cf. DCo, I.3, VII.1), y que ya se encuentra en los Elements of Law y en el Anti-White. Ahora bien, a mi juicio, la evidencia de la unicidad del método hobbesiano no se restringe a la trasposición metodológica de la annihilatio mundi bajo la forma de la hipótesis del estado de naturaleza, sino que atraviesa y determina el conjunto de su filosofía civil, y este artículo me permitirá proporcionar algunas evidencias a ese respecto. El «método geométrico» que dota de unidad al «sistema de ideas» (cf. Watkins, 1965Watkins, John (1965). Hobbes’s System of Ideas. 2ª Ed. rev. Aldershot/Brookfield: Gower, 1989.) hobbesiano no es solo ni fundamentalmente expositivo, no se reduce al pulcro encadenamiento de definiciones y silogismos, sino que es ante todo un método de investigación basado, por decirlo de algún modo, en la «operacionalización geométrica» del objeto de estudio. Esta operacionalización supone, en primer lugar, la identificación, en el objeto, de su elemento constitutivo más simple, que cumplirá un rol análogo al del punto en la peculiar geometría hobbesiana.4Para una presentación exhaustiva de la geometría hobbesiana, véase el estudio de Douglas M. Jesseph (cf. 1999). Una vez identificado ese elemento simple, se construye, se demuestra geométricamente, la composición de los elementos más complejos a partir de la introducción del movimiento como causa de todo cambio, igual que en la geometría hobbesiana la línea es producida por el movimiento de un punto, y la superficie es producida por el movimiento de la línea (cf. DCo, VIII.12).

El punto contiene lo mínimo imprescindible para poder formarse una idea de algo exterior independiente de uno mismo: un cuerpo que no es indivisible sino indiviso, un cuerpo cuya magnitud no se considera (cf. DCo, VIII.12, XV.2). Con el conato, la unidad mínima de la física, sucede lo mismo: un movimiento menor que el que se puede determinar en cualquier medida concebible de espacio y de tiempo (cf. DCo, XV.2). ¿Cuál es el elemento simple en la filosofía civil? El individuo humano, el «cuerpo animado y racional», concebido como un cuerpo indiviso y que se mueve, y como un cuerpo cuya magnitud no se considera. En otras palabras, como un cuerpo que desea.5Aunque poco frecuente en los estudios hobbesianos, donde predomina la línea interpretativa que va de Leo Strauss (cf. 1936) a Quentin Skinner (cf. 1969; 1996; 2008) y por tanto se tiende evitar deliberadamente el tratamiento sistemático de la obra de Hobbes, existe algún estudio en el que se ha señalado el paralelismo metodológico entre la identificación del punto como elemento geométrico más simple y la identificación del individuo como «materia» elemental del Estado (cf. Watkins, 1965, p. 34). Lo que Watkins no termina de precisar es la diferencia entre el individuo, como cuerpo, y la persona, como representación jurídica que ese cuerpo se forma de sí mismo y de sus congéneres. Es una distinción para la que resulta crucial la teoría hobbesiana de la autorización (cf. LEV-E, XVI pp. 80-83; Zarka, 1987. pp. 337-338), y que por razones de extensión no puedo tratar aquí de forma pormenorizada.

El movimiento de cada individuo en el estado de naturaleza queda reducido a su expresión puramente geométrica: un punto que se mueve sobre un plano. Igual que el punto no es indivisible sino indiviso, el movimiento del individuo, su acción de apetecer o aborrecer cada cosa en cada momento, no es un movimiento homogéneo, sino la resultante de una composición de conatos, modulados con mayor o menor acierto por la razón. Tal urdimbre de conatos al interior de cuerpo es obviada, sin embargo, por dos razones.

Por un lado, porque la formación interna de los apetitos de cada individuo es inaccesible a los demás como consecuencia de la doble mediación que separa nuestro conocimiento de las cosas exteriores (de la cosa a la sensación, y de la sensación al lenguaje). Esta doble separación epistemológica se traduce, en las relaciones intersubjetivas, en una incomunicabilidad de partida que explica la incertidumbre del estado de naturaleza. El único recurso que permite desenvolverse en ese espacio social atomizado es la introspección sincera, a partir de la cual se imputa a los demás un proceso deliberativo análogo al que uno mismo experimenta, lo cual da pie a suponer que las formas de objetivación racional del significado de lo bueno y lo malo que son eficaces para nosotros mismos también lo serán para el resto (cf. DC, p. 82; LEV-E, Int p. 2; DCo, VI.7; Strauss, 1936, pp. 6-7Strauss, Leo (1936). The Political Philosophy of Hobbes: Its Basis and its Genesis. Trad. de Elsa M. Sinclair. Chicago: University of Chicago Press, 1996.; Watkins, 1965, pp. 69-72Watkins, John (1965). Hobbes’s System of Ideas. 2ª Ed. rev. Aldershot/Brookfield: Gower, 1989.; Zarka, 1987, p. 67Zarka, Yves Charles (1987). La décision métaphysique de Hobbes: conditions de la politique. 2ª Ed. aumentada. Paris: Vrin, 1999.).

Por otro, porque es necesario, y epistemológicamente legítimo, introducir un corte operativo en la cadena interminable de causas segundas. Igual que en la física a todo cuerpo se le imputa un conato, sin detenerse en principio a considerar la casuística de su composición interna, a todo individuo en el estado de naturaleza se le imputa un movimiento voluntario, sin detenerse a considerar cuál es su composición interna, incluso si esta resultase perfectamente inteligible para el observador externo.

Así, el resultado paradójico de un método cuya función primordial es la de garantizar un uso correcto de la razón es que, mediante la operacionalización geométrica de la conducta del individuo humano, que podría quedar sintetizada bajo la fórmula homo homini punctum, no se le atribuye al carácter racional del ser humano una importancia sustantiva sino más bien al contrario. Un individuo concebido como un punto es indistinguible de una bestia: un cuerpo que se mueve según apetitos y aversiones cuya composición interna, modulada por la razón, ignoramos. El aforismo «homo homini lupus» no es, por tanto, una simple metáfora sino una hermosa síntesis de las implicaciones del método: la diferencia, en el estado de naturaleza, entre un ser humano y un lobo es tan ínfima que es irrelevante.

Asimismo, la razón por la que en el estado de naturaleza el individuo humano es un cuerpo cuya magnitud no se considera reside en la igualdad natural. La peculiaridad del argumento hobbesiano es que esa igualdad no se afirma de modo absoluto, sino a pesar de las posibles diferencias de fuerza, habilidad e inteligencia. Lo que ocurre es que esas diferencias, aun existiendo, no son determinantes, porque frente a ellas pesa más la igual fragilidad de los individuos humanos en cuanto cuerpos, en la extraordinaria facilidad con la que un daño físico, intencional o accidental, proveniente de otro humano o de cualquier otro cuerpo, puede poner fin a la propia vida (cf. DC, I.3; LEV-E, XIII p. 60).

Ahora bien, decir que los individuos en el estado de naturaleza son objetivamente iguales no es lo mismo que plantear que los individuos en el estado de naturaleza se perciben a sí mismos como objetivamente iguales, cosa que de hecho es posible pero no segura (cf. DC, I.3, II.1 n.1, XIII.3; LEV-E, XIII pp. 60-61, XV pp. 76-77). Así, mientras que los actos voluntarios del individuo pueden ser objetivamente descompuestos en los diferentes conatos que los generan, pero en el estado de naturaleza los individuos generalmente no perciben ese proceso de composición, los individuos son objetivamente iguales en el estado de naturaleza, pero en tal estado los individuos generalmente no perciben esa igualdad natural.

Así las cosas, y aunque pudiera parecer en primera instancia paradójico, la necesidad racional de alcanzar un pacto político, que funda un Estado civil, se colige de la intervención de dos pasiones: la vanagloria y el miedo.

