ISEGORÍA. Revista de Filosofía moral y política, N.º 69
julio-diciembre 2023, e08
ISSN-L: 1130-2097 | eISSN: 1988-8376
https://doi.org/10.3989/isegoria.2023.69.08

ARTÍCULOS

Los separatismos en España. Algunas reacciones de la intelectualidad española ante los proyectos de secesión territorial*Este trabajo es un producto vinculado al Proyecto de Investigación Estudios críticos sobre arte, cultura y filosofía política, perteneciente a la Facultad de Arte, Diseño y Comunicación Audiovisual de la Escuela Superior Politécnica del Litoral (ESPOL), Guayaquil, República del Ecuador. El proyecto está dirigido por Jorge Polo Blanco.

Separatisms in Spain. Some reactions of the Spanish intelligentsia to the projects of territorial secession

Jorge Polo Blanco

Escuela Superior Politécnica del Litoral, Guayaquil, Ecuador

https://orcid.org/0000-0001-9415-5406

Resumen

En el presente trabajo se examinará la cuestión de los regionalismos y separatismos que surgieron en España a finales del siglo XIX y comienzos del XX, poniéndose el foco en las reacciones críticas que tales movimientos suscitaron en muchos hombres y mujeres de letras. Se les prestará más atención a José Ortega y Gasset y a Miguel de Unamuno, por su relevancia y repercusión, pero también se analizará lo que otras figuras importantes de la intelectualidad española dijeron sobre dicho tema. No se pretende realizar un recorrido exhaustivo, pues tal propósito desbordaría los límites de un artículo académico. Lo que se ofrece es una exposición de algunos de los hitos más sobresalientes de la mencionada cuestión. Debe añadirse que semejante asunto es completamente actual, toda vez que la España de nuestros días sigue atravesada por semejantes tensiones.

Palabras clave: 
España; regionalismo; federalismo; separatismo; secesionismo.
Abstract

This paper will examine the issue of regionalisms and separatisms that arose in Spain at the end of the 19th century and the beginning of the 20th century, focusing on the critical reactions that such movements aroused in many men and women of letters. More attention will be paid to José Ortega y Gasset and Miguel de Unamuno, due to their relevance and repercussion, but what other important figures of the Spanish intelligentsia said on the subject will also be analyzed. We do not intend to make an exhaustive review, since such a purpose would go beyond the limits of an academic article. What is offered is an exposition of some of the most outstanding milestones of the mentioned subject. It should be added that such an issue is completely current, since the Spain of our days continues to be affected by such tensions.

Keywords: 
Spain; Regionalism; Federalism; Separatism; Secessionism.

Recibido: 17  marzo  2023. Aceptado: 17  julio  2023.

Cómo citar este artículo/Citation: Polo Blanco, Jorge (2023) "Los separatismos en España. Algunas reacciones de la intelectualidad española ante los proyectos de secesión territorial". Isegoría, 69: e08. https://doi.org/10.3989/isegoria.2023.69.08

CONTENIDO

1. ORTEGA, Y LA PRECARIA VERTEBRACIÓN DE UNA ESPAÑA SIEMPRE ENFERMA

 

