ISEGORÍA. Revista de Filosofía moral y política, N.º 67
julio-diciembre, 2022, r13
ISSN-L: 1130-2097 | eISSN: 1988-8376
https://doi.org/10.3989/isegoria.2022.67.res13

CRÍTICA DE LIBROS

¿Tenemos deberes con el futuro? Reseña de: Irene Gómez Franco, Deudas pendientes. La justicia entre generaciones, Madrid, Plaza y Valdés, 2020

Do we have a duty to the future? Review of: Irene Gómez Franco, Deudas pendientes. La justicia entre generaciones, Madrid, Plaza y Valdés, 2020

Teresa Moreno Olmeda

Instituto de Filosofía, CSIC

https://orcid.org/0000-0003-4846-1298

¿Qué les debemos a las generaciones futuras? ¿Por qué deberían preocuparnos las personas que aún no han nacido? En Deudas pendientes. La justicia entre generaciones, la filósofa y economista Irene Gómez Franco reflexiona sobre estas preguntas desde múltiples ángulos, interrogándose sobre cómo el «enfoque de las capacidades», desarrollado principalmente por Amartya Sen y Martha Nussbaum, puede ser de utilidad para construir un concepto de justicia intergeneracional. El libro de esta profesora de la Universidad Autónoma de Barcelona y la Universitat Oberta de Catalunya -e investigadora invitada en el Instituto de Filosofía del CSIC- es una aplicación muy valiosa e innovadora de uno de los marcos teóricos más influyentes en el ámbito de la filosofía práctica reciente, y cuyos autores se han detenido en su mayoría en la justicia entre coetáneos. A este debate, actual y fructífero, la autora aporta en el último tercio del libro su tesis: apuesta por complementar el enfoque de las capacidades con una nueva categoría de «responsabilidad», que dé cuenta del momento histórico singular en el que nos encontramos, en el que los avances de la técnica moderna nos han situado ante el abismo de la sexta extinción masiva, y una serie de decisiones políticas pueden condicionar milenios de vida en la Tierra.

Se hace necesario así pensar realmente en una noción de justicia intergeneracional fuerte y sólida, que nos permita navegar la profunda inestabilidad e incertidumbre del presente con una guía ética sobre qué deudas queremos contraer con las generaciones futuras, cercanas y lejanas. En esta línea teórica, la obra de Irene Gómez Franco es original, pero también profundamente rigurosa en su revisión crítica de distintas aproximaciones a este concepto «polémico y multifacético», en palabras de Günter Abel en el prólogo (p. 13).

Gómez Franco comienza su introducción poniendo sobre la mesa algunas de las motivaciones que convierten en especial a la justicia intergeneracional, y tratando brevemente la relación entre justicia prospectiva y retrospectiva, así como el papel de la memoria. Resulta interesante este concepto de «deudas hacia el futuro», en tanto usualmente las deudas se contraen con respecto al pasado, mientras que en este caso se proyectarían hacia sociedades que no existen y que no sabemos si existirán.

En este capítulo introductorio, pues, también apunta algunas de las motivaciones que la llevarán a rechazar otras teorías de probada solidez analítica, como la corriente contractualista, en tanto considera que el experimento imaginario del contrato requiere una condición de beneficio mutuo y reciprocidad que resulta inaplicable en el caso de individuos que no existen y, por tanto, no son agentes. También critica el presupuesto de «egoísmo» sobre el que, desde su perspectiva, se asienta el contractualismo, y considera más adecuado, con Nussbaum, «pensar la cooperación desde un lugar afín a la complejidad de las emociones humanas» (p. 29). Por supuesto, estas ideas no son nuevas, pero la autora consigue condensar de manera sintética en la introducción todo aquello que comparte del enfoque de las capacidades. Deja bastante abiertas, sin embargo, las problemáticas que pueden ponerse en el punto de mira de la justicia intergeneracional, no explicitando si aquello que amenaza las capacidades de las personas del futuro son crisis globales como la superación de los límites planetarios, u otras a menor escala como la precariedad laboral o la insostenibilidad de las pensiones, ni explora cómo estas pueden estar relacionadas y afectar de formas diferentes a generaciones cercanas (incluso aquellas que están ya vivas, y que forman parte de movimientos como Fridays for Future o Extinction Rebellion) y lejanas, cuya existencia no puede darse por hecho. Por otro lado, es precisamente esta indeterminación la que permite aplicar el enfoque a una gran variedad de problemas intergeneracionales.