La «vanagloria» (gloria, vaine-glory) es un placer relativo «a la mente» (cf. DC, I.2), suscitado por la percepción del propio poder frente al de los demás (cf. ibid, loc. cit.; LEV-E, VI pp. 26-27, XI p. 49), que tiene más que ninguna otra el efecto de distorsionar el cálculo racional de lo útil. Lo significativo de la vanagloria es que, constituyendo una distorsión del cálculo racional, es al mismo tiempo una pasión resultante del propio modo de operar de la razón. La razón, para calcular, representa geométricamente, relaciona y compara. Sin embargo, la determinación de los objetos de cálculo requiere establecer no solamente relaciones de igualdad, que no exponen por sí mismas ninguna cantidad, sino también de exceso y de defecto (cf. DCo, XI.3, XII.8). Por lo mismo, para el correcto cálculo de la acción social es necesario conocer la magnitud del propio poder por comparación con el poder de los demás, es decir, es preciso determinar, por exceso y por defecto, cuánto puede cada cual frente al resto.

Ahora bien, en el estado de naturaleza los individuos se encuentran en una situación de igualdad radical en la que es imposible fijar las relaciones de preeminencia, y por lo tanto es imposible el cálculo. Ante la imposibilidad de determinar objetivamente, según relaciones de proporcionalidad, el poder de cada cual respecto al poder de los demás, aparece la determinación subjetiva: cada cual considera que sus cualidades son sobresalientes y espera de los demás que den esa estimación por buena, y en ello consiste precisamente la vanagloria, en la pretensión de cada cual de imponer a los demás su propio criterio acerca de sí mismo (cf. DC, I.2; LEV-E, XIII p. 61). Cada individuo podría llegar a reconocer racionalmente la situación de igualdad natural en la que se encuentra frente a todos los demás. Pero, como la razón humana es falible (cf. DC, II.1 n. 1), nada garantiza que todos los individuos vayan a llegar a esta conclusión, y además reconocer la igualdad natural no altera en absoluto el problema de fondo: sin desigualdad no hay cálculo posible. Por eso los contratos en el estado de naturaleza están aquejados de una provisionalidad total: ningún individuo se puede fiar completamente de la racionalidad de los demás, y ningún árbitro puede poner remedio al obstáculo estructural que la igualdad natural representa para la capacidad de cálculo. Por lo tanto, la igualdad natural da pie a una situación de permanente incertidumbre, de miedo (cf. DC, II.4, 11; LEV-E, XIII p. 61, XIV p. 68).

En definitiva, en el estado de naturaleza es imposible determinar lo justo y lo injusto porque cada individuo, ejerciendo su autoridad natural, pretende con derecho definir ambos según su propio criterio. Por consiguiente, al pasar del estado de naturaleza al Estado civil, la autoridad absoluta artificialmente instituida debe determinar lo justo y lo injusto. Ahora bien, como el conflicto en el estado de naturaleza es el resultado de la divergencia o contraposición de deseos, resulta que «todas las cuestiones jurídicas» (omnibus quaestionibus juris) (DC, XVII.6) remiten en última instancia a la determinación y protección de «lo mío y lo tuyo» (meum et tuum o mine and thine), es decir, de todo aquello que cada súbdito puede disfrutar o hacer sin que sus conciudadanos interfieran. Remiten, pues, a la definición de derechos de propiedad (cf. EoL, XX.2, XXVII.8, XXIX.8; DC, I.10 n.3, VI.1, 15, XVII.6; cf. LEV-E, XIII p. 63, XV pp. 71-72, XVIII p. 91, XXIV p. 127). Por lo tanto, existe una relación directa entre esta esencial función pacificadora del Estado civil, que es el principal objetivo del pacto, y la ley natural según la cual solo se ha de compartir lo que no pueda ser dividido: el Estado, para garantizar la paz, necesita «abolir la comunidad de todas las cosas» (comunitate omnium rerum abolendâ) (DC, IV.4).

La acción pacificadora del Estado a través de la definición de «lo mío y lo tuyo» se compone entonces de dos operaciones. La primera, puesto que cada individuo trata de determinar su propia potencia en su comparación con los demás buscando el placer que da la excelencia, y puesto que dicho placer está siempre frustrado por la igualdad natural, dando lugar a conflictos cuyo origen es la vanagloria, es la determinación, a la baja, de la potencia individual de cada súbdito. El Estado es una persona artificial cuyo derecho y poder están cuantitativamente por encima de los de cualquier individuo o multitud particular (cf. DC, V.9, 11; LEV-E, XVII p. 87), y frente a él el derecho y poder de cada individuo es prácticamente nulo. De ahí que el Estado sea alegóricamente presentado por Hobbes como un Leviatán, como un «dios mortal» (cf. LEV-E, XVII p. 87) erigido artificialmente por gracia de Dios para ser «rey de todos los hijos del orgullo» (cf. ibid, XXVIII pp. 166-167).

La segunda consecuencia de la institución del Estado es que, mediante las leyes civiles, se establece fundamentalmente un sistema de desigualdades: «La actual desigualdad, ya sea en la riqueza, en el poder o en la nobleza, proviene de la ley civil» (DC, III.13). Consiguientemente, Hobbes ha de redefinir la relación entre justicia e igualdad para hacer compatible la justicia del Estado civil con las desigualdades que necesariamente establece. Para ello recupera, reformulándola críticamente, la distinción convencional entre la justicia «conmutativa», en la que los individuos dan y toman magnitudes iguales, como ocurre en todos los tipos de transacciones comerciales, y la «distributiva», en las que los individuos reciben magnitudes diferentes en función de su diferente mérito. Hobbes las compara, respectivamente, con la proporción aritmética y la geométrica, y acto seguido extrapola al campo del derecho el mismo razonamiento que opera en su geometría (cf. EoL, XVI.5; DC, III.6; LEV-E, XV p. 75): del mismo modo que la proporción geométrica precede a la aritmética (cf. DCo, XIII.1), tiene prioridad sobre ella, la justicia distributiva tiene prioridad sobre la conmutativa, porque «conceder cosas iguales a los iguales, equivale a dar cosas proporcionales según la proporción de cada uno» (DC, III.14).

Me gustaría explicitar la relación teórico-práctica que existe entre esta doble operación a través de la cual el Estado ejerce su función pacificadora y la hipótesis del estado de naturaleza como premisa argumental de la filosofía jurídica de Hobbes. Al comienzo de este apartado, la concepción de los individuos como puntos geométricos que se mueven sobre un plano aparecía como una herramienta teórica para comprender la generación del Estado. Ahora, en cambio, la igualación de los súbditos en su común insignificancia aparece como un efecto real, cotidiano, del poder del Estado sobre ellos. Del mismo modo, la reducción de las mociones anímicas a su expresión externa, obviando su composición interna, se justificaba por razones epistemológicas, pero ahora es el efecto de una determinada forma de ejercer la tarea pacificadora del Estado: gobernar los actos, no las intenciones (cf. DC, XIV.16-17; LEV-E, XXVII pp. 151-152), y reducir las acciones humanas a voliciones proyectadas sobre objetos apropiables, para lo cual es necesario fijar derechos de propiedad. Asimismo, la imposibilidad de una acción social racional, sujeta a cálculo, aparecía como un problema fundamentalmente del orden del conocimiento, derivado del hecho de que las cantidades se definen a partir de proporciones de exceso y de defecto. Ahora, en cambio, la producción de desigualdades entre ciudadanos que son iguales ante el Estado es el efecto principal, como método de pacificación social, de la acción legislativa.

Por lo tanto, en realidad, la primera relación de desigualdad, entre el Estado y los súbditos, no cumple más función que la de producir, artificialmente, la hipotética igualdad natural del estado de naturaleza. Aunque el orden del razonamiento hobbesiano genere la apariencia de un movimiento que va del estado de naturaleza, evidente por sí mismo, al Estado civil, en realidad el proceso es justamente el inverso: lo evidente por sí mismo es la vida civil, y el estado de naturaleza es un supuesto que ha de ser construido analíticamente por el propio Hobbes.