La sombra de José Ortega y Gasset (1883-1955) es alargada, para bien o para mal. En su primer ensayo relevante, Meditaciones del Quijote (1914), aparecen múltiples destellos de germanofilia, combinados con un desprecio -suave pero evidente- de lo latino, de lo sureño y de lo mediterráneo. Tras referirse a «las magníficas cumbres de Germania», nos invita a descender «por las laderas de la ideología mediterránea». ¿Qué hallaremos en ese descenso? Toparemos con unos pensadores (si es que se les puede denominar así) que apenas son capaces de trazar «grotescas combinaciones de conceptos», esto es, «una radical imprecisión, un defecto de elegancia mental, esa torpeza de movimientos que padece el organismo cuando se mueve en un elemento que no le es afín» (Ortega y Gasset, 2001, p. 53Ortega y Gasset, José (2001). Meditaciones del Quijote. Madrid: Revista de Occidente en Alianza Editorial.). Porque los mediterráneos son exquisitamente aptos para la sensualidad, mas no para pensar con claridad. Solo un pensador germánico puede ascender con quirúrgica precisión a las cimas hiperbóreas de lo intelectivo (Ortega y Gasset, 2001, pp. 54-55Ortega y Gasset, José (2001). Meditaciones del Quijote. Madrid: Revista de Occidente en Alianza Editorial.). Los mediterráneos prefieren el ver, antes que el meditar; prefieren la sensación viva de las cosas, antes que la indagación especulativa o abstracta. Los «meditadores germánicos» son capaces de adentrarse en las profundidades abisales del pensamiento puro, mientras que los «sensuales mediterráneos» permanecen atrapados en la reflectante y cromática superficie (Ortega y Gasset, 2001, pp. 56-58Ortega y Gasset, José (2001). Meditaciones del Quijote. Madrid: Revista de Occidente en Alianza Editorial.). Puede comprobarse, a tenor de lo dicho, que Ortega interiorizó ciertas lecciones y asimiló ciertos prejuicios, tras su paso entre 1905 y 1907 por Leipzig, Nuremberg, Colonia, Berlín y, sobre todo, Marburgo. Fue un ávido lector de Nietzsche en su juventud, y manifestó en todo momento una intensa fascinación por lo alemán. Aquella cultura y aquella filosofía constituían, a su modo de ver, el paradigma más perfecto de las cosas del espíritu. Alemania era el ejemplo a seguir.

Las ideas de Ortega plasmadas en España invertebrada (1921) abundarían en esa misma línea (López de la Vieja, 1996López de la Vieja, María Teresa (Ed.) (1996). Política de la vitalidad. «España Invertebrada» de José Ortega y Gasset. Madrid: Tecnos. ). Desde las coordenadas de un indisimulado aristocratismo (cuya hechura es palpablemente nietzscheana), observaba que «antes que ser justa una sociedad tiene que ser sana, es decir, tiene que ser una sociedad» (1976, p. 85Ortega y Gasset, José (1976). España invertebrada. Madrid: Revista de Occidente en Alianza Editorial. ). Pero un organismo social mostrará vigor y salud -es decir, «vitalidad»- únicamente cuando esté dirigido por una casta de insignes prohombres, por una élite de eximios. «Resulta completamente ocioso discutir si una sociedad debe ser o no debe ser constituida con la intervención de una aristocracia. La cuestión está resuelta desde el primer día de la historia humana: una sociedad sin aristocracia, sin minoría egregia, no es una sociedad» (Ortega y Gasset, 1976, p. 85Ortega y Gasset, José (1976). España invertebrada. Madrid: Revista de Occidente en Alianza Editorial.). Es así que Ortega cifrará el «gran fracaso hispánico» (un diagnóstico recurrente y obsesivo a lo largo de toda su obra) en la ausencia de élites adecuadas; y también lo cifrará en ese odio a los mejores («aristofobia» ) tan propio, al parecer, de las masas españolas (1976, pp. 110-116Ortega y Gasset, José (1976). España invertebrada. Madrid: Revista de Occidente en Alianza Editorial.).

