ISEGORÍA. Revista de Filosofía moral y política, N.º 67
julio-diciembre 2022, e09
ISSN-L: 1130-2097 | eISSN: 1988-8376
https://doi.org/10.3989/isegoria.2022.67.09

DISCURSOS DEL ODIO / HATE SPEECH
ARTÍCULOS

Etiquetar y castigar: la infamia como expresión actual del control social

Labelling and punishing: infamy as a current expression of social control

Adriana María Ruiz Gutiérrez

Universidad Pontificia Bolivariana, Colombia

https://orcid.org/0000-0001-8588-7795

Resumen

La infamia constituye el modelo ideal de castigo actual, ya que marca el cuerpo real y simbólico de ciertos sujetos, sin ninguna mediación institucional: los individuos y los grupos sociales se arrogan el derecho a imputar, juzgar y castigar. De manera que existen instituciones formales y, además, ciertos colectivos informales que neutralizan, excluyen, matan y encierran real y simbólicamente, ejerciendo un poder para-judicial y para-penal. En palabras más precisas, hay una penalidad que no pasa necesariamente por el poder judicial ni el proceso legal, sino por el tribunal social y psicológico efectuado por algunos agentes de control social informal. La realidad evidencia la absorción progresiva del proceso judicial en el juicio colectivo, sin ninguna garantía ni código distinto a la mirada, el murmullo social y el juicio instantáneo. La sociedad se transforma así en un tribunal permanente que odia, etiqueta y castiga, y cuya inmediatez, espontaneidad y anonimato reaviva la infamia de los viejos sistemas de la penalidad medieval, así como la devastadora marcación totalitaria.

Palabras clave: 
Michel Foucault; criminología; sociedad punitiva.
Abstract

Infamy constitutes the ideal model of current punishment, since it marks the real and symbolic body of certain subjects, without any institutional mediation: individuals and social groups assume the right to accuse, judge and punish. So, there are formal institutions and, in addition, certain informal groups that neutralize, exclude, kill and imprison, both in reality and symbolically, exercising para-judicial and para-penal power. In more precise words, there is a penalty that does not necessarily pass through the judiciary or the legal process, but rather through the social and psychological court carried out by some agents of informal social control. The reality evidences the progressive absorption of the judicial process in the collective trial, without any guarantee or code other than the look, the social murmur and the instant judgment. Society is thus transformed into a permanent court that hates, labels and punishes, and whose immediacy, spontaneity and anonymity revive the infamy of the old systems of medieval penality, as well as the devastating totalitarian branding.

Keywords: 
Michel Foucault; Criminology; Punitive society.

Recibido: 31  enero  2022. Aceptado: 21  julio  2022.

Cómo citar este artículo/Citation: Ruiz Gutiérrez, Adriana María (2022) “Etiquetar y castigar: la infamia como expresión actual del control social”. Isegoría, 67: e09. https://doi.org/10.3989/isegoria.2022.67.09

CONTENIDO

INTRODUCCIÓN

 

Cada sociedad define sus tácticas penales en función de sus titulares y destinatarios: mientras las formas primitivas de la penalidad privilegiaron la neutralización y la expulsión de los «individuos temibles» para la comunidad, la época clásica entremezcló el encierro, la exclusión, la infamia y la indemnización respecto a los «delincuentes peligrosos». A diferencia de la pena de muerte, la marcación constituyó la pena dominante durante la Alta Edad Media y el encierro la táctica principal desde la época moderna (Foucault, 1996, p. 23Foucault, Michel (1996). La vida de los hombres infames. Buenos Aires: Altamira.). Mientras la marcación (infamia) implica una cicatriz visible en el cuerpo del culpable y una mancha simbólica a su nombre, disminuyendo su estatus social, el encierro representa el retraimiento, la absoluta confiscación del cuerpo del delincuente, aislándolo de los lazos colectivos. Una y otra táctica sirvieron, a su vez, para atribuir el estatus de «criminales» o de «desviados» a ciertas poblaciones de herejes, enfermos mentales, delincuentes, minorías étnicas, religiosas y sexuales.

Sin embargo, las pretendidas anomalías ocultaban algo más: «Las técnicas, los procedimientos y los aparatos mediante los cuales la sociedad excluía a una serie de individuos para presentarlos a continuación como anormales, desviados» (Foucault, 2016, p. 18Foucault, Michel (2016). La sociedad punitiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. ). Puntualmente, las sociedades se clasifican según las variaciones de las penas: sociedades asesinadoras, torturadoras o purificadoras, expulsadoras, encerradoras, masacradoras, infamantes (Foucault, 2016, p. 36Foucault, Michel (2016). La sociedad punitiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. ). Huelga decir, sin embargo, que las penalidades se combinan, se solapan y se yuxtaponen en virtud de los diferentes tipos de sociedad, así como los portadores del control social. De modo que, en todas las colectividades, las penas -sean o no dominantes en virtud de su función social- actúan de forma constante y paralela. Hasta aquí la comprensión habitual. Actualmente, sin embargo, las cuestiones son más complejas: ¿quiénes son los titulares actuales del derecho a castigar?, ¿sobre quiénes y cómo recae?, ¿cuáles son las razones de la sanción?

En principio, la superstición primitiva admitía que lo prohibido se castigaba por sí mismo, sin mediación de autoridad alguna: «El que traspasaba la frontera tenía que morir, a los perjuros les crecía la mano fuera de la tumba, quizá el falso juramento rompía el cuello al impío» (Hentig, 1967, p. 112Hentig, Hans von (1967). La pena I. Formas primitivas y conexiones histórico-culturales. Madrid: Espasa-Calpe. ). Tras las creencias populares del automatismo del mal en un castigo, suceden históricamente los jueces, los verdugos y la policía, quienes actúan en nombre del poder formal. No obstante, y omitiendo la aparente claridad conceptual, el ejercicio de la penalidad escapa hoy a las meras clasificaciones históricas, situándose en las luchas por los privilegios del poder, entre los que se encuentran, por supuesto, la definición del estatuto de «criminal-enemigo social» y la imposición de la pena. Foucault es claro al respecto: «Para hacer el análisis de un sistema penal, lo que debe ponerse de manifiesto en primer término es la naturaleza de las luchas que en una sociedad se desarrollan en torno al poder» (2016, p. 27Foucault, Michel (2016). La sociedad punitiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. ).

De ahí que las luchas y los motines permanentes, más allá de destruir y de reformar los elementos del poder institucional, en nombre de la justicia y de la libertad populares, pretendan, en cambio, apropiarlos y activarlos en virtud de sus nuevos portadores y destinatarios. A propósito de esta afirmación, Foucault introduce la noción de guerra civil para explicar las colisiones cotidianas, los instrumentos disputados, las tácticas implementadas y las alianzas entre individuos por las prerrogativas del poder (2016, p. 47Foucault, Michel (2016). La sociedad punitiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. ). Por lo general, todo anhelo de transformar el sistema penal sucumbe ante la imposición de otras técnicas de vigilancia, de control y de castigo. Y la titularidad del «derecho a castigar» constituye el lugar más visible de la lucha generalizada. He aquí la cuestión crítica: hoy, la lucha por el privilegio a sancionar a los demás acontece, más específicamente, en la disputa por el control social, entendido como un conjunto de instituciones, estrategias y sanciones sociales que someten a los sujetos a ciertos modelos y pautas comunitarias (García-Pablos, 2001, p. 119García-Pablos, Antonio (2001). Criminología. Una introducción a sus fundamentos teóricos. Madrid: Tirant Lo Blanch. ).

