ISEGORÍA. Revista de Filosofía moral y política, N.º 68
enero-junio 2023, r03
ISSN-L: 1130-2097 | eISSN: 1988-8376
https://doi.org/10.3989/isegoria.2023.68.res03

CRÍTICA DE LIBROS

Tocqueville en el salón de los pasos perdidos. Reseña de: María José Villaverde Rico, Tocqueville y el lado oscuro del liberalismo, Madrid, Guillermo Escolar editor, 2022

Tocqueville in the hall des pas perdus. Review of: María José Villaverde Rico, Tocqueville y el lado oscuro del liberalismo, Madrid, Guillermo Escolar editor, 2022

José Manuel Díaz Martín

Investigador independiente

https://orcid.org/0000-0001-9586-2321

A lo largo de su historia, la política francesa ha generado, junto a ciertos discursos, lugares para simbolizarlos que ha legado al imaginario colectivo occidental como quizá ninguna otra nación y lengua: Versalles y La Bastilla, los parliaments y el Jeu de Paume, la Comuna y Vichy son lugares (como lo es el no-lugar de Mayo del 68) que designan para nosotros fragmentos de ese discurso que pueden servirnos para aludir a otros de la realidad presente sin necesidad de explicar demasiado al auditorio lo que queremos decir. Debo reconocer que mi preferido, la Salle des pas perdus, no está entre los más famosos ya citados, seguramente por su capacidad para transformarse con el devenir del tiempo. Aunque en esencia no ha dejado nunca de ser la sala de espera por antonomasia, la del poder, fue primero, cuando ese poder se hacía efectivo en los palacios de justicia, vestíbulo situado a la entrada del tribunal, donde los reos esperaban nerviosos la sentencia o los letrados cerraban sus acuerdos de última hora; mientras que después fue la antesala de la cámara de la soberanía popular, lugar de tránsito de sus portavoces (algunos quieren que de definitivo descanso para quienes no alcanzaban la elección) o de encuentro de invitados y pedigüeños.

Un camino, por cierto, muy similar al que siguió el propio Tocqueville, que pasó de la magistratura a la política.

La profesora María José Villaverde nos presenta en su último libro a un Tocqueville inmerso en ese ambiente de inquietud, de atenta espera. Él, un prohombre del régimen que había conseguido institucionalizar l’esprit de la Révolution; él, el pensador por antonomasia de las virtudes de la democracia moderna y profeta de los defectos que estaba condenada a padecer, se pasea como un león de un lado a otro de la sala esperando el veredicto (¿definitivo?) de la academia que le impida o le permita seguir nutriendo la reflexión pública sobre la política e incluso formar parte de nuestros afectos en la intimidad de las bibliotecas. La coyuntura presente de nuestro pensar. Y descubrimos en su autora, que no oculta al lector -y desde el principio, además- su afición por Tocqueville, a una tenaz abogada defensora que se ha preparado a conciencia el caso. A lo largo de las páginas del libro aborda los dos puntos de su acción política y su escritura que han determinado el presente cambio en su reputación: ciertas carencias de su abolicionismo y su apoyo a la invasión francesa del norte de África. Para hacerlo, no ahorra al lector ninguna de las críticas de que ha sido objeto el acusado y discute los argumentos detrás de cada una de ellas con un conocimiento de su obra que no desmerece del de ninguno de los especialistas que comparecen en estas páginas y la contextualiza con una documentación de la época que estos no siempre tienen presente.

A cada uno de esos puntos dedica una parte del libro. Al del racismo, la primera, compuesta por tres capítulos. En ella, anunciando el método compositivo que adopta en el conjunto del libro, Villaverde Rico introduce el tema mediante el estudio de las reflexiones que movió en Tocqueville el desprecio por los indios y sus formas de vida que comprobó en los angloamericanos durante su estancia en Norteamérica: hay en sus escritos empatía y consciencia de la tragedia a punto de consumarse con aquellos pueblos. El vínculo de este capítulo con los otros dos, que componen el grueso de la primera parte, parece inspirado por el paradigma lascasiano negrolegendario que tan bien conoce la autora y según el cual el dominico español habría defendido a los indígenas americanos a cambio de promover la importación de mano de obra esclava africana. Que no sea cierto no impide que sea más conocido que la matizada verdad. Para atajar esta deriva en el caso de Tocqueville, la profesora Villaverde, tras presentar sus propuestas abolicionistas (ciertamente hechas en función del impacto económico y político que podrían tener, no en el vacío de la página en blanco), aporta un pormenorizado estudio de la fluctuante relación que le unió a Gobineau, con lo que aborda el asunto de los principios desde los cuales pensaba la cuestión racial Tocqueville.