Por ese motivo cabría razonar que, en realidad, la teoría jurídica hobbesiana pone de manifiesto cómo el estado de naturaleza, en cuanto situación hipotéticamente posible pero no realmente observable, no es la causa del Estado sino su principal efecto. Es el Estado el que disgrega a los individuos, el que los reduce a la condición de puntos geométricos (o de cuerpos que desean), el que instituye una concepción de la comunidad política como un vínculo basado en la limitación de la propia potencia más que en su expansión a través de lo colectivo, el que naturaliza una racionalidad que prescribe la abolición de lo común en favor de lo propio. En definitiva, pues, el objetivo último del Estado civil como «alternativa» no es solamente favorecer la calculabilidad de la acción social sino producirla, imponerla, constituyendo una materialidad social informe, incapaz de ordenarse a sí misma orgánicamente, necesitada de la mediación estatal precisamente porque ha quedado disuelta su cohesión interna.

Así, como la mayor parte de las leyes naturales identificadas por Hobbes contienen pautas para el establecimiento de relaciones contractuales, y como por otro lado la función fundamental de las leyes civiles es respaldar, desarrollar y complementar las leyes naturales mediante el establecimiento y protección de derechos de propiedad, resulta que la mediación estatal, siendo necesaria para darle a la materialidad social la forma de la que ha sido privada por el propio Estado, conforma un espacio social de naturaleza fundamentalmente económica. Un espacio, por tanto, en el que las principales relaciones sociales son relaciones de competencia, jurídicamente acotada, por la adquisición y disfrute de los objetos de deseo, los cuales cumplen, igual que el Estado, una función mediadora.

3. LA HISTORIA DEL DERECHO DE PROPIEDAD Y LA AUTONOMÍA DE LO ECONÓMICO

 

Hobbes plantea que, en el estado de naturaleza, donde cada cual es dueño de todo aquello que puede apropiarse y preservar por la fuerza, no hay «ni propiedad ni comunidad sino incertidumbre» (LEV-E, XXIV p. 127), de modo que la propiedad de los súbditos es fijada y determinada enteramente por la autoridad soberana y en los términos que esta considere oportunos. Por lo tanto, Hobbes no plantea, a diferencia por ejemplo de Locke, una teoría del derecho de propiedad como un derecho natural que el Estado tendría el rol de garantizar y reforzar, respetando siempre su fundamento, digamos, «pre-político» (cf. 1689, pp. 285 y ss.)Locke, John (1689). Two Treatises of Government. Ed. de P. Laslett. Cambridge: Cambridge University Press, 2003.. Al contrario, Hobbes llega hasta el punto de identificar la idea de que los súbditos tengan un derecho de propiedad absoluto, previo a la propia institución de la autoridad soberana, como una «opinión sediciosa» (opinio seditiosa o seditious doctrine) que pone en riesgo la propia estabilidad del orden político (cf. DC, XII.7; LEV-E, XXIX pp. 169-170; BEH, I 3r).6Cabría razonar, en definitiva, que Hobbes, preocupado por los efectos políticamente perniciosos que tenía a su juicio la creencia en un derecho natural de propiedad, habría concentrado sus esfuerzos teóricos en demostrar el origen político de los derechos económicos. Así, paradójicamente, realizaría una aproximación demasiado política a las cuestiones económicas como para poder plantear, como hace Locke (cf. 1689, pp. 285 y ss.), una teoría de la relación entre el trabajo y el derecho de propiedad, que a su vez es un precedente importante para el desarrollo de la teoría del valor-trabajo por la economía política clásica. Sin embargo, no es menos cierto que Leviathan presta a las cuestiones económicas más atención que De Cive, y esto a mi juicio revela que, con el tiempo, crece el interés de Hobbes por las cuestiones económicas, hasta el punto de que creo que Leviathan contiene los rudimentos de una economía política. Se trata de una cuestión que, por fortuna, parece ser objeto de un renovado interés dentro de los estudios hobbesianos (cf. Van Apeldoorn, 2017; Ward, 2020).

Emerge de este modo la interesantísima tensión, en el pensamiento de Hobbes, entre derecho, economía y opinión. Por una parte, Hobbes enfatiza la relación de dependencia que vincula a lo económico con lo jurídico: el derecho instituye, moldea y rige el campo económico. Por otra, sin embargo, lo económico tiene una entidad propia como fundamento de la estabilidad del orden político. Aunque para Hobbes la circulación de opiniones sediciosas constituye el gran riesgo que amenaza la pervivencia del Estado, el correcto funcionamiento del orden económico no es completamente reductible a la administración eficaz de la opinión pública. Ciertamente, la recaudación por parte del Estado de los impuestos que necesita para sostener su propia actividad puede verse dificultada por la opinión sediciosa de que el derecho de propiedad es un derecho natural y absoluto y no un producto de la ley civil (cf. DC, XII.7; LEV-E, XXIX pp. 169-170, 173), pero el correcto funcionamiento del orden económico depende de otros dos factores que no tienen nada que ver con el gobierno de la opinión.

Un factor es la implementación de una política económica adecuada, que Hobbes define a través de una serie de prescripciones que van desde el disciplinamiento laboral de la población hasta el desarrollo de un sistema fiscal basado en los impuestos indirectos y el control monopolístico del comercio exterior (cf. DC, XII.9, XIII.10-11, 14; LEV-E, XXII pp. 119-120, XXIX p. 173, XXX p. 181).

El otro factor, más escurridizo, es el funcionamiento de la actividad económica como proceso «natural». Como ilustra el posicionamiento de Hobbes contra la posibilidad de que el Estado se encargue directamente de la explotación agraria de la tierra (cf. LEV-E, XXIV pp. 128-129), el Estado propicia y estimula el desarrollo de la actividad económica, pero no lo ejecuta directamente ni lo dirige. La determinación de qué y cómo se produce, se intercambia y se consume no es fruto de la acción directa del Estado sino del libre despliegue, políticamente «inofensivo», de las voliciones de los súbditos (cf. DC, XIII.6, 15-17; LEV-E, XXI pp. 107-109). Esto significa que, a pesar de considerar el orden económico como un efecto del orden civil, Hobbes atribuye al orden económico una cierta autonomía, sin que quede muy claro hasta qué punto se trata de un hecho deseable o de un hecho necesario.

La autonomía relativa del orden económico explica a mi juicio por qué Hobbes, aun reconociendo explícitamente la importancia del correcto funcionamiento de la economía para la preservación de la estabilidad política, pone el énfasis en la administración de la opinión pública. En última instancia, y precisamente porque su economía política es muy rudimentaria, Hobbes no sabe qué reglas particulares rigen el orden económico, y por tanto no sabe cómo podría evitar el Estado (y en qué medida) una situación de crisis económica. Hobbes parece intuir, por tanto, que el cálculo económico no solo depende de las normas jurídicas, sino que también está sujeto a leyes particulares, pero no termina de identificar cuáles. Lo que Hobbes sí sabe, por el contrario, es cómo funciona la opinión pública y cómo puede ser gobernada para que, incluso en una situación económicamente difícil, la estabilidad política no se vea seriamente amenazada.7El análisis que plantea Hobbes en Behemoth del papel que juegan los factores económicos en el desencadenamiento de la guerra civil (cf. BEH, I 2r-3r, 14r, III 55r, 61r) confirma esta interpretación.