En efecto, el cuerpo social se sirve de numerosos portadores del control, formales (policía, justicia, administración penitenciaria) e informales (familia, escuela, profesión, opinión pública, colectivos sociales). Unos y otros actúan como titulares disciplinantes, haciendo uso de distintos sistemas normativos (religión, costumbre, derecho, normas de cortesía), estrategias o respuestas de control (prevención, represión, socialización) y modalidades de sanción social (positivas y negativas). Mientras los agentes de disciplina social informal procuran modelar al individuo mediante un largo y sutil proceso, que principia en el hogar y concluye en la instancia laboral, a través de la interiorización conformista de las pautas sociales aprendidas, las instancias informales actúan de modo coercitivo, imponiendo, además, sanciones cualitativas distintas a las sociales: «sanciones estigmatizantes que atribuyen al infractor un singular estatus (desviado, peligroso, delincuente)» (García-Pablos, 2001, p. 119García-Pablos, Antonio (2001). Criminología. Una introducción a sus fundamentos teóricos. Madrid: Tirant Lo Blanch. ).

De modo que la institución formal configura solo una de las posibles portadoras del control social, así como el derecho penal y la infracción legal componen unos entre distintos sistemas normativos y modalidades de sanción para reprimir a sus destinatarios. Para mayor claridad en orden a la exposición de la hipótesis de este artículo, que intersecciona filosofía y criminología críticas para entender el funcionamiento de la infamia en los sistemas actuales de control social que intercambian, cada vez más, y con crueles efectos, todos sus elementos (portadores, estrategias, medios y sanciones), es preciso subrayar que, al igual que los órganos formales de control, diferentes colectivos informales ejercen, hoy, un poder para-judicial y para-penal, definiendo e imponiendo sanciones estigmatizantes que marcan al individuo como enemigo, anormal, delincuente, desviado. A diferencia de la previsibilidad, la razonabilidad y la articulación con los principios y las normas del ordenamiento jurídico, la espontaneidad, el anonimato y la violación de las libertades y las garantías caracterizan el funcionamiento de la penalidad vigente.

La reacción de ciertos portadores informales del control social, que crean la infracción y estigmatizan al ofensor como tal, configura, así, la criminalidad, etiquetando y sancionando a ciertos individuos «despreciables» para la comunidad. Sin duda, el etiquetamiento es directamente proporcional al incremento de los titulares del control social formal e informal: «El mandato abstracto de la norma [y el discurso unilateral de ciertos grupos sociales] se desvía sustancialmente al pasar por el matiz de ciertos filtros altamente selectivos y discriminatorios que actúan guiados por el criterio del estatus social del infractor» (García-Pablos, 2001, p. 119García-Pablos, Antonio (2001). Criminología. Una introducción a sus fundamentos teóricos. Madrid: Tirant Lo Blanch. ). De forma complementaria a la criminología crítica, determinados colectivos informales de disciplinamiento social, no son meros pacientes de los agentes formales de control, sino, más palmariamente, continuadores de una sociedad infamante, que perpetúa el eterno retorno de la fuerza en sus distintas modalidades (físicas y simbólicas), a pesar de la circulación de sus discursos contra la violencia y de su exhortación a la justicia.

En este caso, y paradójicamente, los castigos se multiplican, así como sus portadores y destinatarios, excediendo la delimitación de los bienes jurídicos y la conformidad con las normas jurídicas, a partir de «una plétora de variables cognitivas y emotivas, un engranaje, en el cual las decisiones penales representan solo un minúsculo tornillo (del cual no siempre se sabe en qué dirección gira)» (Hassemer, 1991, p. 21Hassemer, Winfried (1991). Derecho penal simbólico y protección de bienes jurídicos. Nuevo Foro Penal, 51, 17-30. ). En consecuencia, la guerra de todos contra todos se extiende, en el presente, al ámbito de la sanción de unos contra los otros, reapropiando y reactivando exponencialmente las viejas formas de penalidad. El asesinato, la expulsión, el encierro, la marcación, la tortura, la indemnización se suceden unas a otras, mientras se comunican y yuxtaponen con absoluta severidad contra sus víctimas sacrificiales y la satisfacción de sus portadores. Ahora, entre las numerosas tácticas penales, la marcación -también llamada infamia, en tanto imposición de una mancha simbólica sobre el cuerpo virtual y social del acusado, humillando su nombre y su humanidad- ocupa un lugar preferente en la sociedad actual (Foucault, 2016, p. 22Foucault, Michel (2016). La sociedad punitiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. ).

La práctica de la marcación combina, como ningún otro castigo, la muerte y la exclusión, así como el sufrimiento de sus destinatarios y la impunidad de sus titulares, la mayoría de las veces anónimos: «Es un castigo transparente: solo la mirada y el murmullo, el juicio instantáneo y, llegado el caso, constante de cada quien y de todos constituye esa suerte de tribunal permanente» (Foucault, 2016, p. 26Foucault, Michel (2016). La sociedad punitiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. ). En palabras de Foucault, desde finales de la Edad Media hasta el siglo XVIII, el suplicio de la marcación conduce a la decapitación del noble, la horca del villano, la quema de los herejes, el descuartizamiento del traidor, el desorejamiento de los ladrones, la perforación de la lengua del blasfemo, entre otros ritos del poder sacrificial. Ahora, si la elección de la pena alude a la utilidad de los portadores del control social y, en ningún caso, a la importancia de la falta misma y de su ocurrencia efectiva, entonces la infamia constituye la «pena perfecta» en la actualidad, ya que ciertos órganos del control social focalizan su mirada sobre el «individuo culpable», sin necesidad de un código legal, la prueba de una falta y el juicio ritualizada por el poder público (Foucault, 1996, p. 26Foucault, Michel (1996). La vida de los hombres infames. Buenos Aires: Altamira.).

«El juicio no será otra cosa que la totalidad de los juicios individuales efectuados por los ciudadanos» (Foucault, 1996, p. 26Foucault, Michel (1996). La vida de los hombres infames. Buenos Aires: Altamira.). El triunfo de los múltiples portadores de la disciplina social formal e informal opera, entonces, cuando sus titulares resultan suficientemente poderosos para atribuir el estatuto de criminal-enemigo social a ciertos individuos, sancionándolos en nombre del «derecho a castigar». Las viejas ordalías se transforman, ahora, en los espectáculos de la infamia social donde «el ordalizado, culpable hasta que logre demostrar su inocencia, se salvará no por la cualidad moral de sus actos, sino por su fortaleza física o por su resistencia al sufrimiento; no por lo que hace, sino por su naturaleza» (Fuentes, 2018, p. 15Fuentes, Eugenio (2018). La hoguera de los inocentes. Linchamientos, cazas de brujas y ordalías. Barcelona: Tusquets.). Contemporáneamente, la infamia representa el sello de la barbarie totalitaria y, también, el riesgo del derecho penal liberal o garantista (pues pone en entredicho los límites formales y materiales al ejercicio del poder punitivo), cuyos derechos y garantías individuales sucumben ante la poderosa maquinaria del control social institucional y, también, de numerosos colectivos informales que se arrogan el derecho a etiquetar y a sancionar.