Todo ello irá unido a ciertas resonancias -sutiles, pero igualmente perceptibles- de racialismo. Esto se puede ver nítidamente cuando quiere dar cuenta del manido problema de la «decadencia de España», pues es entonces cuando observa que, siendo lo germánico el ingrediente decisivo en el devenir de Europa, la península ibérica tuvo la enorme desdicha de recibir a los peores germanos, a los más degenerados. Es decir, aquella Hispania padeció la irreversible desventura de recibir a unos visigodos «alcoholizados de romanismo», una estirpe frágil y desvitalizada que jamás podría crear algo noble (Ortega y Gasset, 1976, pp. 89-97Ortega y Gasset, José (1976). España invertebrada. Madrid: Revista de Occidente en Alianza Editorial.). Desde ese preciso instante comenzaron todos los problemas de nuestra patria, a su juicio. Aseveraba Ortega que la «anormalidad» de España ha sido tan pasmosa y tan permanente que no podía obedecer a simples causas accidentales. La escasa «vitalidad de nuestro pueblo» no es cosa de unas pocas centurias. Muy al contrario, ese decaimiento late fatalmente en su interior, desde el comienzo mismo de su existencia. Porque «nuestra nacionalidad, en suma, tuvo una embriogenia defectuosa » (1976, pp. 103-105Ortega y Gasset, José (1976). España invertebrada. Madrid: Revista de Occidente en Alianza Editorial.). España nació y entró en la Historia con un defecto congénito, que habría de arrastrar a lo largo de toda su lamentable y desgraciada trayectoria. ¿Cuál fue esa perniciosa tara hereditaria, según Ortega? Pues que se vio privada de la «sangre germana» más viril y más noble. Pobre España, contrahecha, enclenque y defectuosa.

Ya en 1914 había declarado, en una conferencia pronunciada en Madrid que llevaba por título Vieja y nueva política, que el problema de España no era coyuntural o contingente (algo que pudiera enmendarse con reformas políticas o rectificarse con cambios institucionales), y ello se debía a que «quien está enferma, casi moribunda, es la raza, la sustancia nacional» (Ortega y Gasset, 1983a, p. 276Ortega y Gasset, José (1983a). “Vieja y nueva política”, en Obras Completas. Tomo I. Madrid: Alianza, Revista de Occidente.). He ahí la raíz del «problema de España». Su flojedad irreparable y su incurable abulia. Apenas cuenta con unos restos de vitalidad, marchitadas energías de una nación exánime. Los nervios de la España profunda están degenerados, desde hace siglos. Siempre ha sido España un organismo desvalido y precario, carente de vigor, incapaz de generar algo grande o valioso en los ámbitos de la cultura y el espíritu. La perenne decadencia de un pueblo incapacitado (Rodríguez García, 2017Rodríguez García, María (2017). “En torno al problema de España. La propuesta de José Ortega y Gasset en Vieja y nueva política”, Astrolabio. Revista internacional de filosofía, Núm. 19, pp. 1-11.).

Semejante visión de España, comprendida como un organismo constitutivamente enfermo, debe ponerse en relación con ciertas ambigüedades orteguianas. Y es que Ortega escribió en algunas ocasiones párrafos demasiado equívocos, en lo que a la unidad y la identidad de España se refiere. Veamos un ejemplo:

Entorpece sobremanera la inteligencia de lo histórico suponer que cuando de los núcleos inferiores se ha formado la unidad superior nacional, dejan aquéllos de existir como elementos activamente diferenciados. Lleva esta errónea idea a presumir, por ejemplo, que cuando Castilla reduce a unidad española a Aragón, Cataluña y Vasconia, pierden estos pueblos su carácter de pueblos distintos entre sí y del todo que forman. Nada de esto: sometimiento, unificación, incorporación, no significan muerte de los grupos como tales grupos; la fuerza de independencia que hay en ellos perdura, bien que sometida; esto es, contenido su poder centrífugo por la energía central que los obliga a vivir como partes de un todo y no como todos aparte (1976, pp. 30-31Ortega y Gasset, José (1976). España invertebrada. Madrid: Revista de Occidente en Alianza Editorial.).

