ISEGORÍA. Revista de Filosofía moral y política, N.º 67
julio-diciembre, 2022, r09
ISSN-L: 1130-2097 | eISSN: 1988-8376
https://doi.org/10.3989/isegoria.2022.67.res09

CRÍTICA DE LIBROS

Elogio de nuestra artificialidad. Reseña de: François Jaran, El animal artificial, Madrid, Guillermo Escolar Editor, 2022

In praise of our artificiality. Review of: François Jaran, El animal artificial, Madrid, Guillermo Escolar Editor, 2022

Gonzalo Méndez Castañeda

Universidad Complutense de Madrid

https://orcid.org/0000-0002-0604-953X

La admiración y la perplejidad, vestigios contemporáneos del thaumazein griego, anidan en el corazón de la filosofía como sus principales impulsos vitales. Por ello, su ejercicio demanda la respetable tarea de adoptar un estado de constante sorpresa o cuestionamiento. Tanto es así que son en muchas ocasiones los lugares más comunes, despejados de todo atisbo de duda, los que resultan más fértiles para su labor. El terreno de «lo dado», de lo que se asume como tal sin someterlo a problematización, es el que más rendimiento ofrece a la mirada inquisidora, infantil en el mejor sentido del término, de quien pretende hacer filosofía. Y es precisamente esta vocación de interrogación la que late en las páginas de El animal artificial, cuyo autor, François Jaran, abraza deliberadamente el «papel del filósofo» para conducirnos hacia la incredulidad, es decir, para «ralentizar la marcha y recordarnos que las cosas son más extrañas de lo que solemos admitir» (p. 41).

El presente ensayo dedica sus esfuerzos al propósito de repensar los relatos más asentados en torno al origen de la especie humana y, en concreto, de subrayar nuestra especificidad respecto de la aparición y del curso evolutivo de otras especies humanas. La singularidad imputada por Jaran a nuestra propia especie se resume en la intuición de que «la evolución humana no puede haber funcionado según los mecanismos que rigen la evolución animal en general» (p. 30). Este es el fundamento del carácter «artificial» de ese animal que somos. Una idea contraintuitiva que, sin embargo, demuestra ser capaz de responder con éxito a ciertos problemas a los que se enfrenta la comprensión más extendida de los albores de nuestra especie, según la cual el desarrollo de la técnica y de la inteligencia humana sería «el resultado de sus carencias biológicas y anatómicas» (p. 20). Las líneas maestras de esta visión se pueden encontrar tanto en las fuentes clásicas, siendo las diferentes narraciones del mito de Prometeo el paradigma de este modelo, como en las explicaciones de teorías científicas de reconocido prestigio acerca de la hominización, que son en consecuencia bautizadas por el autor como «teorías prometeicas». Y es que uno y otro planteamiento reproduce el mismo esquema argumentativo, a saber, «buscan en las carencias anatómicas humanas la causa o el desencadenante de su desarrollo inteligente» (p. 25), que comparece exclusivamente como el producto adaptativo exitoso a las exigencias del medio. La teoría de la evolución de Charles Darwin y sus desarrollos posteriores, que sin duda conforman la piedra angular de nuestro «sentido común» sobre este asunto, pueden tomarse como un ejemplo magnífico de esta tendencia.

Estos marcos teóricos, a pesar de que ofrecen una explicación coherente de la evolución del ser humano a partir de un estado de vulnerabilidad radical, no son capaces de aducir razones suficientes para justificar el proceso inverso, o sea, el responsable de «llevar al animal humano a ese estado de indefensión en el cual se encontraba cuando la inteligencia apareció para salvarlo» (p. 26). Es esta la revelación que le sirve a Jaran como el punto de apoyo necesario para desquiciar la interpretación tradicional. De lo cual no se deduce, por cierto, un desprecio por el acervo científico, sino un firme compromiso con la búsqueda de alternativas más convincentes dentro de sus propios márgenes. De hecho, el ensayo que nos ocupa destaca por practicar el eclecticismo disciplinar; pues, aunque enmarcado en la antropología filosófica, interpela a las voces autorizadas de la biología evolutiva o de la Material Engagement Theory, al mismo tiempo que preserva la autonomía relativa de la filosofía respecto de los problemas que se dirimen en las ciencias. Este último punto es defendido por el autor con rotundidad en diversos pasajes, como el que nos permitimos reproducir a continuación: «[a] pesar de los avances científicos y la teoría del Big Bang, la pregunta “¿por qué hay algo y no más bien nada?” no ha perdido ni una pizca de su pertinencia filosófica, como tampoco la ha perdido la pregunta acerca de la particularidad de la inteligencia humana» (p. 70).

De modo que el planteamiento renovado que se pretende en El animal artificial encuentra un aliado científico indispensable en las ideas de Paul Alsberg. Su noción de «eliminación del cuerpo» refleja el carácter extraordinario del ser humano, esto es, su capacidad pionera para «adaptar el medio ambiente antes que su propio cuerpo» y con ello «escapar de la cadena de la evolución y de su implacable legislación» (pp. 32-33). Se trata, por tanto, de un nuevo mecanismo de adaptación que aspira a complementar a las teorías darwinianas, que gozarían de plena aplicabilidad en el reino animal, en el caso excepcional del ser humano. Mientras que sobre los demás animales operaría un mecanismo basado en la adaptación corporal, la especie humana habría alcanzado la posibilidad de una «adaptación artificial» a través de su dominio de la actividad técnica, que irrumpe «en la evolución [natural] del ser humano de tal forma que el cuerpo cede progresivamente la tarea de evolucionar a sus herramientas» (p. 37). De ahí el «cuerpo de lujo» del ser humano, recurriendo a un préstamo de Sloterdijk, cuyas facultades anatómicas han podido deteriorarse sin suponer un riesgo para la supervivencia de la especie debido a su uso de la técnica.