De esta manera, que revela tanto la agudeza como las limitaciones de la comprensión hobbesiana del proceso económico, la cuestión de la propiedad pasa a ser tratada desde el punto de vista del gobierno de la opinión. Ello supone la toma en consideración del Estado y el derecho de propiedad como objetos históricos, pues Hobbes toma crecientemente en cuenta, como pone de manifiesto la comparación de De Cive (1642-47) y Leviathan (1651)Hobbes, Thomas (1651/1668). Leviathan. The English and Latin Texts. Ed. de N. Malcolm. 3 vols. Oxford: Oxford University Press, 2012. | Traducción manejada: Leviatán, o la materia, forma y poder de un estado eclesiástico y civil. Trad. de C. Mellizo. Madrid: Alianza, 2009., que su apuesta estratégica por la construcción de una demostración geométrica, ahistórica, de la necesidad del absolutismo no es suficiente, siendo necesaria su combinación con una crítica histórica de los argumentos de las posturas rivales.

La inmensa mayoría de las doctrinas sediciosas que Hobbes identifica y revisa críticamente tienen su origen o bien en la doctrina eclesiástica o bien en los clásicos grecolatinos. Sin embargo, la opinión de que el derecho de propiedad es de carácter absoluto tiene su origen en los escritos de los juristas ingleses, cuyas opiniones prevalecerían precisamente por el general desconocimiento de los verdaderos principios del derecho político, que a su vez sí sería producto directo de la propagación de doctrinas eclesiásticas «tenebrosas» y, sobre todo, de los escritos de filósofos clásicos (cf. DPS, pp. 13, 17, 19). Así pues, los juristas ingleses, bajo el influjo «tenebroso» de las opiniones sediciosas ya mencionadas, malinterpretarían la Carta Magna cuando esta plantea que «ningún hombre {podrá ser} […] privado de sus bienes de ningún otro modo salvo el previsto por {la ley} del país» (BEH, I 18v; tr. p. 41). Tomarían esa disposición legal como una prueba de que existe cierto derecho absoluto de propiedad más allá del que ostenta la autoridad soberana, mientras que Hobbes niega tal posibilidad. Sin embargo, Hobbes sí reconoce que el derecho de propiedad tiene una historia, que de hecho corre paralela a la historia de las comunidades políticas mismas, y al hacerlo dialoga críticamente con la tradición intelectual del common law en términos que vale la pena analizar con cierto detalle.

Como ya he señalado, Hobbes reconoce explícitamente que el supuesto del estado de naturaleza y de institución del Estado mediante un pacto carece de anclaje histórico y es meramente hipotético. Los Estados realmente existentes surgen por adquisición, y ese hecho jurídico-político puede ser estudiado científicamente gracias al utillaje teórico que proporciona el análisis pormenorizado de ese hipotético Estado por institución. Hobbes argumenta que los Estados se «adquieren» de dos modos, o bien «por generación» o bien por conquista (cf. DC, VIII.1; LEV-E, XX p. 102).

El Estado por generación es el que tiene en su origen un vínculo familiar. A este respecto, Hobbes plantea explícitamente que «una familia grande es un reino, y un reino pequeño una familia» (DC, VIII.1; cf. LEV-E, XVII p. 85). Sin embargo, también plantea que existe un rasgo que diferencia nítidamente a una «familia grande» de un «reino pequeño», y es la capacidad para defenderse frente a una agresión exterior. Esa capacidad se determina objetivamente por el número de integrantes de la unidad familiar (una familia demasiado pequeña no es capaz de defenderse), y subjetivamente por una transformación del vínculo familiar (donde cada cual vela exclusivamente por su propio provecho) en vínculo político (donde cada cual vela también por el bienestar del prójimo y por tanto se compromete con la protección de la colectividad) (cf. DC, IX.10; LEV-E, XX p. 105; DH, XII.8). En la medida, pues, en que se dan las condiciones objetivas y subjetivas que transforman el vínculo familiar en un vínculo político, se entiende que la relación paterno-filial no se rige ya simplemente por la ley natural, sino que es resultado de un pacto tácito por el cual los hijos consienten someterse a la autoridad de sus progenitores.

El caso de la adquisición por conquista guarda con el de la adquisición por generación la similitud de que una relación de servidumbre deviene política cuando se dan dos condiciones: por un lado, que el número de individuos involucrados sea suficiente para garantizar su defensa común; por otro, que la servidumbre se basa en un pacto y no en el uso permanente de la fuerza física. La diferencia fundamental, por otro lado, entre el pacto que funda un Estado por generación y el pacto que funda un Estado por conquista es que en el primer caso el pacto es absolutamente tácito, mientras que en el segundo tiende a ser de algún modo explícito: el conquistador está en condiciones de acabar con la vida del conquistado y este, en lugar de luchar, se rinde, poniéndose a merced de su adversario; de ese gesto se colige, si acaso no hubiera declaración explícita, que el vencido promete obediencia al vencedor a cambio de su protección (cf. DC, VIII.1-5; LEV-E, XX pp. 103-104). Por lo demás, de las dos condiciones que debe satisfacer una relación de servidumbre para constituir una relación política se deduce que lo más probable es que el acto de conquista lo lleve a cabo no un solo individuo, que sería incapaz de someter por sí solo a tantos siervos como para fundar un Estado, sino un Estado patrimonial, y que los conquistados, a su vez, no viven ellos mismos en estado de naturaleza sino bajo alguna forma de organización política natural. Dicho de otro modo, se colige de la exposición de Hobbes que, históricamente, todo Estado nace por generación y crece por conquista.

Como se puede observar, estos dos relatos sobre el origen histórico del Estado no se corresponden todavía con ninguna narración histórica concreta. Siguen evitando el detalle de la crónica histórica, pero son suficientemente versátiles como para poder dar una explicación jurídica de los acontecimientos narrados por cualquier cronista.8Este es precisamente el tipo de ejercicio que Hobbes realiza al escribir Behemoth, aunque no es el único ejemplo. También hay una clara aplicación de su teoría jurídica a la interpretación de la historia sagrada, lo cual da lugar a una curiosa circularidad argumental, pues la interpretación de la Escritura según la teoría jurídica de Hobbes proporciona un fundamento teológico-político a esa misma teoría. Son dos formas arquetípicas de explicación histórica construidas a partir de la hipótesis del estado de naturaleza, del razonamiento iusnaturalista y el modelo general del pacto de institución. Es en A Dialogue between a Philosopher and a Student… donde Hobbes plantea con mayor claridad un esquema histórico general de evolución y diversificación de las formas políticas. Por un lado, las «grandes monarquías» tienen su origen en «familias pequeñas» que han expandido su dominio a través de la conquista; y ello vale para explicar el origen tanto de los grandes reinos antiguos, tales como el egipcio, el asirio, el persa o el macedonio, como de los modernos, tales como Inglaterra, Francia o España (cf. DPS, p. 138). Por otro, las aristocracias y las democracias surgen por otras dos vías. Una primera vía, como ejemplifica el caso de Venecia, es la unión voluntaria de diferentes autoridades patriarcales, que da pie a la formación de una aristocracia. La segunda, como ilustra la historia de Roma, pasa por la rebelión, pues las rebeliones dan pie a situaciones de «anarquía» (anarchy) de las que pueden emerger, a su vez, no solamente una democracia, sino también una aristocracia o una monarquía; la decisión vendrá determinada por la clase de «calamidades» (calamities) sufridas durante el periodo anárquico (cf. ibid, loc. cit.).

