ISEGORÍA. Revista de Filosofía moral y política, N.º 66
enero-junio,  2022, r01
ISSN-L: 1130-2097 | eISSN: 1988-8376
https://doi.org/10.3989/isegoria.2022.66.res01

CRÍTICA DE LIBROS

Cosmopolitismo y pandemia. Reseña de: Adela Cortina, Ética cosmopolita. Una apuesta por la cordura en tiempos de pandemia, Barcelona; Paidós, 2021.

Cosmopolitism and pandemic. Review of: Adela Cortina, Ética cosmopolita. Una apuesta por la cordura en tiempos de pandemia, Barcelona, Paidós, 2021.

Sebastián Gámez Millán

https://orcid.org/0000-0002-9546-8997

A estas alturas quizá sea innecesario presentarla, pero por si acaso alguien no conoce la trayectoria filosófica de Adela Cortina (Valencia, 1947), conviene indicar que, siguiendo los pasos de uno de los maestros, José Luis López Aranguren, una serie de filósofos, entre los que cabe resaltar a Javier Muguerza, Ernesto Garzón Valdés, Enrique Dussel, José Antonio Marina, Aurelio Arteta, Victoria Camps, Celia Amorós, Fernando Savater, Amelia Valcárcel y Adela Cortina, entre otros, han contribuido de manera decisiva a dar el “giro ético” en el pensamiento iberoamericano, es decir, a la aplicación de la ética en las diferentes esferas de la vida humana: profesiones, negocios, deontología de los medios de comunicación, política, ciudadanía, bioética…

Adela Cortina es Catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia. Es la primera mujer que ingresó en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas; directora del grupo de investigación “Éticas aplicadas y democracia” y de la Fundación Étnor; doctora honoris causa por diversas universidades nacionales y extranjeras; Premio Jovellanos (2007) por Ética de la razón cordial. Educar en la ciudadanía del siglo XXI; y Premio Nacional de Ensayo (2014) por ¿Para qué sirve realmente la ética?, entre otros reconocimientos.

Con frecuencia hablamos de “intelectuales comprometidos”; me atrevería a decir que Adela Cortina es una filósofa responsable, alguien que no pierde de vista los asuntos esenciales de nuestros tiempos, aplicando con un saludable sentido común una razón cordial que nos permite discernir y decidir en medio de una época tan confusa y desorientada como la que vivimos, en la estela de sus principales referencias: Aristóteles, Kant, Apel, Habermas y, si aceptamos la expresión, de la filosofía “española”, desde Ortega y Aranguren a algunos de los contemporáneos mencionados arriba, junto con Amartya Sen y Marta. C. Nussbaum, cuya concepción del “cosmopolitismo” critica a mi parecer con acierto en distintos momentos de esta obra.

Estructurado en once capítulos y una introducción, este libro es una buena muestra de lo que afirmo en el anterior párrafo. En la introducción aborda «los desafíos del coronavirus», anticipando de modo breve asuntos y conceptos que posteriormente desarrollará: la fragilidad e interdependencia de la condición humana, que esta crisis ha puesto de relieve de manera tan contundente como trágica; la necesidad de invertir en investigación científica, sin descuidar las humanidades; la necesidad no menos crucial de cultivar una democracia liberal-social e ir progresivamente universalizándola, bajo un êthos democrático, tendencia que se vislumbraba desde la Segunda Guerra Mundial hasta antes de la crisis de 2008, pero que en los últimos años retrocede.

Y otras cuestiones no menos relevantes: como los falsos dilemas entre seguridad y libertad, crecimiento o sostenibilidad, vida y economía… que nos obligan a elegir en planteamientos disyuntivos y demasiado sesgados ideológicamente, cuando, a decir verdad, son problemas en los que conviene conjugar una pluralidad de valores. Otro asunto es lo que denomina «la heurística de la dignidad humana», que «salva vidas», como lamentablemente hemos visto y seguimos viendo con la gerontofobia o la inmigración. Asimismo, «ante la crisis social y económica -con aumento de la pobreza, caída y precarización del empleo, descenso de la productividad, peligro de las prestaciones sociales» (p. 15), apuesta por la economía social de mercado, «que ha mostrado mayor justicia y libertad» que el capitalismo comunista o el neoliberal, añadiendo que «la empresa del futuro será social o no será. Acabar con el hambre y con la pobreza y reducir las desigualdades son responsabilidades de la actividad económica» (p. 16).