Podría dar la impresión de que Ortega asumía en cierto modo una tesis muy querida por los movimientos separatistas, a saber, que Castilla mantenía sometidas y aherrojadas a Aragón, Cataluña y Vasconia, aplicando a todas estas regiones una suerte de unificación artificial y violenta. A pesar de lo cual, el impulso centrífugo de esos «pueblos» o «culturas» aún permanecería vivo, en un plano subyacente. España sería una suerte de olla a presión, siempre a punto de explotar. Y esa amenaza de implosión vendría ocasionada por el hecho de configurarse España como una unidad postiza, esto es, por esa articulación territorial inauténtica, en la que las pobres regiones malvivían asfixiadamente. Al menos es lo que se desprende de algunos pasajes orteguianos, como el que acabamos de leer.

Las «energías secesionistas», seguía diciendo Ortega, acechaban en todo momento, esperando la ocasión en la que el poder central (Castilla) aflojara su garra. Es como si admitiese, siquiera fuese de forma subrepticia, que solo una frágil y superficial cáscara de unidad permitía que todos esos «pueblos» vivieran «como partes de un todo y no como todos aparte». Pareciera asumir la inadmisible petición de principio de los movimientos separatistas, a saber, que Cataluña, Vasconia y otras regiones constituían entidades políticas anteriores (muy anteriores, incluso) a la propia España (entidad que solo pudo emerger, siguiendo la lógica de dicho razonamiento, mediante la opresión y sujeción de todas ellas). Esta visión orteguiana se convierte muy fácilmente (a pesar de que no fuera ésa su intención) en un inflamable combustible que sirve para encender los motores discursivos del «soberanismo» (esto es, del secesionismo). Discursos desde los que se defiende la existencia de unas antiquísimas «naciones» que, siendo ellas lo auténtico y lo «natural», se hallarían no obstante oprimidas por un intransigente y autoritario «Estado español» que sería, en tal caso, una suerte de aparataje «artificial».

No por casualidad han sido muchos los que han querido ver en Ortega al padre intelectual del actual modelo territorial, fundamentado en comunidades autónomas. Ya en 1924 escribía sobre la perentoria necesidad de caminar hacia una descentralización del Estado, construyendo «asambleas regionales» (Ortega y Gasset, 1983b, pp. 38-42Ortega y Gasset, José (1983b). “Ideas políticas”, en Obras completas. Tomo XI. Madrid: Alianza, Revista de Occidente.). El Estado central y el Parlamento nacional apenas conservarían algunas funciones, en tal modelo. Eso sí, esas reducidas prerrogativas serían las más nobles. También en un discurso de 1931, pronunciado en las Cortes Constituyentes, aparecerán nítidamente los contornos de dicha concepción. Decía en tal ocasión que España debería quedar organizada en «grandes unidades regionales», cada una de las cuales contaría «con su Gobierno local y con su asamblea» (Ortega y Gasset, 1983c, p. 372Ortega y Gasset, José (1983c). “Proyecto de Constitución (discurso pronunciado en las Cortes Constituyentes el 4 de septiembre de 1931)”, en Obras completas. Tomo XI. Madrid: Alianza, Revista de Occidente.). Podría discutirse largamente si ésa era verdaderamente la mejor forma de «vertebrar» el Estado, aunque ello desbordaría los límites de este trabajo. Sea como fuere, tal imaginación orteguiana cobró realidad, al menos hasta cierto punto, en la Constitución española de 1978.