La explicación que Hobbes proporciona del origen histórico de los derechos de propiedad se encuentra en este mismo diálogo, y sigue el esquema narrativo que acabo de presentar. En un punto del tramo final del diálogo, el personaje del «Filósofo» propone analizar «las leyes de lo mío y lo tuyo», y el personaje del «Jurista» desea acudir presto a los comentarios de Edward Coke sobre la Carta Magna y otros textos legales ingleses. El «Filósofo», sin embargo, le interrumpe, señalando que, «[p]ara entender la Carta Magna, será muy necesario remontarse a tiempos antiguos, tan lejos como la Historia nos permite, y considerar no solamente las costumbres de nuestros ancestros los sajones sino también la ley natural (la más antigua de todas las leyes)» (ibid, p. 134). Así, por una parte, plantea que el origen del «dominio» (dominion) se ubica en tiempos tan remotos que precede a cualquier testimonio escrito, historiográfico o de cualquier otra índole, encontrándose en la familia y en el ejercicio de la autoridad patriarcal con arreglo a la ley natural; por lo tanto, la autoridad del patriarca es en este tiempo primigenio el fundamento del derecho de «propiedad» (propriety) (cf. ibid, p. 135).9Yves Charles Zarka ha planteado cómo en la filosofía jurídica de Hobbes existe una interesante tensión entre autoridad y propiedad a la hora de definir la relación entre el poder soberano y el súbdito (cf. 1986, pp. 337 y ss.; 1995, pp. 191 y ss.) que aquí se pone obviamente de manifiesto, y que, por tanto, está directamente relacionada con la función pacificadora del derecho de propiedad (cf. Lagarrigue, 2011). Como estas estructuras sociales patriarcales pueden tanto apropiarse de tierras deshabitadas como arrebatar sus tierras a otros por la fuerza, aparecen inevitablemente individuos que no poseen tierras, pero sí «artes necesarias para la vida del hombre», y que devienen súbditos de los patriarcas para gozar de su protección (cf. ibid, loc. cit.). Por lo tanto, con arreglo a la ley natural, la tierra es propiedad del soberano que la conquista, y no de los súbditos, independientemente de su contribución a la victoria; y de ello hay sobrados ejemplos tanto en la historia sagrada (se cita el caso de Josué y la división de la tierra de Canaán) como en la profana (cf. ibid, pp. 135-136). El desarrollo ulterior de los Estados, la aparición de formas políticas en las que la persona soberana no es un individuo sino una asamblea, no cambia en absoluto esta situación primigenia: es la autoridad soberana la única que ostenta un derecho de propiedad absoluto y la fuente de la que se deriva, por autorización, el derecho de propiedad condicional de los súbditos.

Paralelamente, el diálogo va a atender a las circunstancias concretas del derecho de propiedad en Inglaterra. Se precisa que los sajones son un pueblo bárbaro y pagano, ajenos a las leyes romanas, y que por tanto para ellos la propiedad se rige con arreglo a la ley natural, es decir, como un derecho derivado de la autoridad patriarcal; y se reseña brevemente cuáles son las normas que regulan la herencia en lo que se refiere tanto a la propiedad de la tierra como en lo que respecta al derecho de gobierno (cf. ibid, p. 140). Se introduce después la diferencia entre el derecho de propiedad absoluto, garantizado por Dios, que ostentan los reyes y el derecho de propiedad condicional que autorizan los reyes y que da pie a un reparto de la tierra a cambio de servicios militares o de labranza (cf. ibid, pp. 141-142). El relato se completa con un pequeño apunte sobre la conquista normanda, acontecimiento de mediados del siglo XI que supone, a juicio de Hobbes, que toda la tierra de Inglaterra pase a ser propiedad absoluta del rey William I (1028-1087). A este respecto el «Filósofo» advierte a su interlocutor que puede haber oído a ciertos juristas defender, como sostuvo el bando parlamentario durante la guerra civil, que el rey de Inglaterra es propietario de las tierras que le ha concedido el pueblo inglés para hacer frente a los costes de las guerras y del ejercicio del gobierno, cuando la evidencia legal señala justamente a lo opuesto: es el rey William quien, a través de diferentes títulos, distribuye condicionalmente la propiedad de la tierra; títulos que carecerían de validez si el rey no hubiera sido el propietario absoluto de la tierra repartida (cf. ibid, pp. 136-137).

Como se puede observar, pues, en el relato histórico hobbesiano, ya sea de carácter general o específicamente sobre el caso inglés, el surgimiento de las formas primigenias de autoridad política, que son de carácter patriarcal, ya supone la erradicación de la propiedad común y el establecimiento, en su lugar, de una propiedad pública, estatal, que no cumple más función que la de hacer jurídicamente posible la propiedad privada.

4. CONCLUSIÓN: EL ESTRECHO MARGEN PARA LA REIVINDICACIÓN DE LOS BIENES COMUNES

 

Recapitulo, en síntesis, lo argumentado hasta este punto acerca del lugar que ocupan los derechos de propiedad en la filosofía jurídica de Hobbes. (i) El establecimiento del derecho individual de propiedad es un mecanismo fundamental de pacificación del conflicto social a través del Estado. (ii) A esa relación entre propiedad individual y paz social subyace una racionalidad socio-económica que afirma por principio que es preferible un régimen de propiedad individual a un régimen de propiedad común. (iii) Esa racionalidad socio-económica se pretende natural y universal, pero es en realidad un producto histórico de la acción gubernamental del Estado. (iv) Sin embargo, las leyes que rigen el campo económico no son exclusivamente las leyes civiles, lo cual significa que el Estado no produce esa racionalidad socio-económica en solitario; en otras palabras, el campo económico goza de una autonomía relativa frente al ordenamiento jurídico.

Como indiqué en la introducción, el matiz decisivo de la ley natural derivada que prescribe la división de los bienes es que se habla de lo que «puede» ser dividido y que en esa divisibilidad entran en juego fundamentalmente criterios técnicos, pero también criterios morales. Esto significa que cabe formalmente la posibilidad de afirmar que, aunque cierto objeto de deseo es técnicamente divisible, sin embargo «no puede» ser dividido porque va en contra de un criterio moral colectivo.

¿Pero cabe realmente un planteamiento así en la filosofía jurídica de Hobbes? Es decir, ¿es posible una reivindicación de esta clase que no lleve indefectiblemente a la disolución de todo vínculo social y el retorno al estado de naturaleza?

La teoría hobbesiana de la obligación política fundamenta el deber de obedecer la ley civil en la ley natural, la cual determina como una cuestión de necesidad racional que el soberano, en cuanto autoridad absoluta, ha de ser el único con capacidad para dar una interpretación vinculante, a través de la ley civil, del contenido de la ley natural (cf. DC, VI.9, XIV.5, XV.17; LEV-E, XXVI pp. 137, 142-146; Bobbio, 1954Bobbio, Norberto (1954). «Ley natural y ley civil en la filosofía política de Hobbes», en: Thomas Hobbes. Trad. de M. Escrivá de Romaní. 2ª Ed. México: FCE, 1992. pp. 102-128.; Warrender, 1957Warrender, Howard (1957). The Political Philosophy of Hobbes. His Theory of Obligation. Oxford University Press.). Ahora bien, en última instancia, la obligatoriedad de la ley natural depende de su concepción como ley divina (DC, IV.1, XIV.4; LEV-E, XV p. 80), lo cual significa que las leyes naturales no solamente generan derechos para el soberano sino también ciertas obligaciones, tanto para él como para sus súbditos, «en conciencia» y ante Dios.

Resulta claro, de entrada, que los súbditos están obligados a hacer todo aquello que las leyes civiles mandan y tienen permitido hacer todo aquello que las leyes civiles no prohíben. Sin embargo, como la ley natural sigue siendo de rango superior a la ley civil, existen ciertos supuestos en los que la pretensión del soberano civil de obligar al súbdito puede ser contestada con arreglo a la ley natural, lo cual coloca al súbdito y al soberano en un conflicto de derecho cuyo único juez posible es Dios. Se trata de una cuestión enormemente problemática, puesto que el principal interés de Hobbes es precisamente discutir la posibilidad de defender, apoyándose en la ley natural como ley de Dios, la legitimidad del derecho de resistencia.