A propósito, el habeas corpus, que originariamente alude a la obligación del magistrado de exhibir el cuerpo del imputado y de exponer los motivos de la detención, garantizando, así, el derecho de defensa por parte del acusado, desaparece, entre tanto, ante la ausencia física del condenado y el anonimato de sus acusadores. En este sentido, la sentencia resulta tan inmediata como cruel: «Desde el momento de su acusación -y sin esperar a la sentencia-, el ordalizado ya está convertido en lo que Giorgio Agamben ha denominado homo sacer, es decir, en un hombre arrojado a una tierra de nadie, fuera de las murallas, y expulsado de la sociedad a la que había pertenecido» (Fuentes, 2018, p. 312Fuentes, Eugenio (2018). La hoguera de los inocentes. Linchamientos, cazas de brujas y ordalías. Barcelona: Tusquets.). Por tanto, la marcación infamante del poder formal y no-institucionalizado implica la reducción post-totalitaria de la vida humana a «una vida desnuda, sin derechos ni prerrogativas, sobre el que se puede practicar pimpampum con toda impunidad» (Fuentes, 2018, p. 312Fuentes, Eugenio (2018). La hoguera de los inocentes. Linchamientos, cazas de brujas y ordalías. Barcelona: Tusquets.).

He aquí la cuestión de esta composición que aborda la infamia como expresión vigente de la aversión de numerosos titulares del control social, formales y, principalmente, informales, sobre amplios grupos de sujetos etiquetados de «anormales», «desviados», «indeseables», «peligrosos». Naturalmente, la marcación, en cuanto modalidad de castigo en la historia de la penalidad, y, más taxativamente como tipo ideal en el presente, descubre las maneras de defensa social, así como sus titulares y sus destinatarios, lo que excede las meras clasificaciones teóricas. Cada sociedad fija, así, las modalidades y las intensidades de sus penas, permitiendo caracterizar la actual como una sociedad infamante. Basta advertir, hoy, por ejemplo, la revigorización del juicio colectivo, en nombre de la justicia popular, que disuelve progresivamente la hegemonía del poder judicial (Foucault, 1996, p. 90Foucault, Michel (1996). La vida de los hombres infames. Buenos Aires: Altamira.). El desarrollo de esta hipótesis, que cruza la filosofía y criminología críticas, tiene como unidades de análisis, principalmente: «La sociedad punitiva» (clases del 3, 10 y 17 de enero de 1973) y «La vida de los hombres infames», de Michel Foucault; «La hoguera de los inocentes. Linchamientos, cazas de brujas y ordalías», de Eugenio Fuentes; «La pena. Formas primitivas y conexiones histórico-culturales», de Hans von Hentig; y «Criminología. Una introducción a sus fundamentos teóricos», de Antonio García-Pablos.

LA DISPUTA POR LAS DOS ESPADAS

 

En La sociedad punitiva, clase del 3 enero de 1973, Michel Foucault anticipa su punto de partida: «Sabrán que en los siglos XIX y XX hubo quienes se entretuvieron en clasificar las sociedades en dos tipos, según la manera como trataban a sus muertos: sociedades inhumadoras y cremadoras». Ahora, pregunta Foucault, «¿podríamos tratar de clasificar las sociedades conforme a la suerte que reservan, no a los difuntos, sino a los vivos?» (Foucault, 2016, p. 17Foucault, Michel (2016). La sociedad punitiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. ). El cuerpo social divide a los vivos en dos categorías: unos de lo que quiere deshacerse y otros que desea dominar debido a su disconformidad con la ley (Foucault, 2016, p. 17Foucault, Michel (2016). La sociedad punitiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. ). Siguiendo a Lévi-Strauss, Foucault advierte que esta doble tipificación de los «individuos peligrosos», corresponde a las sociedades denominadas antropofágicas -las cuales asimilan la fuerza temible y hostil de ciertos sujetos, neutralizando el peligro contenido en ellos-, y antropoemias -que expulsan a los «individuos temibles», manteniéndolos, temporal o definitivamente, aislados del organismo social, a partir de determinadas prácticas de exclusión-.

Nuestra sociedad, dice Foucault, «pertenecería al segundo tipo, las que excluyen esas fuerzas peligrosas que son la locura o el crimen y que las excluyen por la muerte, o el exilio, o el internamiento» (Foucault, 2016, p. 17Foucault, Michel (2016). La sociedad punitiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. ). Sin embargo, y a pesar del estatuto binario del organismo social, tan útil como limitado para comprender la actualidad, una y otra coexisten sin distinción: mientras las dinámicas de inmunización, esto es, de absorción y de negación de todo agente peligroso, se infiltran en todos los ámbitos de la vida contemporánea (Esposito, 2009, p. 17Esposito, Roberto (2009). Inmunitas. Protección y negación de la vida. Buenos Aires: Amorrortu.), las viejas prácticas de exclusión se prolongan en variadas técnicas, aparatos y procedimientos de aislamiento de numerosas poblaciones «indeseables» para la sociedad (Foucault, 2016, p. 17Foucault, Michel (2016). La sociedad punitiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. ). En nombre de la defensa social ante sus enemigos, la asimilación y el aislamiento se interconectan y comunican, apartando a los individuos «temibles» de los vínculos humanos.

Concretamente, basta que el Estado y, actualmente, cualquier individuo o colectivo que se arrogue la potestad de castigar, imputen el estatus de criminal, desviado, anormal, enemigo social a cualquier sujeto o grupo -sin probar necesariamente la verdad de esta imputación-, para que esos sujetos se conviertan socialmente en delincuentes odiados por la mayoría. Ahora, entre la asimilación (antropofagia) y la exclusión (antropoemia) aparece algo más que exige ser leído: el sistema judicial ya no reprime la venganza privada (Girard, 2012, p. 23Girard, René (2012). La violencia y lo sagrado. Barcelona: Anagrama.), no la suprime en virtud de la última palabra: el castigo «único» de la institución, privilegio exclusivo y excluyente de la autoridad soberana, especializada en la condena, es liberada ahora al interior del cuerpo social: «No se puede prescindir de la violencia para acabar con la violencia. Pero precisamente por eso la violencia es interminable. Cada cual puede proferir la última palabra de la violencia y así avanza de represalia en represalia» (Girard, 2012, p. 33Girard, René (2012). La violencia y lo sagrado. Barcelona: Anagrama.).

La infección y la transmisión del deseo a la violencia se atomiza en la sociedad, cuyos individuos y colectivos disputan, actualmente, la prerrogativa coercitiva sobre el resto de la comunidad, gobernando y modelando sus acciones. Mientras los órganos formales de control social pierden, hoy, su capacidad de limitar la venganza, los portadores informales de disciplinamiento social encuentran múltiples maneras para destruir a los demás, especialmente mediante la marcación. De este modo, la víctima sacrificial atrae el odio y la venganza sobre sí, quedando expuesto y excluido de los otros. El Leviatán se contrae, así, ante variados grupos sociales que contienden por la espada de la guerra y la justicia: «… unas cuantas unidades colectivas toman ciertos fragmentos del poder, no para abolirlos y volver a algo parecido a la guerra de todos contra todos, sino, al contrario, para reactivarlos» (Foucault, 2016, p. 28Foucault, Michel (2016). La sociedad punitiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. ).

En palabras más exactas, se trata de una violencia social contra la violencia institucional, ya no por el «derecho a hacer la guerra», sino por el «derecho a castigar» a los demás: las viejas instituciones regulares y los colectivos emergentes engullen, mastican y excretan, dondequiera, ilimitadamente, a ciertos individuos odiados por los demás. Unas y otras, sin distinción, rivalizan por el control sobre la vida, a través del ejercicio de la violencia: «Por un lado, el derecho interioriza la violencia; por el otro lado, y al mismo tiempo, se traslada a un teatro exterior en el que ella sube materialmente a escena» (Esposito, 2009, p. 62Esposito, Roberto (2009). Inmunitas. Protección y negación de la vida. Buenos Aires: Amorrortu.). De modo que las luchas entre la institución y los grupos sociales por la reapropiación y la reactivación del poder, liberan y difieren, paulatinamente, distintas prácticas, instrumentos y coaliciones. En efecto, dice Foucault, «un movimiento de motín no consiste, pues, en destruir los elementos del poder como en apoderarse de ellos y ponerlos en acción» (Foucault, 2016, p. 48Foucault, Michel (2016). La sociedad punitiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. ).