La bondad de esta explicación reside, por un lado, en que evita incurrir en la petición de principio de las «teorías prometeicas», que asumen como punto de partida la indigencia biológica del ser humano. Pero además resalta un rasgo imprescindible que acompaña a la evolución humana y que no es lícito confundir con un mero producto de la naturaleza, «la aparición de lo artificial en el universo» (p. 49). En efecto, la habilidad del ser humano para intervenir en su entorno introduce una modificación en la «estructura ontológica del mundo» que afecta a la manera de existir de las cosas y que es la condición de posibilidad de la distinción entre lo natural y lo artificial (p. 51). A diferencia de lo que sucede con otros tantos animales, que alteran su hábitat para excavar madrigueras o para construir nidos, el ser humano ha sido capaz de alumbrar todo un nuevo género de objetos sin actuar movido por el instinto o por cualquier otro motor de índole «natural». Es por ello que lo humano y lo artificial, ese «milagro», conforman una unión indisoluble y recíproca, hasta el punto de que, siguiendo a Jaran, incluso nuestra inteligencia «debe ser considerada como un invento humano, como algo profundamente artificial y no como algo que se ha elaborado de forma natural» (p. 64).

Por supuesto, esta convicción no redunda en una devaluación de la relevancia del soporte biológico de dicha inteligencia, aunque sí procura incidir en la influencia que ella misma ha desempeñado en su propio desarrollo. La espontaneidad, la imprevisibilidad y, sobre todo, la perfectibilidad, representan los rasgos diacríticos de la inteligencia humana frente a la animal, que, por el contrario, se encuentra encorsetada y predeterminada por su base cerebral. Nuestra inteligencia, que se caracteriza por su apertura, se asimila más bien a un proceso de sedimentación inacabado todavía en curso sobre el cual ostenta una influencia significativa nuestro talante artificial, toda vez que para su constitución «el vínculo entre herramientas y capacidades cognitivas es mucho más estrecho y bidireccional de lo que se ha podido pensar hasta hoy» (p. 74). Esta es la línea en la que se inscriben las aportaciones de la mencionada Material Engagement Theory, a la que recurre Jaran con el ánimo de destacar cómo las herramientas, productos de nuestra artificialidad, «no existen solamente fuera de mí “en el mundo externo”, sino que también han dejado una huella en mi cerebro y en su configuración particular» (p. 80).

Esta retroalimentación, que podría calificarse como una «interdependencia constitutiva» entre la inteligencia y el dominio de las producciones humanas -que abarca asimismo elementos que se sitúan más allá de las representaciones cotidianas de una herramienta como el derecho o internet-, nos confiere la responsabilidad de ser partícipes directos de nuestra propia evolución. Reconocer nuestra artificialidad nos permite tomar conciencia de que «el mundo no avanza sin que los seres humanos intervengamos activamente» (pp. 86-87). Esta máxima hacia la que concurre el ensayo ubica a El animal artificial en la estela de las propuestas clásicas de la antropología filosófica, como es el caso de los trabajos de Helmut Plessner, por lo que podría sostenerse con suficiente solvencia que recupera cierto espíritu fundacional de la disciplina. Con ello, la reflexión en torno al carácter de nuestra artificialidad desemboca en última instancia en un elogio de la esencia humana: «[e]l animal que somos es un animal peculiar, artificial, y el ser un animal artificial nos otorga un poder extraordinario: el de inventarnos un mundo y establecer sus reglas» (p. 88).

Otra de las virtudes que comparte este ensayo con la mejor filosofía es precisamente su estilo. La claridad y la concisión de las que hace gala Jaran no se enfrentan a la elegancia en la redacción, sino que ambos polos convergen en una buena prosa, que agradecerá el lector, en la que incluso las tesis de mayor calado son debidamente ilustradas con prolijas alusiones a elementos mundanos que destilan cierta ironía. Así, por ejemplo, el peculiar aspecto físico del ser humano adquiere tintes hiperbólicos cuando es comparado con el de un «gato esfinge» (p. 40) o con el de «un pollo desplumado en un supermercado» (p. 41), símiles muy visuales que refuerzan la excepcionalidad de nuestra «desnudez» en el reino animal. De tal manera que el autor, con este y otros gestos, se inscribe en la senda trazada por algunos celebrados ensayistas contemporáneos, como Markus Gabriel, que combinan la originalidad de sus propuestas y el rigor intelectual con el arte de una exposición amena y ligera.

Por esta misma razón se trata de una obra que combina satisfactoriamente las exigencias del género de la divulgación, dirigido a un público general que necesita ser guiado a través de preludios en torno a los temas que se discuten, y las pretensiones de una contribución especializada, cuyo lector se encontrará más capacitado para reconstruir la problemática que subyace a las reflexiones del autor. Aunque la estructura del libro también contribuye a que dicha dualidad sea posible. El ensayo que presentamos consta de ocho capítulos breves, cada uno de los cuales se ocupa de desglosar pormenorizadamente un momento del razonamiento de Jaran, incluidas sus premisas, por lo que la argumentación transcurre de una forma fluida pero sosegada.

Es por todo lo anterior, en definitiva, que El animal artificial se distingue como un notable ejemplo de cómo la antropología filosófica y, por extensión, la filosofía, pueden tomar parte en los debates contemporáneos. Lo cual es de agradecer habida cuenta del precario estatuto del que goza en nuestros días.