El argumento fundamental de Hobbes en contra del derecho de resistencia es que el propósito fundamental de la ley natural es orientar la pulsión de autoconservación de los individuos. En el estado de naturaleza, la pulsión de autoconservación de cada individuo colisiona con la de los demás y conduce a una situación, la guerra permanente de todos contra todos, en la que dicha autoconservación deviene de hecho prácticamente imposible, pues resulta inviable someter a cálculo la acción social. Por eso, la ley natural guía a los individuos del estado de naturaleza hacia el Estado civil, entendiendo que este último constituye el medio óptimo para la autoconservación porque instituye un orden en el que la acción social deviene calculable, fundamentalmente gracias a los derechos de propiedad. Consiguientemente, no puede justificarse ningún derecho de resistencia al poder soberano con arreglo a la ley natural, puesto que el derecho de resistencia supone poner en cuestión el poder soberano y por tanto poner en peligro el marco óptimo para la autoconservación.

A esto se suma la relación de autorización, en virtud de la cual es imposible que los súbditos consideren que el soberano les ha colocado en una posición injusta, por lo que no puede haber causa razonable para la rebelión. Cualquier resultado del ejercicio del poder soberano ha sido autorizado por los súbditos y por tanto el soberano no es más que un actor que ejerce el cometido para el que ha sido autorizado. Por otra parte, cualquier acción que realicen los súbditos de acuerdo con las leyes del Estado es una acción autorizada por el soberano, de modo que ellos son actores de los mandatos del soberano. Ahora bien, este mismo argumento da pie a ciertas excepciones.10Para un estudio pormenorizado del margen que deja en realidad la filosofía jurídica de Hobbes al ejercicio del derecho de resistencia, véase el ensayo de Susanne Sreedhar (cf. 2010).

La primera es que el súbdito no está obligado a cumplir la ley cuando es su propia autoconservación la que está en juego, y ello vale tanto para circunstancias estrictamente individuales, en las que la solidez del poder soberano no está en cuestión, como para circunstancias colectivas en las que el riesgo para la propia autoconservación es consecuencia de una crisis del propio Estado (cf. DC, III.27, VI.3-5, 7, 13; LEV-E, XV p. 79, XVIII pp. 91-92, XXI pp. 111-115, XXVII pp. 156-157, R&C pp. 390-391).11La posibilidad de una circunstancia extrema, tal como una guerra civil abierta en la que los insurgentes parecen llevar ventaja, una invasión extranjera que parece culminar con éxito, o una catástrofe de cualquier otra clase que ponga en tela de juicio la eficacia real del poder del Estado, es tratada por Hobbes con cierta ambigüedad (cf. Hernández Losada, 2002, pp. 110-111, 272 y ss.). En principio se diría que, cuando el compromiso activo de todos los ciudadanos puede ser necesario para defender la integridad del poder soberano, estos están naturalmente obligados a arriesgarse para garantizar la pervivencia del pacto, ya que volver al estado de naturaleza supone un coste mayor, un riesgo más cierto, que el daño que pudiera derivarse del compromiso colectivo con la supervivencia del Estado. Por otra parte, sin embargo, parece entrar ya en juego la discrecionalidad del juicio individual: si el súbdito cree honestamente que su Estado no tiene posibilidad de resistir, entonces se encuentra de nuevo en estado de naturaleza y puede proceder como mejor considere para volver a encontrarse en una situación segura. Obviamente el súbdito puede equivocarse, y que el Estado en el que vive no sucumba a la rebelión, la conquista o la catástrofe; en ese caso, el soberano podría en principio castigarle sin cometer injusticia, pero por otra parte le cabría entender las razones del súbdito y, también con arreglo a la ley natural, concederle clemencia. En definitiva, se trata de una situación en la que la justicia o injusticia de la acción, la corrección o incorrección del cálculo, se valora ex post facto. El problema es, claro, que el juicio privado de los súbditos sobre la situación en la que se encuentra el poder soberano puede tener consecuencias directas sobre la capacidad de este para resistir, en cuyo caso una acción de entrada injusta queda justificada posteriormente por sus propios efectos. Pero ocurre exactamente lo mismo ocurre con la legitimidad de ejercicio que puede adquirir un soberano usurpador. Al convertir el protego ergo obligo en el cogito ergo sum del Estado (cf. Schmitt, 1927-32-63, pp. 48-49), Hobbes construye un argumento prácticamente inexpugnable en favor de la legitimidad de la institución como poder absoluto garante de orden, pero lo hace a costa de minar las pretensiones de cualquiera de las diferentes facciones en liza en una situación de crisis verdaderamente profunda. Del protego ergo obligo se colige que la mínima duda sobre la efectividad de protección se traduce en una duda de igual grado sobre la obligación de obedecer, y que la mínima duda sobre la obediencia tiene ya un efecto potencial sobre la capacidad real de protección. Por eso, cabe plantear que la teoría hobbesiana del Estado es, más que una apología de su fuerza monstruosa, un análisis de su fragilidad constitutiva.

Otra excepción interesante es que, si bien los súbditos son autores de las acciones del soberano, y en ese sentido no es posible considerar que el soberano, en el ejercicio de su poder, comete injusticia contra los súbditos, sí hay margen para que los súbditos, como particulares, actúen legalmente contra el Estado según las normas que el propio Estado prevea a tal efecto. Esa acción legal del súbdito contra el Estado se refiere o bien a una discrepancia entre el contenido de la ley y su aplicación concreta, o bien a una inconsistencia en la propia aplicación de la ley, que genera un agravio comparativo injustificado entre súbditos (cf. DC, VI.15; LEV-E, XXI p. 113).

Pero el tercer ámbito de excepcionalidad es el más sugerente y complejo. La «verdadera libertad de un súbdito» (true liberty of a subject) es desobedecer lo que el soberano ordena sin por ello cometer injusticia (cf. LEV-E, XXI p. 111). Bajo esa definición quedan comprendidos los casos previos, pues no es injusto desobedecer al soberano cuando está en juego la autoconservación, pero quizás es también la ventana que se abre para responder, en general, a los casos de inequidad. La única forma de desobedecer sin ser injusto, más allá del caso extremo de las acciones realizadas en una situación de necesidad para salvar la propia vida, es actuar con arreglo a la ley natural, es decir, sin poner en cuestión los fundamentos de la autoridad soberana y sin obstaculizar el ejercicio del poder soberano, para contravenir algo que el poder soberano ha dispuesto, con la justificación de que aquello que se incumple es contrario a la ley natural. En otras palabras, el ejercicio por parte del súbdito de su «verdadera libertad» constituye un acto calculado de insubordinación cuyo objetivo no es minar la calculabilidad de la acción social sino reforzarla.

En definitiva, incluso un pensamiento jurídico como el hobbesiano, tan claramente posicionado en contra de toda forma de insurgencia, deja abierta la posibilidad de que emerjan estrategias de desobediencia civil que no pongan en peligro la trabazón social, sino que la refuercen. Estrategias que, amparadas bajo el derecho natural, es decir, bajo criterios comunes de razón, operen en los límites de la legalidad positiva. La disputa sobre la divisibilidad de los bienes es, claramente, uno de los asuntos cruciales de los que deben ocuparse dichas estrategias.

Con esta conclusión no pretendo atribuirle a Hobbes una postura «comunalista» implícita. De hecho, la interpretación de su filosofía jurídica que he sostenido en estas páginas lleva más bien a la tesis contraria. Por un lado, visto su razonamiento sobre la necesidad, por ley natural, de dividir los bienes para garantizar la paz, y teniendo en cuenta su actitud despectiva hacia los levellers (cf. BEH, III 70r; IV 78r), lo más probable es que Hobbes considerase imposible una reivindicación de los bienes comunes que no pusiera en riesgo la estabilidad del orden social instituido. Por otro, como he explicado, es un rasgo significativo de su filosofía jurídica el énfasis analítico sobre el gobierno de la opinión frente al gobierno de la economía, de modo que la escasez de referencias explícitas, positivas o negativas, al ejercicio de la «verdadera libertad del súbdito» en el campo económico puede ser entendida como una prueba más del rudimentario carácter de su economía política.