No cabe dudar de las buenas intenciones de Ortega, en lo que al mantenimiento de la integridad territorial se refiere. Prueba de ello es que se enfrentó en las Cortes a los catalanistas. A sus desaforados reclamos estatutarios los denominó «nacionalismo particularista» y «apartismo» (Ortega y Gasset, 1983d, p. 459Ortega y Gasset, José (1983d). “Discurso sobre el Estatuto de Cataluña (extracto oficial de la sesión celebrada el día 13 de mayo de 1932”, en Obras completas. Tomo XI. Madrid: Alianza, Revista de Occidente.). Bien es verdad que Ortega se dejó llevar por una suerte de fatalismo, sosteniendo que el «problema catalán» es irresoluble (solo sería posible amortiguarlo o destensarlo). El «impulso de secesión», esa inextirpable «tendencia sentimental», siempre se dará en algunos catalanes (1983d, pp. 460-463Ortega y Gasset, José (1983d). “Discurso sobre el Estatuto de Cataluña (extracto oficial de la sesión celebrada el día 13 de mayo de 1932”, en Obras completas. Tomo XI. Madrid: Alianza, Revista de Occidente.). En ese mismo discurso, cuenta Ortega que «hubo un momento de extremo peligro» en la discusión constitucional, pues se estuvo a punto de proponer un modelo federal. Por ende, Ortega no sustentó tesis federalistas. Las tilda de «peligrosas», de hecho. Reflexionará sobre la idea de soberanía, afirmando que es indivisa por definición, y observará que del Estatuto catalán debería retirarse todo aquello que ponga en peligro la soberanía de la nación española, añadiendo que no importa cuántos poderes le sean «cedidos» al gobierno regional catalán, siempre y cuando el Estado conserve la potestad última de recuperarlos. Pero Ortega vuelve a repetir que la «solución» de España pasa por desarrollar la «autonomía» de las regiones (1983d, pp. 463-466Ortega y Gasset, José (1983d). “Discurso sobre el Estatuto de Cataluña (extracto oficial de la sesión celebrada el día 13 de mayo de 1932”, en Obras completas. Tomo XI. Madrid: Alianza, Revista de Occidente.). Es una propuesta discutible y problemática, ciertamente. ¿Acaso los impulsos secesionistas pueden mitigarse con más autonomía? No se puede responder fácilmente a semejante cuestión. Pero la experiencia histórica ha demostrado, a nuestro parecer, que Ortega estaba profundamente equivocado.

En cualquier caso, las inconsistencias de Ortega son llamativas. Su planteamiento no se perfila con nitidez. En otro discurso, pronunciado tan solo veinte días después, arremete contra el federalismo. Quieren los federalistas embarcarse en un proyecto que «divide» y «quiebra en trozos» el territorio soberano, siendo así que cada uno de los fragmentos decide -soberanamente- «pactar» algún tipo de unión o vínculo con los otros fragmentos. Ortega se opone con buen criterio a semejante insensatez. Habla de «soberanía unitaria», refiriéndose a la española. Y aclara que la «región autónoma» será, en todo caso, una parte constitutiva del propio Estado. Pero el Estado habrá de ser siempre el poder prevaleciente (Ortega y Gasset, 1983e, pp. 481-483Ortega y Gasset, José (1983e). “Discurso de rectificación (extracto oficial de la sesión celebrada el día 2 de junio de 1932)”, en Obras completas. Tomo XI. Madrid: Alianza, Revista de Occidente.). También advierte que el Estado no debe permitir que la lengua española sea desalojada de ninguna región, y desde tal axioma polemiza con los catalanistas, a cuenta de algunas de sus pretensiones político-lingüísticas (Ortega y Gasset, 1983f, p. 505Ortega y Gasset, José (1983f). “Segunda intervención sobre el Estatuto catalán (27 de julio de 1932)”, en Obras completas. Tomo XI. Madrid: Alianza, Revista de Occidente.). Qué escribiría Ortega, si pudiera ver cómo en la Cataluña del presente (con más autogobierno del que jamás tuvo) el Estado está incurriendo todos los días en una flagrante dejación de funciones. Por ejemplo, cuando tolera que la información ofrecida por las autoridades sanitarias autonómicas (en cuestiones que tienen que ver con algo tan grave como una pandemia y la subsecuente campaña de vacunación) sea facilitada a los ciudadanos únicamente en catalán. Debemos recordar lo obvio: la lengua española es la lengua materna mayoritaria en la región catalana. ¿Cómo se ha permitido que, en algunas regiones de España, la lengua común haya ido desapareciendo en el ámbito educativo, administrativo e institucional? ¿Cómo se ha llegado a consentir que el español sea marginado y perseguido en muchas regiones de España, siendo tratado poco menos que como una lengua extranjera? En Baleares, en Galicia y en las provincias vascas sucede otro tanto, con diferentes grados. ¿No es un síntoma de que el Estado se ha debilitado de forma alarmante, carcomido y corroído por el «autonomismo» ? Lo decimos una vez más: la «solución» orteguiana ha producido graves disfuncionalidades y anomalías, desde el punto de vista de la vertebración y cohesión de España. En otro artículo, publicado el 8 de agosto de aquel 1932, reiteraba que «sólo habrá en España verdadero y saludable centralismo -es decir, Estado- «cuando haya vigoroso autonomismo, y viceversa» (Ortega y Gasset, 1983g, p. 511Ortega y Gasset, José (1983g). “Por si sirve de algo”, en Obras completas. Tomo XI. Madrid: Alianza, Revista de Occidente.). Hoy podemos afirmar que tal fórmula es completamente errónea, si es que lo que se perseguía con ella era apuntalar la vertebración territorial de España.