Esta idea resulta suficiente para entender el funcionamiento de la penalidad en la sociedad actual, que, en todo caso, excede el monopolio institucional, revigorizando la venganza social. En la actualidad, el Leviatán y las facciones sociales constituyen, pues, un duplo, tan íntimo como oscilante, en su relación con la «violencia sacrificial». La asimilación, la neutralización y la exclusión configuran las maneras de aplacar el odio que se propaga en el cuerpo social: «Aun cuando se asuma la forma de la no-violencia, cuando aparece anhelar la paz, la comunidad es el fruto oculto -una concesión y un producto- de la violencia» (Esposito, 2009, p. 59Esposito, Roberto (2009). Inmunitas. Protección y negación de la vida. Buenos Aires: Amorrortu.). Así, el cuerpo social exacerba sus mecanismos de punición, digiriendo y trasladando la violencia al teatro sacrificial; el espectáculo social, la reunión en círculo, donde todos se congregan a observar la víctima sacrificial y su suplicio.

Al respecto, René Girard señala que «si, en un panorama general del sacrificio humano, se contempla el abanico formado por las víctimas, nos encontramos, diríase, ante una lista extremadamente heterogénea» (2012, p. 19Girard, René (2012). La violencia y lo sagrado. Barcelona: Anagrama.). Además del viejo dios mortal, el Leviatán, los grupos sociales exponen a sus víctimas, mientras observan la carne viva amontonada en sus altares: «Y para apaciguar su cólera, se multiplican los sacrificios» (Girard, 2012, p. 19Girard, René (2012). La violencia y lo sagrado. Barcelona: Anagrama.). Las formas primitivas del sacrificio humano como ofrenda a dioses, los muertos y la comunidad, en orden a la gratificación o la protección evolucionan, hoy, a los linchamientos digitales que propagan numerosas agresiones y acosos con gran capacidad de viralización en las redes sociales. El sacrificio primitivo de los prisioneros de guerra, los esclavos, los niños y los adolescentes, los tarados, los «desechos sociales» se metamorfosea, así, en la lujuria rencorosa de los nuevos «afiladores de la guillotina» (Fuentes, 2018, p. 15Fuentes, Eugenio (2018). La hoguera de los inocentes. Linchamientos, cazas de brujas y ordalías. Barcelona: Tusquets.).

«Si el principio de la situación sacrificial está basado en la semejanza entre las víctimas actuales y las víctimas potenciales, no hay por qué temer que esa condición no se cumpla cuando en ambos casos se trata de seres humanos» (Girard, 2012, p. 18Girard, René (2012). La violencia y lo sagrado. Barcelona: Anagrama.). No hay duda de que el ritual sacrificial fluctúa entre el soberano y los grupos sociales emergentes, engullendo y vomitando a los antiguos y actuales «portadores del mal». He aquí la cuestión definitiva que exige ser pensada. Los sacrificadores se multiplican, así como sus víctimas potenciales. Ahora, la distinción entre el sacrificio institucional y el sacrificio social reside, únicamente, en la designación de los seres «sacrificables» y «no sacrificables», ya que sus ceremonias, sus ideas absolutas y sus libaciones son las mismas. Además de las sociedades deficitarias, que exacerban los peligros del crimen y su punición, tal como lo advierte Foucault, las estructuras sociales atomizadas en múltiples instituciones políticas y colectivos sociales reduplican los delitos y las sanciones, que, en modo alguno, se ajustan a las acciones ilícitas del individuo, sino al odio por sus características y preferencias personales.

Y, bajo estas condiciones, advierte Foucault: «Si la pena es una reacción de la defensa de la sociedad, y sobrepasa la medida, se convierte entonces en abuso de poder» (Foucault, 2016, p. 49Foucault, Michel (2016). La sociedad punitiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. ). En principio, la prerrogativa del castigo, propia del monopolio de la violencia, constituye el derecho absoluto, esto es, el poder exclusivo del soberano. El Leviatán sujeta en sus manos la espada de la justicia y la defensa del cuerpo social unitario, además de la espada de la guerra, la vida y la muerte de los súbditos, que componen una sola, inseparables y esenciales al poder soberano. En palabras precisas, la institución «racionaliza» el odio y la venganza primitiva, convirtiéndola en una técnica sacrificial, sin consecuencias; no será vengada: «Cuanto más se desplaza el punto focal del sistema de la prevención religiosa hacia los mecanismos de la retribución judicial, más avanza la ignorancia que ha presidido la institución sacrificial hacia estos mecanismos y, tiende, a su vez, a rodearlos» (Girard, 2012, p. 30Girard, René (2012). La violencia y lo sagrado. Barcelona: Anagrama.).

Así las cosas, entre las prerrogativas del Leviatán, el derecho al castigo ratifica su soberanía sobre la multitud, expresando su poder a través de penalidades corporales (flagelación sobre el cuerpo humano o las lesiones, heridas, encadenamientos y penalidades no mortales), capitales (muerte simple o con tormento), pecuniarias (privación de una suma de dinero, tierras y bienes, multa, pago), ignominia (infligir daño deshonroso, privación de un bien honorable dentro del Estado), prisión (custodia, vigilancia, encierro), destierro (abandono) (Hobbes, 1979, pp. 274-275Hobbes, Thomas (1979). Leviatán. Madrid: Nacional.). Sin embargo, Hobbes es enfático en afirmar que la imposición de una pena depende de una ley previa, sin la cual la sanción es un acto de arbitrariedad, «porque nadie se supone que ha de ser castigado antes de ser judicialmente oído y declarado culpable». Y, seguidamente agrega: «Todas las penas recaídas en seres inocentes, ya sean grandes o pequeñas, van contra la ley de naturaleza, porque la pena se impone solamente por transgresión de la ley, y, por tanto, no debe existir castigo para el inocente» (Hobbes, 1979, p. 274Hobbes, Thomas (1979). Leviatán. Madrid: Nacional.).

No obstante, el monopolio absoluto de la violencia institucional cede, actualmente, ante la aparición de variados individuos y colectivos sociales que, la mayoría de las veces, aplican la venganza privada derivada del odio por sus víctimas, sin vacilación, exasperándola, desplegándola y multiplicándola en el cuerpo social: «Todos los procedimientos que permiten a los hombres moderar su violencia son análogos en tanto que ninguno de ellos es ajeno a la violencia» (Girard, 2012, p. 30Girard, René (2012). La violencia y lo sagrado. Barcelona: Anagrama.). En efecto, toda violencia natural o institucional participa de la misma sustancia: la fuerza que excluye, mata, masacra, tortura, marca. Aquí no hay diferencia entre la violencia institucional y la violencia social. En síntesis, detrás de una aparente diferencia teórica entre una y otra, las instituciones formales y los grupos sociales informales de control social, es preciso afirmar la no-diferencia, la identidad análoga de los sacrificadores y sus víctimas, y la activación de una penalidad compartida que solapa sus discursos y actuaciones.

De manera que toda comprensión sobre los sistemas penales exige, hoy, la observación concreta de ciertos organismos estatales y variados colectivos informales que ejercen el control social, a través del ejercicio de una penalidad constante de neutralización, expulsión, encierro, marcación y exacción de bienes.