Entre los cambios producidos por la pandemia, sopesa las ventajas e inconvenientes de la “televida” -teletrabajo, teleeducación, teleocio…- y concluye que «es preciso tomar en consideración estas ventajas, pero sin olvidar que la relación personal es insustituible y que no puede ser excusa para reducir plantillas y explotar a los trabajadores». Todo esto bajo un horizonte cosmopolita donde tenemos que construir «un nosotros incluyente, reacio a la polarización» (p. 17).

«De la muerte de la muerte al cuidado de la vida», el primer capítulo, reivindica la «cura», recordando, con Patricia Churchland que «la base biológica de la ética es la capacidad de cuidar», aspecto que coincide con el último libro de Victoria Camps, Tiempo de cuidados. A su vez ese deseo de cuidar se fundamenta en la compasión, que «no es pasiva condescendencia hacia los peor situados», sino «un sentimiento activo, transformador». Por eso le proponen a la RAE una nueva acepción del término.

En esta línea el novelista Milan Kundera, ya en La insoportable levedad del ser, escribió: «tener compasión significa saber vivir con otro su desgracia, pero también sentir con él cualquier otro sentimiento: alegría, angustia, felicidad, dolor. Esta compasión significa también la máxima capacidad de la imaginación sensible, el arte de la telepatía sensible; es en la jerarquía de los sentimientos el sentimiento más elevado». Antes, en la filosofía, fue Schopenhauer el que reivindicó la compasión como fundamento de la ética, fenómeno que si atendemos textos de diversas culturas tal vez pueda considerarse transcultural.

Fiel a una constante a lo largo de toda su trayectoria, a la mano visible del Estado y a la invisible de la economía, reclama «la mano intangible de las virtudes éticas y de un êthos democrático» (p. 25), sin la cual acaso sea imposible el movimiento razonable de las anteriores manos. Y nos recuerda que «el riesgo cero no existe. Urge, pues, diseñar instituciones, locales y globales, para hacer frente a las epidemias presentes y futuras desde una ética que nos ayude a determinar nuestras prioridades en un universo que es ya irreversiblemente global» (p. 22).

«La experiencia de la vulnerabilidad», título del segundo capítulo, comienza con la descripción de un rasgo antropológico propio de la condición humana según Ortega y Gasset, el quehacer. A diferencia de otras especies, el ser humano tiene “quehacerse”; a lo que Cortina, desde la óptica manifiesta de la pandemia, añade «dejarse hacer» en tanto que somos seres vulnerables e interdependientes.

Luego aborda tres tipos de éticas que pueden considerarse complementarias y necesarias: la ética del cuidado, de la responsabilidad y la ética de la razón cordial, que, si bien «hunde sus raíces en la ética del diálogo que en los años setenta del siglo XX propusieron Apel y Habermas», trata de ir más allá de ella, ya que considera a los seres humanos como emocionales y no solo racionales.

De las anteriores éticas, sin duda es esta la que más ha contribuido a forjar Adela Cortina. No obstante, reconoce que «en tiempos en los que el emotivismo domina el espacio público, desde los bulos, la posverdad, los populismos esquemáticos, las propuestas demagógicas, las apelaciones a emociones corrosivas, urge recordar que las exigencias de justicia son morales cuando entrañan razones que se pueden explicitar y sobre las que cabe deliberar abiertamente» (p. 38).

De este modo cada capítulo aborda un asunto esencial de nuestros tiempos. En el tercero pide «cuidar la democracia», subrayando la importancia del peso de lo intangible, los valores. Defiende 1) «el compromiso de quienes ingresan en los partidos políticos para proteger las instituciones básicas del Estado de derecho»; 2) «Una ciudadanía madura», «clave de una democracia»; 3) «Amistad cívica y proyecto común».

«¿Seguridad frente a la libertad?», el cuarto capítulo, habla de la necesidad de distinguir los problemas frente a falsos dilemas que se presentan. En uno de sus epígrafes, «¿Es el totalitarismo más eficiente para salvar vidas?», aborda una cuestión planteada por el filósofo Byung-Chul Han en el contexto de la pandemia y que, a mi parecer, Cortina afronta de forma más convincente, incluso que otros filósofos políticos, como Daniel Innerarity. En una época donde los medios de comunicación y las redes sociales desdibujan cada vez más los límites entre lo privado y lo público, la autora reivindica, de la mano de Jesús Conill, cultivar la intimidad.