Ortega conoció muy de cerca a los catalanistas. Sabía de su insaciabilidad. Era perfectamente consciente de la pulsión separatista que latía en sus programas. Siendo eso así, cabe preguntarse cómo pudo llegar a creer que, otorgando a la región catalana más autogobierno y más autonomía, iban a desistir de sus aspiraciones secesionistas. Teniendo a la vista la trayectoria de los movimientos separatistas hasta el momento actual, podemos aseverar que tal «solución» orteguiana ha supuesto un error gigantesco, o una ingenuidad mastodóntica. Bien es verdad, conviene reiterarlo, que el «autonomismo» de Ortega no tenía como fin último la federalización del Estado. Ni, desde luego, consideraba legítima la separación de región alguna. Llegó a decir lo siguiente, en otro discurso pronunciado en las Cortes, en septiembre de 1931: «Un Estado federal es un conjunto de pueblos que caminan hacia su unidad. Un Estado unitario que se federaliza es un organismo de pueblos que retrograda y camina hacia su dispersión» (1983h, p. 395Ortega y Gasset, José (1983h). “Federalismo y autonomismo”, en Obras completas. Tomo XI. Madrid: Alianza, Revista de Occidente.). Este párrafo es muy elocuente. Pero hay en el discurso de Ortega un titubeo esquizoide, permítasenos decirlo con estas palabras un tanto duras, y es que en algunos lugares sí les concede demasiado a los regionalismos particularistas. Aunque jamás puso en cuestión la soberanía nacional española, innegociablemente indivisa; y abogó por un modelo de Estado unitario.