DE LA GUERRA CIVIL AL CONTROL SOCIAL PARA-JUDICIAL Y PARA-PENAL

 

«La guerra civil es la matriz de todas las luchas de poder, de todas las estrategias del poder y, por consiguiente, también la matriz de todas las luchas acerca del poder y contra él». Y, adicionalmente, Foucault agrega: «La guerra civil es el estado permanente sobre cuya base pueden y deben comprenderse unas cuantas de esas tácticas de lucha de las que la penalidad es precisamente un ejemplo privilegiado» (Foucault, 2016, p. 49). Esta premisa permite comprender el entrelazamiento entre la punición estatal y la sanción social, entre los titulares del control formal y los portadores informales del disciplinamiento social, así como la activación y el funcionamiento de una estrategia especial de la penalidad: la infamia.

A propósito, basta recordar el mito de la guerra generalizada donde los hombres viven sin un poder común que los mantenga a raya (Hobbes, 1979, p. 263Hobbes, Thomas (1979). Leviatán. Madrid: Nacional.). En este estado, dice Hobbes, cada uno confía en su propia fuerza e invención para perseverar su vida y su integridad, haciendo uso de todos los medios que le provee la naturaleza y de la razón para dominar al resto. No obstante, en la fiesta de la masacre, el miedo y el peligro inminente de una muerte violenta, así como la existencia solitaria, mendicante, brutal y breve, conduce a los hombres a pactar que un individuo o un grupo de hombres tendrán el derecho a representarlos en adelante. En cualquier caso, el mito de la guerra originaria se transforma en la capitulación unívoca de todos respecto a uno, que, sin mediación deliberativa ni posibilidad de apelación, «autorizarán en lo sucesivo todas las acciones y juicios de ese hombre o asamblea de hombres como si fueran los suyos propios hasta el final» (Hobbes, 1979, p. 268Hobbes, Thomas (1979). Leviatán. Madrid: Nacional.).

La voluntad del nuevo dios mortal, el Estado Leviatán, se expresa inmediatamente en la acción del soberano, tan absoluto como impune en tiempo de guerra y de paz. O sea que la guerra de cada hombre contra el resto, el sacrificio prolongado y la carrera hacia una muerte inminente radica en la indistinción de la violencia: cualquier hombre posee el derecho natural a disponer de la vida de los demás. Sin embargo y, a pesar del ejercicio plural de una comunidad que se enfrenta a muerte, el «derecho a castigar» constituye un privilegio exclusivo del nuevo dios, incluso, a pesar del pacto: «El derecho de la República a castigar no se funda sobre ninguna concesión o arreglo de los súbditos» (Hobbes, 1979, p. 386Hobbes, Thomas (1979). Leviatán. Madrid: Nacional.). De ahí que el castigo encuentre un fundamento a posteriori y, en modo alguno, a priori en la moderna teoría del poder y la política: «El derecho a castigar, que no podría fundamentarse en el pacto social, encuentra la justificación de su existencia en las modalidades de su ejercicio» (Zarka, 1997, p. 270Zarka, Yves (1997). Hobbes y el pensamiento político moderno. Barcelona: Herder.).

La penalidad es, entonces, un privilegio esencial y reservado al soberano, que reclama el derecho de «partir» a sus criminales-enemigos mediante el ejercicio de sus espadas. Lo cierto es que, dice Yves Charles Zarka, el «derecho a castigar» se fundamenta en el conocimiento de los súbditos sobre dicha prerrogativa soberana, la cual debe limitarse, en todo caso, a establecer el crimen y la culpabilidad del individuo, a partir de la ley y la pena previamente regulados. La taxonomía de los poderes soberanos disuelve el enfrentamiento con otros individuos y colectivos debido a su radical asimetría, inapelable jerarquía, insobornable injerencia exterior. De este modo, el Leviatán asegura su inmunidad: «El Estado absorbe en sí toda racionalidad y toda legalidad. Fuera de él todo es estado de naturaleza» (Schmitt, 1997, p. 99Schmitt, Carl (1997). El Leviatán en la doctrina del Estado de Thomas Hobbes. México D.F: Universidad Autónoma Metropolitana.). Hasta aquí la comprensión habitual.

Sin embargo, Foucault contradice el hecho según el cual la erección del Leviatán disuelve la guerra de todos contra todos, así como la reaparición de la guerra civil al interior del cuerpo político. Y esto es, sin lugar a dudas, esencial para explicar la penalidad actual. La guerra civil es directamente proporcional al poder: «No es una especie de antítesis del poder, algo existente antes de este o reaparecido tras él. No mantiene una relación de exclusión con el poder. La guerra civil se desarrolla en el teatro del poder». Y, a continuación, Foucault advierte: «Solo la hay [guerra civil] en el elemento del poder constituido; se despliega para conservar o conquistar el poder, para confiscarlo o transformarlo. No es lo que ignora o destruye pura y simplemente el poder: siempre se apoya en elementos de este» (Foucault, 2016, p. 47Foucault, Michel (2016). La sociedad punitiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. ). Precisamente la guerra, que tolera la insubordinación de las formas establecidas y atraviesa numerosos campos y registros, es concebida como algo interior y similar a la matriz del poder; una continuación de sus elementos.

Y el «derecho a castigar» es, por tanto, uno de tantos privilegios que se disputan las facciones del poder, no para abolirlo, y retornar a la guerra de todos contra todos, sino para apropiarlo y reactivarlo por ciertas unidades colectivas (Foucault, 2016, p. 47Foucault, Michel (2016). La sociedad punitiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. ). Entretanto, las nuevas facciones sociales combaten por reapropiarse de las formas, los símbolos, los procesos, los ritos del poder, aunque de forma invertida; al revés: «Tenemos aquí, por lo tanto, un esquema de apropiación, de reactivación y de inversión de la relación de poder» (Foucault, 2016, p. 46Foucault, Michel (2016). La sociedad punitiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. ). Por este motivo, las espadas del poder se empujan y se transforman por otras manos, declarando a los nuevos enemigos y sometiendo a juicio a los nacientes criminales.

El crimen aviva, así, la lucha por el «derecho a castigar», y la sanción social reanima la contraguerra de los colectivos contra el nuevo criminal-enemigo. La obsesión por el poder no cesa, mientras la nostalgia por la destrucción compartida se exaspera, demoliendo la línea imaginaria, siempre ineficaz, entre el Leviatán y los súbditos, la guerra generalizada y el estado civil, la guerra civil y la disolución del Estado. Esta demarcación opera en la ficción teórica del poder, pero, en ningún caso, en los contornos históricos y actuales. De esta manera, los colectivos sociales se apoderan del «criminal-enemigo social», reactivando los altares y los ritos de la violencia sacrificial en nombre de sus víctimas. He aquí la novedad de esta lectura crítica: el desplazamiento de la guerra de todos contra todos a la guerra civil admite otro pliegue, sucedáneo y palpitante en el cuerpo social, aunque descuidado debido a las aparentes claridades en torno a las divisiones del control social formal e informal.

El paradigma de control resulta esencial en las nuevas luchas por los privilegios del poder, «porque la criminalidad, no tiene naturaleza “ontológica” sino “definitorial”» (García-Pablos, 2001, p. 119García-Pablos, Antonio (2001). Criminología. Una introducción a sus fundamentos teóricos. Madrid: Tirant Lo Blanch. ). Complementando a Foucault, según el cual el ejercicio cotidiano del poder debe considerarse como una guerra civil, es subrayar que las rivalidades entre los grupos sociales y las instituciones formales se libran a ojos vistas en la cartografía del control social, definiendo la intensidad y la sanción de las faltas y atribuyendo el estatus de criminal a ciertas «poblaciones indeseables». Actualmente, lo decisivo para la filosofía y la criminología es determinar cómo operan determinados grupos y mecanismos sociales en su lucha por la reapropiación y la reactivación del control social informal, mientras conservan la homogeneidad y tachan, expulsan y aniquilan lo heterogéneo. Por supuesto, hay más caras, hay más fases del control que deben ser examinadas en sus modelos de operación y en sus consecuencias.