«No hay vida sin buena economía», argumenta en el quinto capítulo. Apoyándose en Amartya Sen, Premio Nobel de Economía (1998), declara que «el fin de la economía consiste en crear buenas sociedades, una buena empresa es un bien público que a todos beneficia». Por consiguiente, «contar con una buena economía es indispensable para alcanzar lo que se ha convertido en la brújula de nuestra civilización, los objetivos del Desarrollo Sostenible (…) Desde esta perspectiva, las empresas se convierten en agentes de justicia» (p. 69), algo en lo que Adela Cortina lleva trabajando al menos desde 1991, cuando comenzó su andadura la Fundación Étnor. Ética de los Negocios y las Organizaciones.

Por otro lado, apuesta por mantener los vínculos con la Unión Europea y Latinoamérica (¿no sería más exacto decir Iberoamérica?), aunque no deja de criticar la indigna y miserable falta de políticas que ha habido y sigue habiendo en el mar Mediterráneo por parte de la Unión Europea, causa de miles de muertes. Asimismo, se ocupa de los «retos pendientes en la construcción de la ciudad» y «las luces y las sombras de la televida».

«Gerontofobia: un atentado suicida contra la dignidad humana» es el tema del sexto capítulo, que analiza otra de las miserias (in)morales que hemos visto durante la pandemia. Al igual que hizo con “aporofobia”, concepto felizmente incluido en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua para designar justamente que el rechazo no es tanto a los emigrantes o extranjeros como a los pobres o empobrecidos, Adela Cortina propone aquí el término “gerontofobia” para referirnos a «la prevención, el temor, la aversión o el desprecio hacia los ancianos» (p. 90). Quizá el pensar verdadero y bien comienza por llamar a las cosas por su nombre.

«Humanidades y tecnociencias: juegos de suma positiva» es el tema del capítulo séptimo, donde, lejos de «la barbarie del especialismo», busca «recuperar la unidad del saber y potenciar las humanidades», en definitiva, una fecunda simbiosis entre las diferentes ramas del saber, pues al fin y al cabo «la interdisciplinariedad es constitutiva del conocimiento humano». En contra de algunos tópicos, Adela Cortina argumenta que las humanidades «1) son útiles, en el sentido de que proporcionan beneficio económico, han sido y son fuente de innovación tal como hoy se entiende el término, porque ofrecen soluciones para problemas concretos, que se traducen en “transferencia del conocimiento” del tejido productivo; 2) son fecundas, porque diseñan marcos de sentido que permiten a las sociedades autocomprenderse y orientar cambios hacia un auténtico progreso, y propician el cultivo de cualidades sin las que es imposible alcanzar la altura humana a la que las sociedades democráticas se han comprometido» (pp. 112-113).

¿De qué nos sirve hacer algo tecno-científicamente si no sabemos para qué fines? Y para ello antes necesitamos saber qué somos. Puede que el ADN nos revele aspectos de la naturaleza humana a efectos de la genética o la medicina, pero todavía nos seguimos comprendiendo, interpretando y comunicando de manera intersubjetiva y personal en términos que se asemejan más a los de una novela o a los de las figuraciones artísticas. Al final del capítulo ofrece once sugerentes razones para esta fecunda simbiosis entre humanidades y tecnociencias.

«Cuidar la palabra» es el asunto del capítulo octavo, en el que trata cuestiones como la posverdad y la construcción ideológica de la realidad. Considera que «un periodismo ético era imprescindible para construir sociedades democráticas y pluralistas, sociedades abiertas», pues «sin esa confianza en la información recibida, la ciudadanía se encuentra desasistida, porque conoce la realidad en muy buena medida a través de los medios de comunicación, hasta el punto que podría hablarse de una “construcción mediática de la realidad”» (p. 122).

Con su voluntad edificante, una vez más al final del capítulo propone cuatro medidas al menos: 1) Fomentar un periodismo profesional y responsable; 2) Cultivar la poliarquía, dado que la neutralidad es imposible; 3) Trabajar con ahínco en la defensa de los derechos digitales de las personas; 4) Educar a la ciudadanía para el mundo de la comunicación.