Lo que defendía Ortega al comenzar la década de los treinta, como miembro de la Agrupación al Servicio de la República, que articuló junto a Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, era un Estado republicano opuesto a toda disgregación federalizante (Haro Honrubia, 2022Haro Honrubia, Alejandro de (2022). “El giro de José Ortega y Gasset ante la idea del Estado”, Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, Vol. 27, Núm. 2, pp. 7-34.; Márquez Padorno, 2003Márquez Padorno, Margarita (2003). La Agrupación al servicio de la República. La acción de los intelectuales en la génesis de un nuevo Estado. Madrid: Biblioteca Nueva, Fundación José Ortega y Gasset.). Pero es cierto que, con el transcurrir de las décadas, sus tesis autonomistas, y algunas de sus «concesiones» regionalistas, servirían de munición para los particularismos centrífugos (Bagur Taltavull, 2020Bagur Taltavull, Juan (2020). “Algunos apuntes sobre el regionalismo de Ortega”, Revista de Estudios Orteguianos, Núm. 41, pp. 81-90.). Y es que profesaba una fe desmedida en la descentralización. No, ciertamente, a la escala del municipio; pero sí a la escala de las «regiones», a las que se debía entregar un amplísimo autogobierno. «La amplitud en la concesión de self-government debe ser extrema, hasta el punto de que resulte más breve enumerar lo que se retiene para la nación que lo que se entrega a la región» (Ortega y Gasset, 1983i, p. 258Ortega y Gasset, José (1983i). “La redención de las provincias”, en Obras completas. Tomo XI. Madrid: Alianza, Revista de Occidente.). Ortega estaba persuadido de que se podía ampliar e intensificar la descentralización del Estado sin que ello erosionara o socavara la soberanía nacional española. Se equivocaba, a nuestro entender. Tal vez no en un sentido jurídico, ámbito en el que los conceptos estaban bien delimitados (en su modelo no cabía la secesión, ni tan siquiera la federalización), pero la propuesta orteguiana era muy imprudente desde el punto de vista del discurso político y de la lucha ideológica, puesto que la descentralización extrema y el autonomismo radical han generado lo que bien podría denominarse un «espejismo de soberanía», siendo así que las fuerzas políticas separatistas implantadas en ciertas regiones encontraron en dicha estructura descentralizada una buena plataforma desde la cual propulsar y alimentar (o dopar) sus proyectos secesionistas, que sí atentan de una manera explícita contra la soberanía española.

Pero debemos ser justos con Ortega, pues también había empleado palabras muy certeras contra los proyectos secesionistas. «Es falso suponer que la unidad nacional se funda en la unidad de sangre, y viceversa» (1976, p. 29Ortega y Gasset, José (1976). España invertebrada. Madrid: Revista de Occidente en Alianza Editorial.). Y en otro texto de 1927 trazó algunas interesantes reflexiones, observando que algunos habían querido confundir la idea de «región» con la idea de «nación». Es más, la confusión quedó acrecentada cuando pretendieron que, de esa región, erróneamente comprendida como nación política, emanaba un atributo jurídico esencial para todo Estado, a saber, la «soberanía separada» (Ortega y Gasset, 1983j, p. 339Ortega y Gasset, José (1983j). “A «Una punta de Europa», de Victoriano García Martí”, en Obras completas. Tomo VI. Madrid: Alianza, Revista de Occidente.). Ya iba siendo hora de que «gallegos o vascongados o catalanes abandonen la creencia, tan falsa como ingenua, de que basta con que exista una cierta peculiaridad étnica, un cierto modo de ser corporal y moral, para tener derecho a constituir un Estado. No se comprende que durante algunos años haya corrido este pensamiento como verdad evidente por sí misma» (1983j, p. 340Ortega y Gasset, José (1983j). “A «Una punta de Europa», de Victoriano García Martí”, en Obras completas. Tomo VI. Madrid: Alianza, Revista de Occidente.). Son palabras muy tajantes, frontalmente dirigidas contra aquellos separatismos etnicistas. Y es que, concluye Ortega, «por muchas vueltas que se dé a los conceptos de soberanía y de Estado, no se halla en ellos la menor referencia a la comunidad sanguínea» (1983j, p. 340Ortega y Gasset, José (1983j). “A «Una punta de Europa», de Victoriano García Martí”, en Obras completas. Tomo VI. Madrid: Alianza, Revista de Occidente.). La ciudadanía política, dentro de un Estado moderno, no se fundamenta en lazos étnicos o en parentescos sanguíneos. Más bien sucede lo contrario: en los Estados modernos, ya constituidos como realidades políticas soberanas, lo étnico se torna políticamente irrelevante. La procedencia étnica se torna insignificante, desde el punto de vista jurídico-político. Sin embargo, los movimientos regionalistas y separatistas implantados en algunas regiones españolas apelan constantemente a supuestas diferencias irreductibles, que les hacen «sentirse» un pueblo distinto. Esos elementos «diferenciadores» son, en el presente, la «cultura propia» (noción muy problemática) y la lengua regional. Pero en sus orígenes, los primeros ideólogos del galleguismo, del catalanismo y del vasquismo apelaban constantemente a unas presuntas diferencias raciales. Hablaban permanentemente de «raza vasca», de «raza gallega» y de «raza catalana». Y estaban persuadidos de que esas «comunidades raciales» deberían tener su propio Estado. Ellos sí consideraban que el lazo político debía sustentarse en un lazo sanguíneo. Y si bien es cierto que el racismo y el supremacismo ya no figuran explícitamente en sus argumentarios y discursos, tales movimientos separatistas pueden seguir categorizándose como etnonacionalismos (Polo Blanco, 2021Polo Blanco, Jorge (2021). Románticos y racistas. Orígenes ideológicos de los etnonacionalismos españoles. Barcelona: El Viejo Topo. ).