Sin embargo, creo que mi interpretación sí deja abierta la posibilidad lógica de un «comunalismo» hobbesiano.12Creo, aunque mi postura pueda resultar inusitada, que es precisa una gran cautela en la calificación de Hobbes, o de su sistema de ideas, como intrínsecamente conservador o autoritario. Mi reserva se debe al hecho de que, en lo que toca al ejercicio de la «verdadera libertad del súbdito» frente al gobierno de la opinión, uno le encuentra sosteniendo, en la teoría y en su propia práctica como autor censurado y señalado públicamente, posiciones que pueden resultar sorprendentes. Por un lado, podemos leerle planteando explícitamente que la represión violenta de las ideas es inútil, y que la «tinta democrática» se borra «predicando, escribiendo y disputando» (cf. LEV-L, XLVII p. 327). Por otro, como muchos otros contemporáneos suyos, sortea la censura gubernamental, aprovechando que esta se aplica a la difusión de libros impresos, pero no de ejemplares manuscritos (más caros), que luego pueden ser utilizados como material de referencia para impresiones o importaciones clandestinas. El hecho de que la edición Bear de Leviathan, cuyo origen es precisamente una impresión clandestina incautada y parcialmente destruida, incluya modificaciones que luego aparecerán en la versión latina de la obra, sugiere que Hobbes participó activamente en la preparación de esa pequeña tirada de libros producida de forma claramente ilegal (cf. Malcolm, 2012, pp. 228, 233-240, 252, 257). El interés de tal enfoque es que llevaría a orientar la defensa de la propiedad comunal desde su arraigo consuetudinario y desde su vigencia real en el campo económico. En otras palabras, es interesante porque pone de manifiesto que quien quiera apostar por la propiedad común frente a la estatal, pues esta última no es más que la condición necesaria para el mantenimiento de la propiedad privada, debe tener en cuenta que el Estado no es responsable exclusivo de la disolución de lo común. Debe tener en cuenta, pues, que la insurgencia política no solamente se enfrenta a las leyes positivas del Estado sino a las leyes inherentes de la acumulación de capital. Leyes que imprimen al orden social una fuerza inercial que no es la del Estado y que, de hecho, el Estado tampoco puede doblegar exactamente a voluntad. La trágica historia de las «luchas por el común» de finales del siglo XIX y principios del siglo XX está plagada de ejemplos que permiten apreciar la magnitud de esa fuerza inercial (cf. Roa Llamazares, 2016Roa Llamazares, César (2016). Historia de las luchas por el común. Bienes comunales, carrera imperialista y socialismo de Estado (1880-1930). Madrid: Catarata.; 2017Roa Llamazares, César (2017). La defensa de los comunales. Prácticas y regímenes agrarios (1880-1920). Madrid: Catarata.).

NOTAS

 
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El autor desea dar las gracias a sus compañeras de Zoocánica S. Coop., y de las entidades cooperativas que la han puesto en marcha, porque con su trabajo hacen posibles este y otros proyectos de investigación científica y tecnológica desde el ámbito de la economía social, apostando por un modelo de transferencia basado en el interés público y la transformación del tejido productivo. Asimismo, desea reconocer expresamente la importancia que han tenido para la redacción de este artículo las conversaciones sobre lo común y lo propio con el profesor Juan Carlos Utrera García.

1

En lo que se refiere a las obras de Thomas Hobbes se opta por utilizar un sistema de citas que, por un lado, asigna a cada obra una abreviatura y, por otro, referencia su contenido siguiendo una estrategia que permita, en la medida de lo posible, cotejar las citas con independencia de la edición concreta manejada por la persona que lee. Elements of Law (EoL): Se indica el capítulo en romanos y parágrafo en arábigos (por ejemplo, EoL, V.4 se refiere a Elements of Law, capítulo quinto, cuarto parágrafo). Las tres Secciones de los Elementa Philosophiae, que son De Corpore (DC), De Homine (DH) y De Cive (DC): El capítulo se indica en romanos y el parágrafo en arábigos (por ejemplo, DC, X.1 se refiere a De Cive, capítulo décimo, primer parágrafo). Cuando esto no sea posible, como sucede en las Epístolas dedicatorias y los Prefacios, cito la página de la edición manejada. Leviathan inglés (LEV-E): Se indica el número de capítulo en romanos seguido de la página de la edición Head (por ejemplo, LEV-E, VI p. 26 se refiere al Leviathan inglés, capítulo sexto, página 26 de la edición Head).

2

Hobbes plantea explícitamente que no quiere hablar de ningún Estado en concreto ni de las leyes vigentes en ningún lugar (cf. DC, p. 83; LEV-E, XXVI p. 136).

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A juicio de Macpherson (cf. 1962, pp. 35-38)Macpherson, Crawford B. (1962). The Political Theory of Possessive Individualism: from Hobbes to Locke. Oxford: Oxford University Press, 1990., la prueba textual más significativa del individualismo posesivo de Hobbes se encuentra en las referencias de Leviathan al carácter mercantil y al precio del trabajo humano (cf. LEV-E, X p. 42, XXIV p. 127). Sin embargo, en mi opinión, el pasaje del capítulo X de Hobbes sobre el precio del trabajo es más interesante por aquello que lo distancia del pensamiento liberal posterior que por aquello que tienen en común. En este sentido, es muy significativo que las reflexiones de Hobbes sobre la determinación social, mercantil, del valor individual están planteadas como una forma particular, específica, ocasional, de expresión del honor, porque me parece que tal enfoque es coherente con el propósito último del rudimentario pensamiento económico de Hobbes, al cual me referiré con algo más de detalle a lo largo de estas páginas: mostrar que las relaciones económicas, aunque tengan su origen en el derecho contractual que funda la ley natural, no se pueden desarrollar en el estado de naturaleza sino que son necesariamente efecto de la institución del Estado civil.

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Para una presentación exhaustiva de la geometría hobbesiana, véase el estudio de Douglas M. Jesseph (cf. 1999)Jesseph, Douglas M. (1999). Squaring the Circle. The War between Hobbes and Wallis. Chicago: University of Chicago Press..

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Aunque poco frecuente en los estudios hobbesianos, donde predomina la línea interpretativa que va de Leo Strauss (cf. 1936) a Quentin Skinner (cf. 1969Skinner, Quentin (1969). «Meaning and Understanding in the History of Ideas». History and Theory, vol. 8, nº 1, pp. 3-53.; 1996Skinner, Quentin (1996). Reason and Rhetoric in the Philosophy of Hobbes. Cambridge: Cambridge University Press, 2004. ; 2008)Skinner, Quentin (2008). Hobbes and Republican Liberty. Cambridge: Cambridge University Press. y por tanto se tiende evitar deliberadamente el tratamiento sistemático de la obra de Hobbes, existe algún estudio en el que se ha señalado el paralelismo metodológico entre la identificación del punto como elemento geométrico más simple y la identificación del individuo como «materia» elemental del Estado (cf. Watkins, 1965, p. 34Watkins, John (1965). Hobbes’s System of Ideas. 2ª Ed. rev. Aldershot/Brookfield: Gower, 1989.). Lo que Watkins no termina de precisar es la diferencia entre el individuo, como cuerpo, y la persona, como representación jurídica que ese cuerpo se forma de sí mismo y de sus congéneres. Es una distinción para la que resulta crucial la teoría hobbesiana de la autorización (cf. LEV-E, XVI pp. 80-83; Zarka, 1987. pp. 337-338)Zarka, Yves Charles (1987). La décision métaphysique de Hobbes: conditions de la politique. 2ª Ed. aumentada. Paris: Vrin, 1999., y que por razones de extensión no puedo tratar aquí de forma pormenorizada.