Porque el «control social no se limita a detectar la criminalidad y a identificar al infractor, sino que crea o configura la criminalidad; realiza una función “constitutiva”» (García-Pablos, 2001, p. 119García-Pablos, Antonio (2001). Criminología. Una introducción a sus fundamentos teóricos. Madrid: Tirant Lo Blanch. ). En este sentido, la calificación jurídico-penal del acto realizado o los merecimientos objetivos del autor resultan triviales, ya que la atribución del estatus de criminal, desviado y anormal, así como su castigo, compone el fin de las distintas rivalidades, formales e informales, por la disciplinarización de los demás. Esta cuestión demanda, más allá de un análisis teórico y normativo, una comprensión de la realidad social, siempre tensa y conflictiva (García-Pablos, 2001, p. 119García-Pablos, Antonio (2001). Criminología. Una introducción a sus fundamentos teóricos. Madrid: Tirant Lo Blanch. ). Así las cosas, ¿cómo operan los mecanismos sociales que crean y configuran a la criminalidad y a sus enemigos y delincuentes despreciados?

Mientras el Leviatán surge de la guerra de todos contra todos, los órganos formales del control surgen del fracaso de la disciplinarización social por parte de las instancias informales. No obstante, el desplazamiento teórico entre unas y otras hace evidente la coexistencia permanente de los diferentes órganos o portadores del control social, los cuales se sirven de agente, sistemas normativos, sanciones, destinatarios y procesos semejantes. El viejo mito de la radical jerarquía del poder institucional capitula ante la emergencia de numerosos colectivos de control informal, que también deciden sobre la desviación de los sujetos y aplican las sanciones conforme a sus pretendidas ventajas. Porque «la pena ya no se deriva intrínsecamente de la falta, sino de la utilidad social, nada más» (Foucault, 2016, p. 49Foucault, Michel (2016). La sociedad punitiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. ). Las fronteras teóricas del control social pierden, actualmente, sus distancias, sus diferencias y sus grados, liberando la guerra generalizada bajo las numerosas formas discursivas de protección a las víctimas.

Así las cosas, el entorno social se transforma en un tribunal permanente donde la atribución del estatus de criminal, desviado o anormal y la sanción social son reactivados por ciertos colectivos informales, elevando el número de «delincuentes-enemigos sociales», los delitos sin ley previa y los castigos sin la ocurrencia real del acto; solo basta el desprecio. En suma, mientras la palestra social reemplaza progresivamente el juicio institucional, la voluntad colectiva, la mayoría de las veces azarosa y anónima, disuelve los códigos legales, el proceso judicial y las garantías constitucionales del proceso penal (debido proceso, presunción de inocencia, defensa, sentencia justa, fundada y oportuna, entre otras). En palabras más precisas, la justicia legal constituye solo uno de los posibles portadores del control social actual, que se extiende y fragmenta en numerosas formas de atribución y punición de los «enemigos» de la sociedad y sus órganos informales de control.

«Para hacer el análisis de un sistema penal, lo que debe ponerse de manifiesto, en primer término, es la naturaleza de las luchas que en una sociedad se desarrollan en torno al poder» (Foucault, 2016, p. 28Foucault, Michel (2016). La sociedad punitiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. ). Esto significa que el derecho penal simboliza la espada de la justicia soberana, formalizada, previsible y controlada en virtud de principios de conformidad o disconformidad con las normas, aunque entrelazada con otros subsistemas informales, la mayoría de las veces, disfuncionales, imprevisibles y fragmentados según las voluntades de sus detentadores. Con todo, Foucault advierte que la penalidad se ha transformado en virtud de «la formación y el desarrollo de toda una serie de instituciones -parapenales y algunas veces no penales- que sirven de punto de apoyo, de avanzadilla o de modelo al aparato principal» (Foucault, 1996, p. 29Foucault, Michel (1996). La vida de los hombres infames. Buenos Aires: Altamira.). De ahí el ejercicio desmedido del castigo en la actualidad, convertido en un ejercicio arbitrario de las instancias de control social, formales y no-institucionales.

La disciplinarización social mediante el ejercicio para-judicial y para-penal, que actúa al interior de la punición institucional, reactiva, inusitadamente, tanto la vigilancia y el control del aparato formal, como la exclusión, el rechazo y la estigmatización social de ciertos sujetos «indeseables» por parte los colectivos informales de reacción social. De manera que el solapamiento de ambos lenguajes del control exacerba por doquier los ritos, los agentes y las víctimas sacrificiales de la expiación y el castigo, transformando el cuerpo social en un inmenso teatro de la punición.

LA SOCIEDAD PUNITIVA DE LA «MARCACIÓN» O LA «INFAMIA»

 

La disputa por el control de la desviación se exacerba sobre la comunidad y sus víctimas sacrificiales expuestas al engrosamiento y el perfeccionamiento de las viejas técnicas del poder -leyes, penas, policías, jueces, cárceles- y a la propagación de los nuevos mecanismos y estrategias del control social informal -discursos, sanciones, colectivos, defensores, redes sociales-. La globalidad del control social y la permanente intercambiabilidad de todos sus elementos (portadores, estrategias, medios y sanciones) exige analizar el funcionamiento de las instancias formales y los portadores informales de la disciplinarización social, especialmente, sus cruces permanentes. Previamente se explicó que el control social representa la continuación de la guerra civil por otros medios: ciertas unidades colectivas disputan los fines formales del control (prevención o represión del delito), los medios (penas o medidas de seguridad) y los destinatarios (enemigos-delincuentes), en ningún caso para abolirlos y transformarlos, sino para reapropiarlos y reactivarlos en nombre de otro sistema normativo, cuya única diferencia estriba en su grado de formalización.

De manera que ciertos colectivos sociales se expresan paralelamente al control punitivo formal, haciendo uso de un ejercicio para-judicial y para-penal: 1) comportamiento diferencial y discriminatorio (el criterio del estatus social prima sobre el merecimiento objetivo del autor de la conducta); 2) función constitutiva o generadora de la criminalidad (los agentes del control social no «detectan» al infractor, sino que «crean» la infracción y etiquetan al culpable como tal); 3) efecto estigmatizador (marca al individuo, desencadenando la llamada «desviación secundaria y las carreras criminales», García-Pablos, 2001, p. 121García-Pablos, Antonio (2001). Criminología. Una introducción a sus fundamentos teóricos. Madrid: Tirant Lo Blanch. ); 4) sanciones dominantes y permanentes en cada uno de ellos (exclusión, marcación, encierro, indemnización). De modo que las sociedades no se dividen, únicamente, según las maneras cómo tratan a los vivos y los muertos, sino también, y complementando a Foucault, en virtud de la partición del control social de numerosos agencias institucionales e informales de disciplinarización comunitaria.

En absoluto, el desarrollo histórico de la desviación resulta uniforme ni lineal, sino, más concretamente, desigual, intermitente y contradictorio: «… en puridad, se ha producido una transformación del aparato de control social y de su operatividad (se habría incrementado su extensión, intensidad, dispersión e invisibilidad) más que una efectiva reducción de la presión de este» (García-Pablos, 2001, p. 127García-Pablos, Antonio (2001). Criminología. Una introducción a sus fundamentos teóricos. Madrid: Tirant Lo Blanch. ). Por ello, la actualidad trasluce una generalización colosal del doble lenguaje del control social (formal e informal), que se sirve, igualmente, de la neutralización (antropofagia) y la exclusión (antropoemia), así como de la estigmatización de ciertos individuos etiquetados de «indeseables». He aquí el común denominador: una y otra seleccionan, tachan y marcan la vida como culpable, excluyendo, la mayoría de las veces, la comisión efectiva del acto delictivo. De ahí el rebajamiento de las garantías penales liberales y el incremento de la venganza privada y colectiva, porque «no hay nada más [útil] que estar en contra de (alguien)» (Larrauri, 2009, p. 32Larrauri, Elena (2009). La herencia de la criminología crítica. México D.F.: Siglo Veintiuno Editores.).