Este último capítulo resulta, en mi opinión, el más interesante de la primera parte. Y no solo porque ofrezca al lector una información que no va a poder encontrar en ninguna otra publicación española. Con su incorporación al libro, la autora nos llama a pararnos a pensar sobre la actual coyuntura de la historia del pensamiento: la persistencia de Tocqueville en la relación con su secretario de gabinete, el conde de Gobineau, aun después de publicar este el influyente Ensayo sobre la desigualdad de las razas resulta ya prima facie sospechosa, necesaria de aclaración. Aunque es sabido el malestar que produjeron en Tocqueville las opiniones que su antiguo subordinado vertió en su Essai (algo de lo que queda constancia -se encarga de recalcar la profesora Villaverde con diferentes testimonios- en su correspondencia personal y que hizo llegar circunstanciadamente y por extenso al interesado), la ausencia de gesticulación pública, de un acto definitivo de rechazo, parece susceptible de mover hoy a la sospecha sobre la auténtica posición de Tocqueville en torno al racismo. La amistad o al menos el afecto y la gratitud por el servicio prestado parece un espacio intelectualmente contagioso, determinante para la transferencia de un mal que acaso solo parezca latente, pero que no deja de ser visible para los críticos más penetrantes. La lógica amigo/enemigo proyectada hacia el estudio del pasado parece que debe arrojar ahora o aguerridos resistentes o lacayunos colaboracionistas por acción, omisión, silencios, matices o ambigüedades. Y habitualmente es difícil alcanzar los estándares de resistencia de la actual intelectualidad reinante o sus derivados -a toro pasado y sobre el papel-. Y aquí María José Villaverde tiene el valor de presentar los intercambios de parecer de aquellos dos pensadores sin condenarlos a priori y sin temor a contagiarse por el más limitado de ellos, lo que le honra. Sobre todo, en estos tiempos.

La segunda parte del libro, muy ingeniosamente dispuesta como digo, bordar, en el pensamiento y la acción política de Tocqueville, la colonización francesa de lo que empezaban a llamar Argelia. El ingenio se debe a la fuerza argumentativa de la disposición: establecida en la primera parte del libro la ausencia de cualquier motivación en clave racista que pudiera justificar su apoyo al avance sobre el terreno del ejército, en muchos momentos obtenido por medios innecesarios y de una crueldad inaudita (matanzas sistemáticas de población civil desarmada mediante un primitivo sistema de gaseado), esta segunda parte se las tiene que ver con el esclarecimiento de ese «lado oscuro del liberalismo» del título, oscuridad que en este punto -como sugiere también su portada- adquiere todo su sentido, que a priori no debería serlo tanto con aquel precedente. El esfuerzo de la autora en esta segunda parte se puede considerar condensada en tres preguntas: ¿hasta qué punto compartía Tocqueville el uso de aquellos métodos? ¿Cuáles eran las razones de su apoyo a dicha invasión? Y, finalmente, en qué medida su posición es excepcional o forma parte de la regla dentro del contexto de la opinión de sus días. Las dos primeras las resuelve de modo similar a como la bibliografía más seria que cita lo había hecho ya, si bien lo hace rebajando las tintas que se han venido cargando contra Tocqueville: este no aprobaba el enfrentamiento bélico ni mucho menos los métodos más salvajes que habían llegado a conocerse, pero razones de índole económica y política -como ya le sucediera al plantear cómo debía concretarse en la práctica la abolición de la esclavitud- le llevaban a defender el valor de aquella «misión civilizadora» (cliché de la época que adopta en toda su amplitud y que se explica en el texto), que debía arrostrar con la carga de violencia a la que consideraba que no había alternativa hasta cierto punto siempre de difícil precisión. Y, a la tercera pregunta, la profesora Villaverde responde que el nacionalismo, el colonialismo y el imperialismo no estaban más acusados o eran más crueles en él que en su amigo J. Stuart Mill (servidor de la Compañía de las Indias Orientales que comparece en estas páginas por su desencuentro con el francés por la cuestión colonial, donde los intereses de sus dos países estaban en competencia) o, en sus tierras, en sus contemporáneos de izquierda Proudhon y Blanc o los discípulos de Fourier y Saint-Simon, a los que se podría añadir el joven Marx (en Alemania, pero influido por los acontecimientos franceses).

