ISEGORÍA. Revista de Filosofía moral y política, N.º 67
julio-diciembre, 2022, r08
ISSN-L: 1130-2097 | eISSN: 1988-8376
https://doi.org/10.3989/isegoria.2022.67.res08

CRÍTICA DE LIBROS

Libertad de expresión y derecho al honor. Reseña de: Francisco Valiente Martínez, La democracia y el discurso del odio: límites constitucionales a la libertad de expresión, Madrid, Dykinson, 2020

Freedom of expression and right to honor. Review of: Francisco Valiente Martínez, La democracia y el discurso del odio: límites constitucionales a la libertad de expresión, Madrid, Dykinson, 2020

Carlos Sanmartín Catalán

Universidad de Valencia

https://orcid.org/0000-0002-4363-1975

Esta obra es heredera de la tesis doctoral del mismo autor, el profesor Francisco Valiente Martínez. Nos encontramos ante una obra de referencia, no solamente para quien tenga un interés específicamente académico en el discurso del odio desde una perspectiva jurídica, la del derecho, sino para toda aquella persona interesada, en general, en el estudio del discurso del odio y la reacción institucional a que ha dado lugar su aparición en un contexto moderno.

La pregunta directora, que articula la totalidad del escrito, está ya claramente reflejada en el primer capítulo: ¿cuáles son los límites constitucionales de la libertad de expresión? Se trata de una grave pregunta, erizada de problemas. Rápidamente disipa el autor la ingenua sospecha de que esa pregunta oculta ya la presuposición de una necesidad de poner límites a la libertad de expresión: precisamente la jurisprudencia estadounidense es un excelente ejemplo de derecho articulado en torno a una concepción militante del derecho a la libertad de expresión, en la que se considera que, ante un conflicto, en principio, debe primar este derecho fundamental sobre el resto, sin perjuicio de estudiar cada caso según sus circunstancias y consecuencias.

La importancia de la pregunta se debe, fundamentalmente al contexto social y jurídico moderno, en el que se produce un masivo encuentro de individuos pertenecientes a culturas y credos distintos, con ideologías diferentes, y con grados de sensibilidad muy variados. Como fuere, se hace necesario articular una convivencia solvente, y un requisito necesario para ello es un ámbito jurídico democrático y sano. Al formular este estado de las cosas, se advierte con rapidez que uno de los primeros problemas que debe afrontar una sociedad sanamente pluralista es la proliferación de valores y actitudes contrarias a un clima democrático de convivencia, la tan manida y malinterpretada «paradoja de Popper», de la que el profesor Valiente hace una excelente y precisa exposición, que deja fuera de su comprensión la mayor parte de malentendidos habituales, que no por más habituales son más excusables.

Es en este contexto en el que aparece la figura del discurso del odio: un mensaje fóbico, transmitido contra un colectivo vulnerable, que invita abierta o soterradamente a su exclusión. Las piezas del conflicto están ya puestas sobre el tablero: defender la libertad de expresión como un derecho fundamental del ser humano parece estar en conflicto con la persecución de los mensajes fóbicos y el discurso del odio. En este contexto surge con renovada fuerza la cuestión del enfrentamiento entre el derecho a la libertad de expresión y el derecho al honor.

Es destacable que el profesor Valiente se centra en la jurisprudencia respecto al discurso del odio en tres bloques: la norteamericana, por un lado; la europea, por otro; y la española, de modo más concreto y específico, por otro. Claramente la europea y la española se encuentran alimentadas por un horizonte común desde el que se comprende el derecho a la libertad de expresión como un derecho subordinado al hecho de la dignidad humana, y que debe siempre supeditarse al mantenimiento de esta; el contexto norteamericano, en cambio, valora en mayor medida el derecho a la libertad de expresión, y se cuida de ponerle límites temiendo, en muchas ocasiones, que el poder cedido al Estado constituya una herramienta que puede darse al mal uso contra sus gentes. En este análisis se deja de lado la jurisprudencia en la materia desde otras perspectivas, como la oriental.