En este marco, Foucault distingue cuatro clases de penas según los tipos de sociedades -expulsadoras, encerradoras, compensatorias, torturadoras o purificadoras-: la exclusión, el encierro, la indemnización y la marcación o la infamia, que se yuxtaponen en virtud de su función táctica al interior de los diferentes sistemas penales (Foucault, 2016, p. 24Foucault, Michel (2016). La sociedad punitiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. ). Correlativamente a los distintos tipos de civilizaciones y de penas conforme a su utilidad, los cambios epocales en la intervención de la desviación determinan las transiciones y las funciones dominantes de los castigos, atendiendo al privilegio de los órganos formales e informales de control social sobre la vida, el cuerpo, los bienes y la honra de ciertos individuos. Mientras la exclusión alude a la expulsión, el envío al afuera, privando al individuo de los lugares comunitarios y sagrados (sociedad expulsadora), el encierro constituye la clausura, la absoluta seguridad sobre el cuerpo del delincuente, rompiendo los lazos que mantienen al sujeto dentro del poder (sociedad encerradora).

En tanto la indemnización implica una reparación por parte del infractor a la víctima, inmovilizándolo en una compleja red de obligaciones económicas y simbólicas multiplicadas (sociedad compensatoria). Finalmente, la marcación graba una cicatriz en el cuerpo, infligiendo una «mancha simbólica» al nombre y humillando al personaje en su estatus social: «Como sea, la cuestión pasa por dejar sobre el cuerpo visible o simbólico, físico o social, anatómico o estatutario, algo semejante a una huella» (Foucault, 2016, p. 19Foucault, Michel (2016). La sociedad punitiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. ). En efecto, el individuo quedará marcado por un «acto de memoria y reconocimiento» (sociedad torturadora o purificadora). En este modelo penal ya no se trata de expulsar, encerrar, compensar y, en cierto modo, borrar, sino más textualmente, en subrayar la falta, impidiendo el olvido. Los rostros en la picota o las manos cortadas de los ladrones constituyen ejemplos claros de esta estrategia punitiva, que, al igual que el encierro, destruye los vínculos del individuo con el cuerpo social, asilándolo en el interior de la misma sociedad (Lardizábal y Uribe, 2005, p. 97Lardizábal y Uribe, Manuel de (2005). Discurso sobre las penas. México D.F.: Porrúa.).

Así pues, la marcación implica la huella visible en el cuerpo del torturado y, al mismo tiempo, el sello del poder institucional y, también, no hay que soslayar, del colectivo social que ha impreso el estigma sobre el condenado. Ahora, esta sanción de la marcación -que fue preponderante en Occidente durante la Alta Edad Media hasta el siglo XVIII, y cuyo objeto del control era público, espectacular, corporal, moralista- constituye, hoy, la táctica penal dominante de ciertos órganos no institucionales del control social. Este modelo punitivo que se resiste a desaparecer, fortaleciéndose al interior de la penalidad formal, constituye la táctica ideal de la sanción informal que, invirtiendo la «espada de la justicia», golpea a ciertos individuos obligados, ordinariamente, a probar su inocencia: «La gran caza de brujas [y brujos] puede ser considerada como ejemplo supremo de matanzas de inocentes por una burocracia guiada por creencias que, desconocidas o rechazadas en siglos anteriores, llegaron a darse por hechos demostrados o verdades evidentes por sí mismas» (Fuentes, 2018, p. 105Fuentes, Eugenio (2018). La hoguera de los inocentes. Linchamientos, cazas de brujas y ordalías. Barcelona: Tusquets.).

En efecto, el modelo de la infamia se sirve del cuerpo real o simbólico del torturado, cuya acusación y degradación resultan inmediatos por cualquier individuo o instancia para-judicial y para-penal, que se arrogue el «derecho a castigar». El tipo penal de la marcación representa una «justicia que no tiene que pasar por el poder judicial […] Aquí, no hay necesidad ni de tribunal ni de código» (Foucault, 2016, p. 90Foucault, Michel (2016). La sociedad punitiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. ). Durante la Edad Media, la persecución y el rechazo social de los magos y las hechiceras representan «un ejemplo vívido del poder de la imaginación humana para construir un estereotipo y a su vez de su renuencia a cuestionar la validez del estereotipo una vez que ha sido este generalmente aceptado» (Fuentes, 2018, p. 105Fuentes, Eugenio (2018). La hoguera de los inocentes. Linchamientos, cazas de brujas y ordalías. Barcelona: Tusquets.). Así las cosas, cientos de hombres y mujeres fueron perseguidos, atormentados y quemados por conspirar contra Dios, concebida y ejecutada por Satán: «Ningún testigo las había visto volar camino al Sabbat montadas en una escoba, ni fornicar con el diablo, ni cocinar en negras cazuelas a niños recién nacidos antes de ser bautizados» (Fuentes, 2018, p. 97Fuentes, Eugenio (2018). La hoguera de los inocentes. Linchamientos, cazas de brujas y ordalías. Barcelona: Tusquets.).

En estrictos términos, bastaba la acusación de por lo menos dos individuos cualesquiera para que el presunto mago o la denunciada hechicera fueran arrestados, torturados y asesinados en la hoguera: «Puesta la denuncia y detenida la sospechosa[o], comenzaba el proceso y el interrogatorio, y, ante la ausencia de pruebas, se aplicaba la tortura, que con frecuencia derivaba en denuncias en cadena que provocaban la histeria y el pánico a verse implicado» (Fuentes, 2018, p. 106Fuentes, Eugenio (2018). La hoguera de los inocentes. Linchamientos, cazas de brujas y ordalías. Barcelona: Tusquets.). Y mientras las víctimas sacrificiales eran expuestas a la purificación del fuego, los inquisidores resultaban inmunes e implacables respecto al presunto delito, que afectaba, especialmente, a ciertos hombres y mujeres en la pobreza y la mendicidad. Mientras tanto, los hechiceros y las brujas se transformaron en los monstruos, los actos de brujería en delitos de herejía y la denuncia en la masacre: «El clero no tiene bastantes hogueras, ni el pueblo bastantes ofensas, ni el niño bastantes piedras. El poeta (también un niño) le lanza otra piedra, más cruel aún para una mujer» (Fuentes, 2018, p. 102Fuentes, Eugenio (2018). La hoguera de los inocentes. Linchamientos, cazas de brujas y ordalías. Barcelona: Tusquets.).

Hoy, el sacrificio de los nuevos chivos expiatorios, producto, la mayoría de las veces del odio y de la venganza, se generaliza mediante la infamia, haciendo culpables a ciertos sujetos por el hecho de ser denunciados anónimamente. De forma semejante al periodo medieval (Fuentes, 2018, p. 103Fuentes, Eugenio (2018). La hoguera de los inocentes. Linchamientos, cazas de brujas y ordalías. Barcelona: Tusquets.), actualmente, basta una acusación sin pruebas para que el sospechoso sea expuesto al escarnio social, pues confiesa, aunque no tenga nada que confesar, o es torturado, sin que sus inquisidores informales sufran la menor consecuencia debido a su anonimato o a sus discursos sobre la justicia popular; el acusado ha perdido sus garantías ante el proceso social y psicológico que existe sobre él. Análogamente a la caza de los hijos de Satán que se activa mediante la imputación de un cualquiera, pasando por las formas rituales del proceso judicial, hasta terminar en la pira de la purificación, el poder judicial vigente se disuelve en la gran hoguera social, cuyos titulares se arrogan el privilegio de definir el estatus de un criminal y de aplicar el castigo.