En el capítulo II, “La perspectiva de las capacidades”, Gómez Franco lleva a cabo una evaluación comparativa de gran exhaustividad de los enfoques de Amartya Sen y Martha Nussbaum, en la que desgrana la idea de las capacidades como lo que las personas efectivamente pueden «hacer» y «ser», las oportunidades reales, la libertad para llevar un tipo de vida u otro. En esta sección, asume la mayoría de los presupuestos de esta perspectiva; particularmente, su intención es basarse en la versión del autor indio, para luego contrastarla en la parte final del capítulo con la propuesta jurídico-institucional de Nussbaum. Es destacable en este caso no solo el nivel de profundidad con el que Gómez Franco conoce las ideas de uno y otra, sino la cuidada estructuración del capítulo para no perder ningún detalle.

El capítulo III, “Del sentido de una ética del futuro”, está dedicado a una confrontación con sus referentes obligados, otros cuatro itinerarios contemporáneos de la justicia intergeneracional. Desgrana, por supuesto, el contractualismo de John Rawls, que impugna por algunas de las mismas razones por las que lo hacían ya Sen y Nussbaum, como el excesivo énfasis en los bienes primarios o el hecho de que el contrato social solo se establezca de forma interpersonal, dejando fuera precisamente a las generaciones futuras. A Gómez Franco también le parece endeble la solución que encuentra Rawls para el problema de la justicia entre personas que no coexisten. El filósofo estadounidense defendía que la motivación para preocuparnos por quienes vivan en el futuro debería arrancar de un sentimiento de cuidado hacia hijos y nietos, que se iría reproduciendo de forma concatenada. La autora de Deudas pendientes se interroga acertadamente sobre la dificultad de sustentar una teoría de la justicia intergeneracional sobre la base de un sentimiento que, además, solo se extiende un lapso temporal de dos generaciones. Su confrontación con los postulados de uno de los teóricos más influyentes del siglo XX resulta de enorme interés por su solidez y sistematicidad.

Más adelante, en el mismo capítulo, dedica un espacio a explorar otras propuestas: aquellas enraizadas en la pertenencia a una comunidad y en los vínculos sociales, concretamente, las del comunitarismo «débil», como las de Janna Thompson y Avner de-Shalit; la heurística del temor de Hans Jonas (con su imperativo «Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra», p. 201), y la combinación de «deontologismo de corte kantiano con teleologismo aristotélico y la noción de compromiso de Sen» (p. 133) de Paul Ricoeur. Aquí reconoce que unas pocas y fragmentarias ideas sobre la justicia intergeneracional en Ricoeur podrían complementar precisamente el enfoque de las capacidades del autor indio.

Más allá de la revisión crítica obligada para justificar su apuesta por el enfoque de las capacidades, que lleva a cabo con excepcional rigor, la parte de mayor interés del libro se localiza en sus cuatro últimos capítulos, en los que desarrolla ya de manera más extensa sus reflexiones sobre los principales dilemas que suscita un concepto de justicia intergeneracional y de los que deriva también su especificidad frente a la justicia entre coetáneos. En el capítulo IV, dedicado a los dilemas de la no existencia, encuentra nuevas razones que dificultan la aplicación a lo intergeneracional de teorías como el contractualismo de Rawls, dada la imposibilidad del contrato con los no nacidos. ¿Qué obligaciones tenemos frente a personas que no existen aún, y cuya existencia es contingente a nuestras actuaciones en el presente? No pueden afirmar que estén peor, porque de haberse actuado de otra manera no existirían. En este caso, sí parece resultar más satisfactoria una conceptualización como la que plantea Gómez Franco, que evite el concepto de «contrato» para explorar otros enlaces con las generaciones futuras no basados en un principio de ventaja mutua.

En el capítulo V, sobre “La escasez de certezas y los límites del conocimiento”, trata de hacer las paces con la indeterminación epistémica, aquella que implica que incluso las proyecciones proporcionadas por la ciencia, y en las que se basa la acción política, son tremendamente falibles puesto que hasta los datos utilizados como base son inestables, sujetos a criterios variables y a que los gobiernos de los países actúen de forma justa. Sin embargo, argumenta, esto no debe eximir de intentar forjar juicios morales que puedan ser adecuados a un concepto de responsabilidad, ni debe constituirse un elemento de parálisis.

Es en la sección “La tiranía de la renta” donde trata de hacer una incursión en el ámbito de la teoría política, ya que, a pesar de conjugar estudios que pertenecen a diversas disciplinas -como la economía o los estudios medioambientales-, su foco es principalmente moral, y así puede verse en su indagación sobre el concepto de responsabilidad. Habría sido interesante una mayor profundización en aspectos de filosofía política que van inextricablemente ligados a la idea de una ética para el futuro, más allá de su propuesta abstracta de la necesidad de un espacio de razonamiento público para debatir las reglas de prioridad. No hay en este caso un diseño de instituciones ni un análisis de las complejas dinámicas de poder que entran en juego en el caso de la justicia intergeneracional, lo cual habría aportado al estudio una mayor concreción en cuanto a su viabilidad, pero posiblemente habría desdibujado el foco moral y habría dado lugar a un texto demasiado extenso, dada la exhaustividad de todos los debates éticos tratados.