La cuestión se centra entonces en una retrospectiva de la evolución jurídica occidental en materia de este fundamental derecho que es la libertad de expresión, y el modo de procurar un equilibrio entre este derecho, y los diversos usos del mismo que podrían contribuir a socavar el carácter democrático y pluralista de la sociedad que garantiza este derecho.

Son de sumo interés los términos en los que se articula este problema social y jurídico: desde el prólogo parece practicarse una escisión paralela a la diferenciación entre lo individual y lo público, que queda articulada en términos de sentimiento-razón. Se comprende que los términos de la contienda son, de un lado, el sentimiento, de otro lado, la razón de la democracia representativa. Y en esta oposición la libertad de expresión puede jugar un papel distorsionador. La democracia representativa se caracteriza por la racionalidad de sus procesos, mientras que las ideologías, orientaciones, credos e idiosincrasias personales tendrían un importante componente pasional. La cuestión es que estas perspectivas personales se encuentran y confrontan en una sociedad pluralista: el desafío de una democracia moderna sería, por tanto, racionalizar estos encuentros y enfrentamientos para articular una convivencia solvente. El culmen de esta polarización es, precisamente, el discurso del odio, caracterizado por la emoción que lo provee de definición, y también de censura en lo social y moral.

Para articular la cuestión, el profesor Valiente divide el texto en cinco capítulos. En primer lugar, una aproximación propedéutica a la definición del «discurso del odio», un marco sin el cual sería vana cualquier pesquisa posterior, porque no se habría aclarado el fenómeno que se desea acotar, y con respecto al cual se espera centrar la atención y sentar una línea básica de observación jurídica.

En segundo lugar, se examinan los bienes en disputa: el derecho a la libertad de expresión. La cuestión es tremendamente compleja, porque no siempre ha recibido el mismo nombre, ni tampoco la misma consideración jurídica; y por cierto que no en todo el mundo se interpreta este derecho y su operatividad del mismo modo. En el caso del discurso del odio, y esto es recurrente en la obra de Valiente, el derecho a la libertad de expresión parece entrar en conflicto con el derecho al honor.

En tercer lugar, y ya ubicándose en un panorama jurídico más concreto, se trata la cuestión del marco jurídico internacional desde el que se interpreta el discurso del odio, y el modo en el que se ataja el problema que constituye para la democracia según dos líneas prevalentes en su tratamiento: la norteamericana y la europea.

En cuarto lugar, el profesor Valiente examina el marco jurídico español, desde el que es posible afrontar y atajar el problema el discurso del odio. Y el autor lo consigue, como es costumbre en el ámbito del derecho, a través del análisis de fallos de los tribunales españoles que sentaron los precedentes adecuados para comprender el problema concreto que constituye un discurso del odio, y los razonamientos de los distintos jueces para afrontarlos, siempre desde el horizonte del marco jurídico europeo.

En quinto y último lugar, se examinan, ya de modo concreto, los mecanismos constitucionales operativos en España para enfrentarse al discurso del odio, acompañados, como es necesario e ilustrativo, por determinados fallos de los tribunales que contribuyen a esclarecer la cuestión del discurso del odio y las limitaciones del derecho a la libertad de expresión.

Especial consideración merece la interesante confrontación que el autor plantea con respecto a la diferencia entre el tratamiento jurídico del derecho a la libertad de expresión que existe entre la jurisprudencia de Estados Unidos y la europea. Se trata de un hilo conductor transversal a toda la obra. Desde el planteamiento, como hemos hecho constar, el conflicto que se trata de elucidar es el enfrentamiento entre el derecho a la libertad de expresión y el «derecho al honor», uno de los nombres con los que ha cristalizado el concepto de dignidad humana en las declaraciones de derechos, así como en los códigos legales de las naciones y asociaciones supranacionales que han ido enfrentándose al problema de delimitar las libertades ciudadanas con el propósito de proteger, precisamente, la dignidad de los individuos.