Este recorrido que nos propone la autora por todo el espectro ideológico surgido de la Revolución francesa aquejado de unos mismos males -ciertamente, no trazado de una manera sistemática en el libro- nos invita a reflexionar ahora sobre si lo que se llama eurocentrismo, la ideología eurocéntrica contra la que dicta sentencia la actual crítica del pasado en la historia del pensamiento (marcada a diestro y siniestro por los jalones de la ejercida sobre Tocqueville por Todorov diez años después y sobre la estela de la de Edward Said sobre Marx), no será una forma de intentar salvar los muebles de la Ilustración como madre intelectual de la praxis política de raíz revolucionaria que se critica. La profesora Villaverde juega aquí sus cartas: plantea lo uno y lo otro, teoría y praxis, como elementos en «tensión» (p. 177), el que se encarna en el - llamémoslo así- Tocqueville bueno (el teórico de la democracia desde la experiencia norteamericana que defiende a los indios y la abolición de la esclavitud) y el que lo hace en el malo (el que apoya la invasión de Argelia consciente de su horrible coste y método y la competencia con Gran Bretaña en la escalada colonial), y apuesta por dejar que ambos se expresen, que muestren sus fortalezas y debilidades, frente a la tendencia actual (de nuevo, el paradigma del colaboracionismo) según la cual el contacto del uno con el otro haría inservible al conjunto.

Y así concluye cuando, a mi modo de ver, es precisamente un autor francés como Tocqueville el que nos permite apreciar de una manera más nítida que otros el estrecho vínculo entre el nacionalismo y el universalismo modernos; o, si se prefiere, que el nacionalismo es una consecuencia lógica de la universalidad en la medida en la que ésta se dé por encarnada en la Revolución (ya sea francesa o rusa) como el Acontecimiento. Y, por lo tanto, como forma moderna de mesianismo. Con una evidente diferencia con aquel otro con el que compite históricamente, el evangélico: que, en cuanto versión política del mismo, exige hacerse desde las instituciones políticas y sus medios; desde arriba, por así decirlo. Lo que genera la sensación -muy palpable en muchas de las palabras de Tocqueville que recogen las páginas de este libro- de un hegemonismo nato: ¿qué puede fallar si poder y verdad, esa alianza dada en el imaginario occidental moderno en el dios Estado, van de la mano? Pero falla: las tribus argelinas no cayeron de rodillas a la vista de aquellas prendas y aquellos modales, y les costó décadas hacerlo bajo la artillería. Y, ante estos fallos (la necesaria contradicción de la teoría por parte de la praxis, la consecuencia del mal menor y de los daños colaterales), no puede parar, pues no solo se mide diacrónicamente con el milagro evangélico, sino sincrónicamente -entonces y ahora- con otros pretendidos adalides de la civilización (como se aprecia notablemente en el libro gracias al estudio de su polémica con Stuart Mill, incapaz de apreciar, al parecer, por su condición inglesa, la «abnegación» del colonialismo galo): solo el verdadero universalismo alcanzará como merece el poder global, pues toda revolución con valor de Acontecimiento (sea la Gloriosa, la Francesa, la Rusa) es inconcebible sin su lucha exterior, que nace de la fuerza expansiva de sus ideas.

Con todo y con eso, no podemos dejar de admirar, una vez más a través de este libro, a quien, a pesar de lo confundido y contradictorio que nos pueda parecer, se tomó la molestia de argumentar y respaldar con palabras sus opciones, por defender hasta el último aliento su opinión (que decae mucho allí donde hace suyas razones de otros, donde la pereza o el temor le hacen ceder y no ir más allá, plantearse otras preguntas, ir al fondo de los asuntos por su veneración de ciertos ídolos -la nación, la grandeur, la civilización-). Cuando más se tomó en serio, a fin de cuentas, eso de ser ilustrado y liberal, que no reside tanto en tener unas ciertas ideas o en presentarse como impoluto medio entre los desagradables extremos, como en no dejar de cuestionar nunca las ideas que se reciben y en tener el valor de arrostrar las consecuencias que se deriven de ello. Y por ello no me queda más que dar la enhorabuena a la autora, por proponernos con valentía este viaje al corazón de unas tinieblas que son todavía nuestras.