«Ciudadanía democrática: razón y emociones» es el asunto del noveno capítulo. Señala el «déficit emocional en las teorías liberales de la democracia», aunque tal vez una de las principales carencias de algunas democracias del mundo actual sea el predominio de las emociones sobre las razones en los ciudadanos. A continuación, describe cuatro modelos de ciudadanía democrática: «modelo liberal clásico», «nacionalismo de corte romántico», «los populismos» y «democracia radical: un entramado de razón y sentimientos», postura esta última con la que la autora se identifica.

«Ética cosmopolita. El momento kantiano» es el título del capítulo décimo, donde reivindica el legado kantiano, uno de los innegables pilares teóricos del pensamiento de Adela Cortina. Distingue cuatro rasgos comunes en el cosmopolitismo: «1) es global, no internacional; 2) incluye elementos de un universalismo normativo, porque todos los seres humanos tienen igual estatus moral y comparten características esenciales; 3) se focaliza en las personas, en los ciudadanos del mundo, y no en las naciones o tribus o pueblos; 4) la comunidad global ha de cultivarse intentando comprender las culturas diferentes de la propia y convivir con ellas, acogiendo un cosmopolitismo cultural. No se trata de apostar por una sola cultura, sino de considerar la diversidad como un valor».

Al final del capítulo rescata cinco conclusiones del legado kantiano, la más controvertida de las cuales quizá sea la segunda: «el descubrimiento de que las personas son fines en sí mismas, tienen dignidad y no precio, porque son autolegisladoras y valiosas por sí mismas, es la raíz moral de una ética cosmopolita, que exige que sean tratadas como fines en sí mismas, que no sean dañadas y se las empodere para que lleve adelante los proyectos de felicidad que no perjudiquen a otras».

Si bien el imperativo categórico es el fundamento teórico de los Derechos Humanos, y hay filósofos que han defendido la “dignidad” intrínseca de los seres humanos, como José Antonio Marina o, más recientemente, Javier Gomá Lanzón, otros pensadores más naturalistas, como Jesús Mosterín o Antonio Diéguez, han mostrado serias dudas acerca de este argumento.

«Un cosmopolitismo arraigado y cordial» es el título del undécimo capítulo, que comienza afirmando que «sin esa sociedad cosmopolita resulta imposible una justicia global». Aún más: «los desafíos globales requieren respuestas cosmopolitas, empezando por los retos climáticos, pandémico, digital, o por el derecho de los involuntariamente pobres a no serlo, que es el primer objetivo del desarrollo sostenible» (p. 167).

Por lo que se refiere a la expresión, es en todo tiempo muy clara y precisa. Solo he observado una errata: «la(s) injusticias» (p. 170). Así como una cursiva innecesaria en la página 125: «dado su funcionamiento». El uso de un anglicismo, «a nivel mundial», que el dardo en la palabra de Lázaro Carreter cuestionaría, pudiéndose decir: de modo/ de manera/ de forma mundial. “Fenomenización”, en la página 151, en lugar de “fenomenología”, término más ampliamente aceptado en el campo de la filosofía. Y, por último, pero no menos significativo, el uso de algunas expresiones apenas lexicalizadas, empleadas como licencias poéticas que no son ajenas a la actividad filosófica en cuanto a creación de conceptos (pensemos en Heidegger, Zubiri o María Zambrano, sin ir más lejos): me refiero al nombre “pretexto” convertido en verbo, “pretextando” (p. 26); o al participio “entrañada”, repetido en distintas ocasiones.

Aunque el adjetivo “cosmopolita” está proliferando cada vez con más fuerza en los últimos años y no sin razón en el mundo globalizado en el que vivimos, el título tiene algo de redundancia: se diría que la ética o es cosmopolita o no es ética. ¿No es la ética, por definición, universal? O, si se prefiere, la ética nació, crece y se desarrolla por su vocación universalizable. Con todo, aquí no encontramos recetas, pero sí una serie de sensatas orientaciones acerca de cómo abordar cuestiones ético-políticas decisivas que a todos nos conciernen bajo una razón cordial que no pierde de vista el sentido común.