El problema surge, al parecer del profesor Valiente, no tanto al determinar en qué casos ha sido dañado el honor de un individuo o un colectivo, sino en qué medida es punible con justicia dicho daño, ateniendo al derecho a la libertad de expresión. Y precisamente en esta cuestión es en la que se ubican todos los razonamientos jurídicos, y la diferencia de enfoques entre la jurisprudencia estadounidense y la europea.

En este conflicto de valores se pueden adoptar dos posturas predominantes, por lo que hace al desarrollo jurídico de la cuestión: la argumentación puede bascular sobre el derecho a la libertad de expresión; o bien puede hacerlo sobre el derecho al honor.

En el primer caso, se reconoce, si no explícitamente, sí tácitamente, que el derecho a la libertad de expresión es la piedra angular de una democracia, y protegerlo es prioritario en prácticamente todos los casos, sin que esta actitud obste para la penalización de los usos de este derecho que pueden dar lugar a la comisión de otros delitos. Esto resulta llamativo, especialmente para un europeo, porque se antepone el derecho a la libre expresión a ese derecho al honor, tan caro a las instituciones europeas. En la práctica, esto se traduce en una actitud permisiva ante cualesquiera manifestaciones discursivas, con algunas excepciones tipificadas, en la creencia (así se argumenta) de que la libre circulación de ideas irá siempre a favor de la progresiva racionalización del entorno discursivo y democrático, contribuyendo a eliminar aquellas ideas poco razonables que atentan contra las dinámicas democráticas. A fin de cuentas, si las malas ideas no se pueden exponer, tampoco se puede argumentar contra ellas, y esta falta de argumentación es el caldo de cultivo adecuado para un disenso malsano dentro de una sociedad democrática.

En el segundo caso, se reconoce que una de las vigas maestras de la democracia es la protección de la dignidad del individuo, pasando por encima del derecho a la libertad de expresión en los casos en que ello fuera pertinente. Se reconoce así que incluso el derecho a la libertad de expresión debe estar orientado, en todo caso, a proteger ese derecho al honor. Las manifestaciones prácticas de esta cualificación jurídica nos son ya conocidas en Europa: la prohibición de los discursos que se crea que atentan contra esa dignidad humana que la democracia está destinada a proteger. Un buen ejemplo es la condena a los discursos que ensalzan el terrorismo de ETA, por considerar que dichos discursos atentan directamente contra el honor de sus víctimas, lo que inmediatamente los convierte en réprobos para las instituciones y, se entiende, para la sociedad. Se reconoce, por tanto, una limitación jurídica a la libertad de expresión.

La dificultad sobreviene al definir con detalle en qué situaciones puede considerarse que el discurso atenta realmente contra el honor y debe ser castigado. Y precisamente para resolver esta cuestión entra en juego la categoría de «discurso del odio», con sus tres requisitos: que exista un colectivo afectado; que haya un discurso fóbico; y que exista la posibilidad real de que se produzca discriminación contra dicho colectivo.

En ambos tipos de jurisprudencia se intenta dar una interpretación (no temática, por supuesto) de la paradoja de Popper, para articular una solución. Esto es de importancia capital, porque la solución que se ofrezca a este problema está siempre respaldada por una autopercepción de la democracia en cuestión, y eso nos pone frente a la cuestión de si la democracia debe estar articulada como un libre foro de ideas y razonamientos en torno a las cuestiones que preocupan a la sociedad o si, por el contrario, debería estar articulada por un «núcleo duro» de valores, no susceptibles de formar parte de discurso alguno como objeto de crítica, sino más bien como axiomas, que impidan la formación de una disidencia que podría poner en peligro las mismas dinámicas democráticas.

En último término, en la solución que se ofrezca a este problema del discurso del odio estamos configurando la respuesta a la pregunta «¿qué clase de democracia queremos?».