Esta falta de concreción sobre cómo aterrizar este potencial espacio en los actuales sistemas políticos y en el contexto del capitalismo global provoca que resulte difícil concebir cómo imagina la autora en la práctica su aportación más original, el concepto de responsabilidad aplicado a la justicia intergeneracional desde la perspectiva de las capacidades. Como ya había explicado en la introducción a través de una cita a Javier Muguerza y una breve digresión etimológica sobre el origen de «responsabilidad» en el verbo «respondere», su concepto de responsabilidad responde a la nueva fragilidad del mundo creada por los seres humanos, y en ella, lo primordial es el otro.

Aquí debemos detenernos sobre lo que Gómez Franco llama «capacidad del medioambiente», la idea de que la preservación del medioambiente es instrumental para que sean posibles el resto de capacidades. Esta posibilidad solo queda apuntada de manera cautelosa, y de la misma forma que no aborda en detalle sus propuestas para una teoría política, también deja por explorar la posibilidad de que la naturaleza en sí misma posea un valor intrínseco más allá de su instrumentalización por parte de los seres humanos, es decir, más allá de que sirva para que las personas puedan desarrollar sus libertades para llevar una vida que tengan razones para valorar.

Este enfoque sigue ahondando en los tradicionales binomios naturaleza-cultura y humano-no humano. Así, sigue presente el antropocentrismo que destila de la perspectiva de las capacidades, a pesar de que en el libro sí se trata de dar cuenta de que la especie humana es dependiente de otras (no solo para su supervivencia, sino para el mantenimiento de una «vida buena» en la que se realicen al máximo las capacidades de los individuos). A pesar de que no profundiza en ello, la autora parece ser consciente de este importantísimo debate que será necesario tener en el seno de la disciplina, aunque lo deje como una «deuda pendiente». Esta consciencia puede observarse, por ejemplo, cuando afirma que el hecho de que una perspectiva deje fuera a «los animales no humanos» es «uno de los desafíos más apremiantes para la filosofía moral y política» (pp. 46-47). Una reformulación de este enfoque podría tal vez guiarnos hacia una justicia no solo intergeneracional (extendida en el tiempo) y cosmopolita (extendida en el espacio), sino también interespecie.

En relación con esto, tal vez habría sido interesante que en la obra se hubiera cuestionado el concepto de «desarrollo sostenible» utilizado para interrogarnos sobre el significado de desarrollo, cuáles son los criterios para medirlo y si este término puede tener cabida bajo un enfoque centrado en las capacidades. Por otro lado, en cuanto a las apuestas terminológicas del libro, sorprende la utilización en ocasiones del término «hombre» como sujeto genérico, que, aunque no es generalizada, invita a una reflexión más profunda sobre de quién estamos hablando cuando hablamos de un «nosotros» presente frente a «generaciones» futuras y cómo evitar que las opresiones de género (entre otras) se perpetúen a través de nuestros trabajos.

Por último, destaca su apuesta por sintetizar una propuesta para una justicia intergeneracional a través de cinco principios. En ellos se pone el énfasis en la articulación del concepto de responsabilidad en diferentes áreas: la degradación del medioambiente por la acción humana; la educación para crear oportunidades reales; la importancia de la responsabilidad compartida pero no igual entre instituciones e individuos; la apertura del proceso deliberativo y el debate público de las prioridades más allá de los expertos y los poderes económicos; y el énfasis en los medios tanto como en los fines para una verdadera justicia intergeneracional. Resulta especialmente útil la idea de la responsabilidad que comparten a distintos niveles los poderes políticos y los individuos, algo que se ha posicionado en el centro del debate en el caso de la crisis ecológica global. De esta forma, un excesivo énfasis en la responsabilidad individual y en las personas como consumidoras, cuya única posibilidad de intervención política pasaría por la participación en las dinámicas del mercado, conlleva la negación de la necesidad de transformaciones profundas del sistema económico y político a nivel internacional para afrontar un potencial colapso socioecológico minimizando sufrimientos. Por otro lado, un señalamiento único de las instituciones y los poderes como responsables de solucionar las problemáticas y permitir el mantenimiento de las capacidades de las personas del futuro obvia el hecho de que serán necesarios cambios radicales en los modos de vivir individuales y en colectividad.

En conclusión, Deudas pendientes es un libro que aborda desde una perspectiva eminentemente moral una temática de vital importancia en la encrucijada temporal en la que nos encontramos. La justicia siempre se ha pensado en el presente y en el aquí, y son necesarias propuestas como las de Irene Gómez Franco para mover los espacios y los tiempos. Con su excelente ejercicio de filosofía práctica, esta autora sienta unas bases sobre las que construir reflexiones concretas y nuevas aproximaciones para una justicia intergeneracional que guíe en la toma de decisiones para este presente crucial.