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Cabría razonar, en definitiva, que Hobbes, preocupado por los efectos políticamente perniciosos que tenía a su juicio la creencia en un derecho natural de propiedad, habría concentrado sus esfuerzos teóricos en demostrar el origen político de los derechos económicos. Así, paradójicamente, realizaría una aproximación demasiado política a las cuestiones económicas como para poder plantear, como hace Locke (cf. 1689, pp. 285 y ss.)Locke, John (1689). Two Treatises of Government. Ed. de P. Laslett. Cambridge: Cambridge University Press, 2003., una teoría de la relación entre el trabajo y el derecho de propiedad, que a su vez es un precedente importante para el desarrollo de la teoría del valor-trabajo por la economía política clásica. Sin embargo, no es menos cierto que Leviathan presta a las cuestiones económicas más atención que De Cive, y esto a mi juicio revela que, con el tiempo, crece el interés de Hobbes por las cuestiones económicas, hasta el punto de que creo que Leviathan contiene los rudimentos de una economía política. Se trata de una cuestión que, por fortuna, parece ser objeto de un renovado interés dentro de los estudios hobbesianos (cf. Van Apeldoorn, 2017Van Apeldoorn, Laurens (2017). «“The Nutrition of a Commonwealth”: On Hobbes’s Economic Thought». En: J. Bek-Thomsen, Ch. O. Christiansen, S. G. Jacobsen y M. Thorup (Eds.), History of Economic Rationalities. Springer, pp. 21-30. DOI: https://doi.org/10.1007/978-3-319-52815-1_3 ; Ward, 2020Ward, Lee (2020). «Equity and Political Economy in Thomas Hobbes». American Journal of Political Science, vol. 64, n.º 4, pp. 823-835. DOI: https://doi.org/10.1111/ajps.12507 ).

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El análisis que plantea Hobbes en Behemoth del papel que juegan los factores económicos en el desencadenamiento de la guerra civil (cf. BEH, I 2r-3r, 14r, III 55r, 61r) confirma esta interpretación.

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Este es precisamente el tipo de ejercicio que Hobbes realiza al escribir Behemoth, aunque no es el único ejemplo. También hay una clara aplicación de su teoría jurídica a la interpretación de la historia sagrada, lo cual da lugar a una curiosa circularidad argumental, pues la interpretación de la Escritura según la teoría jurídica de Hobbes proporciona un fundamento teológico-político a esa misma teoría.

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Yves Charles Zarka ha planteado cómo en la filosofía jurídica de Hobbes existe una interesante tensión entre autoridad y propiedad a la hora de definir la relación entre el poder soberano y el súbdito (cf. 1986, pp. 337 y ss.; 1995, pp. 191 y ss.Zarka, Yves Charles (1995). Hobbes et la pensée politique moderne. 3ª Ed. Paris: PUF, 2012.) que aquí se pone obviamente de manifiesto, y que, por tanto, está directamente relacionada con la función pacificadora del derecho de propiedad (cf. Lagarrigue, 2011Lagarrigue, Maximiliano (2011). «Propiedad y autoridad en el pensamiento de Thomas Hobbes». Papeles de trabajo. Revista electrónica del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de General San Martín, n.º 8, pp. 153-172,).

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Para un estudio pormenorizado del margen que deja en realidad la filosofía jurídica de Hobbes al ejercicio del derecho de resistencia, véase el ensayo de Susanne Sreedhar (cf. 2010)Sreedhar, Susanne (2010). Hobbes on Resistance. Cambridge: Cambridge University Press..

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La posibilidad de una circunstancia extrema, tal como una guerra civil abierta en la que los insurgentes parecen llevar ventaja, una invasión extranjera que parece culminar con éxito, o una catástrofe de cualquier otra clase que ponga en tela de juicio la eficacia real del poder del Estado, es tratada por Hobbes con cierta ambigüedad (cf. Hernández Losada, 2002, pp. 110-111, 272 y ss.). En principio se diría que, cuando el compromiso activo de todos los ciudadanos puede ser necesario para defender la integridad del poder soberano, estos están naturalmente obligados a arriesgarse para garantizar la pervivencia del pacto, ya que volver al estado de naturaleza supone un coste mayor, un riesgo más cierto, que el daño que pudiera derivarse del compromiso colectivo con la supervivencia del Estado. Por otra parte, sin embargo, parece entrar ya en juego la discrecionalidad del juicio individual: si el súbdito cree honestamente que su Estado no tiene posibilidad de resistir, entonces se encuentra de nuevo en estado de naturaleza y puede proceder como mejor considere para volver a encontrarse en una situación segura. Obviamente el súbdito puede equivocarse, y que el Estado en el que vive no sucumba a la rebelión, la conquista o la catástrofe; en ese caso, el soberano podría en principio castigarle sin cometer injusticia, pero por otra parte le cabría entender las razones del súbdito y, también con arreglo a la ley natural, concederle clemencia. En definitiva, se trata de una situación en la que la justicia o injusticia de la acción, la corrección o incorrección del cálculo, se valora ex post facto. El problema es, claro, que el juicio privado de los súbditos sobre la situación en la que se encuentra el poder soberano puede tener consecuencias directas sobre la capacidad de este para resistir, en cuyo caso una acción de entrada injusta queda justificada posteriormente por sus propios efectos. Pero ocurre exactamente lo mismo ocurre con la legitimidad de ejercicio que puede adquirir un soberano usurpador. Al convertir el protego ergo obligo en el cogito ergo sum del Estado (cf. Schmitt, 1927-32-63, pp. 48-49Schmitt, Carl (1927-32-63). «El concepto de lo “político” (Texto de 1932)», en: El concepto de lo político, Ed. de José Aricó. Trad. de E. Molina y Vedia y R. Crisafio. Buenos Aires: Folios, 1984. pp. 15-76.), Hobbes construye un argumento prácticamente inexpugnable en favor de la legitimidad de la institución como poder absoluto garante de orden, pero lo hace a costa de minar las pretensiones de cualquiera de las diferentes facciones en liza en una situación de crisis verdaderamente profunda. Del protego ergo obligo se colige que la mínima duda sobre la efectividad de protección se traduce en una duda de igual grado sobre la obligación de obedecer, y que la mínima duda sobre la obediencia tiene ya un efecto potencial sobre la capacidad real de protección. Por eso, cabe plantear que la teoría hobbesiana del Estado es, más que una apología de su fuerza monstruosa, un análisis de su fragilidad constitutiva.

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Creo, aunque mi postura pueda resultar inusitada, que es precisa una gran cautela en la calificación de Hobbes, o de su sistema de ideas, como intrínsecamente conservador o autoritario. Mi reserva se debe al hecho de que, en lo que toca al ejercicio de la «verdadera libertad del súbdito» frente al gobierno de la opinión, uno le encuentra sosteniendo, en la teoría y en su propia práctica como autor censurado y señalado públicamente, posiciones que pueden resultar sorprendentes. Por un lado, podemos leerle planteando explícitamente que la represión violenta de las ideas es inútil, y que la «tinta democrática» se borra «predicando, escribiendo y disputando» (cf. LEV-L, XLVII p. 327). Por otro, como muchos otros contemporáneos suyos, sortea la censura gubernamental, aprovechando que esta se aplica a la difusión de libros impresos, pero no de ejemplares manuscritos (más caros), que luego pueden ser utilizados como material de referencia para impresiones o importaciones clandestinas. El hecho de que la edición Bear de Leviathan, cuyo origen es precisamente una impresión clandestina incautada y parcialmente destruida, incluya modificaciones que luego aparecerán en la versión latina de la obra, sugiere que Hobbes participó activamente en la preparación de esa pequeña tirada de libros producida de forma claramente ilegal (cf. Malcolm, 2012, pp. 228, 233-240, 252, 257Malcolm, Noel (2012). «Introduction», en: T. Hobbes. Leviathan. The English and Latin Texts. Ed. de N. Malcolm. 3 vols. Oxford: Oxford University Press, 2012. Vol. 1.).

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