La intensidad de la infamia varía según el órgano de control informal, atendiendo al criminal-enemigo social y a su presunta falta: «Es un castigo transparente: sola la mirada y el murmullo, el juicio instantáneo y, llegado el caso, constante de cada quien y de todos constituye esa suerte de tribunal permanente» (Foucault, 2016, p. 90Foucault, Michel (2016). La sociedad punitiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. ). En realidad, el modelo de la marcación constituye el ideal de ciertos discursos y ejercicios de control no-institucionalizados que exponen a sus víctimas a la vista, el susurro y el odio del público. Y al igual que las instancias formales, ciertos colectivos, en nombre de la protección social, también marcan, hieren, amputan, matan real y simbólicamente, señalan con una cicatriz, marcan con un signo el rostro o el nombre, imponen una tara de un modo artificial y visible; «se apoderarán del cuerpo de sus acusados, grabando en los mismos los sellos del poder infamante» (Foucault, 2016, p. 23Foucault, Michel (2016). La sociedad punitiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. ).

Las «sociedades infamantes» imponen «marcas infamantes», tanto en el período medieval, como en la actualidad, «facilitando la impunidad de la calumnia, pues, aunque en este inmenso valle publicitario todo el mundo tiene un hueco para expresarse, las redes no suprimen el rencor, ni la envidia, ni el acoso desde el anonimato almohadillo del hogar» (Fuentes, 2018, p. 286Fuentes, Eugenio (2018). La hoguera de los inocentes. Linchamientos, cazas de brujas y ordalías. Barcelona: Tusquets.). La infamia de hecho, o más exactamente, la opinión pública representa un castigo preferente para ciertos individuos e instancias de control informal debido a su reacción espontánea, inmediata y anónima, cuya intensidad depende de la utilidad para sus detentadores y el daño para sus víctimas. En estricto sentido, la marcación se adecúa a los principios de la penalidad, aunque prescinda de un código legal, un poder público y un tribunal formal.

Por consiguiente, esta modalidad punitiva constituye, hoy, el privilegio de numerosos colectivos que disputan el privilegio sobre el cuerpo físico y simbólico de variados sujetos expuestos a su poder. De ahí la palmaria contradicción, porque «quien presume de poder amar a la humanidad entera y, apelando al amor al hombre, critica el amor a una comunidad limitada, es un impostor» (Fuentes, 2018, p. 78Fuentes, Eugenio (2018). La hoguera de los inocentes. Linchamientos, cazas de brujas y ordalías. Barcelona: Tusquets.). La universalidad de la infamia como forma general del castigo informal constituye, pues, el mecanismo vigente de la reacción social, que acusa y juzga con total rapidez, sin contrastar la información, y cuyos efectos son devastadores. El odio es suficiente para la apertura de un tribunal inquisitorial. «La frecuente superficialidad, la tendencia a la exageración y a la excitación, la facilidad y el mayor tamaño de la tecla “intro” … ponen en manos de los resentidos y los vengativos un útil instrumento de venganza» (Fuentes, 2018, p. 287Fuentes, Eugenio (2018). La hoguera de los inocentes. Linchamientos, cazas de brujas y ordalías. Barcelona: Tusquets.).

De hecho, la realidad histórica de la marcación evidencia que la actuación de los órganos formales e informales del control instaura y multiplica los efectos de la selección, la estigmatización y la destrucción, transformando súbitamente a sus destinatarios en el chivo expiatorio de numerosas miradas, voces y tribunales anónimos, tan crueles como inhumanos: «Aliada a la ordalía, la calumnia hace un daño tanto más doloroso cuanto mayor es la dificultad para demostrar sus efectos» (Fuentes, 2018, p. 310Fuentes, Eugenio (2018). La hoguera de los inocentes. Linchamientos, cazas de brujas y ordalías. Barcelona: Tusquets.) En efecto, dice Eugenio Fuentes: «Si un golpe se manifiesta en la herida o en el hematoma y deja vestigios en la piel o los huesos, en cambio el daño moral infligido, el sufrimiento anímico, el desprestigio o la marginación social no tienen una evidencia palmaria» (Fuentes, 2018, p. 310Fuentes, Eugenio (2018). La hoguera de los inocentes. Linchamientos, cazas de brujas y ordalías. Barcelona: Tusquets.). En suma, el odio y la venganza de unos sustituye la vergüenza de la marcación, y el tribunal absorbe la sociedad en su conjunto, que se arroga el viejo privilegio de etiquetar y de castigar, actualizando las antiguas ordalías, cazas y linchamientos medievales.

CONCLUSIONES

 

La lucha por el disciplinamiento social exacerba la estigmatización de ciertos individuos castigados por los portadores del control social formal y no-institucionalizado. De esta manera, «anormales», «delincuentes», «criminales», «enemigos sociales» se erigen en el objeto de numerosos discursos y prácticas de señalamiento público y marginación social. Y, entretanto, las garantías liberales del proceso penal se disuelven ante una oscura justicia fundada en la celeridad, el anonimato y el envilecimiento de los nuevos ordalizado, despojados de cualquier garantía ante la sentencia inapelable y definitiva de los portadores del control social.

No resulta difícil imaginar la soledad y la desesperación de los herejes inculpados durante el periodo medieval, ni mucho menos suponer la impotencia, el sufrimiento y la humillación de las nuevos acusados expuestos a la mirada y el susurro brutal de la marcación infamante de las instituciones y, especialmente, de los colectivos informales de control social, cuyos inculpados tan solo aspiran, al igual que las brujas y los hechiceros, a salvarse por la magia, la aberración de la naturaleza o la negligencia de las leyes físicas. El nuevo tribunal social resulta irrefutable: no se puede corregir: «En la sentencia ordálica no existe una institución superior a la que recurrir, no hay apelación ni segunda opinión» (Fuentes, 2018, p. 30Fuentes, Eugenio (2018). La hoguera de los inocentes. Linchamientos, cazas de brujas y ordalías. Barcelona: Tusquets.). Y las consecuencias resultan inmediatas. El veredicto proferido por los titulares del control social formal y no-institucional inadmite cualquier apelación, sirviéndose de numerosos mecanismos sociales y psíquicos de etiquetamiento, tacha y castigo del cuerpo real y simbólico de los inculpados.

La vida de algunos es acusada, juzgada y castigada debido a la denuncia repentina y anónima de ciertos individuos que se arrogan el derecho absoluto a inscribir y tachar al resto, transformando la pluridimensionalidad de la existencia en un sordo proceso penal sin código legal, ni garantía alguna, y la sociedad en una guerra generalizada por el privilegio de odiar, etiquetar y castigar a los demás. El modelo de la infamia constituye, hoy, el modelo ideal de marcación psíquica y social de los condenados por parte de los portadores del control social informal, que solo precisan de su propia reacción inmediata e imprevisible. Basta, pues, un vago estado de acusación que etiqueta y marca la vida como culpable, sin previo aviso ni posibilidad de defensa ante el juicio anónimo. En El proceso, la premonición kafkiana de una vida incriminada por cualquiera constituye, actualmente, la utopía penal de ciertas facciones de control social formal e informal que multiplican por doquier las viejas ordalías, culpando y aplastando la vida, sorpresiva y anónimamente.

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