Ortega, por lo tanto, se opuso sin ambages al secesionismo. Sin embargo, en algunos pasajes orteguianos se les concede demasiada cancha a los regionalismos, a pesar de ser consciente de que en ellos latía una evidente pulsión separatista. Ya hemos comentado que Ortega es, en cierto modo, el padre filosófico de la Constitución de 1978, la cual «reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran». En el propio texto que venimos comentando (se trata de un prólogo al libro Una punta de Europa. Ritmo y matices de la vida gallega, de Victoriano García Martí) hablaba Ortega de «la realidad de un cierto modo humano, diferente de los demás y centrado en sí mismo, que es el ser gallego» (1983j, p. 339Ortega y Gasset, José (1983j). “A «Una punta de Europa», de Victoriano García Martí”, en Obras completas. Tomo VI. Madrid: Alianza, Revista de Occidente.). Nos atrevemos a decir que tales palabras «regalaban el oído» del galleguismo romántico, pues parecieran conceder que existe algo parecido a un Volksgeist gallego, esto es, un «alma gallega» diferenciada y ensimismada. Resabios de su formación germánica y germanófila, tal vez.

2. LA SENSIBILIDAD REGIONALISTA DE MENÉNDEZ PELAYO

 

Pueden detectarse querencias regionalistas en una figura tan españolista como Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912). Acérrimo enemigo del jacobinismo, entendía que la patria española estaba compuesta por diversas regiones, a las que debía amarse y respetarse en su distintiva particularidad. Múltiples son los pueblos peninsulares, cada uno de ellos con una fisonomía diferente y un carácter singular. La cohesión entre ellos solo podrá venir dada por el espíritu, esto es, por el hecho de venir compartiendo desde hace siglos una misma religiosidad. Si desaparece ese lazo sacral, el Estado moderno de tendencia laica y centralizadora no podrá mantener la unión. Desde un tradicionalismo ultramontano y desde un catolicismo ferviente, sostenía que España permaneció fuerte e integrada mientras supo mantenerse fiel a su destino de «evangelizadora de la mitad del orbe» ; mientras fue «martillo de herejes» y «luz de Trento» ; mientras supo conservar el sello católico en todos los nervios de su ser histórico. Esa es la fuente de nuestra unidad, y «no tenemos otra», concluirá de forma tajante. Cuando se quiebre del todo esa fe, España se hundirá en el cantonalismo (Menéndez Pelayo, 1962, p. 170Menéndez Pelayo, Marcelino (1962). Textos sobre España. Madrid: Rialp.). Semejante tesis es controvertida, y muy endeble, toda vez que buena parte de los ideólogos del galleguismo, del vasquismo y del catalanismo fueron fervientes católicos (e integristas, algunos de ellos). No cabe afirmar que el catolicismo es el único garante de la unidad de España, cuando lo cierto es que aquellos proyectos que pretendían quebrar la integridad territorial española estaban compuestos por gentes muy católicas.

Pero a Menéndez Pelayo no le sirve la unidad política del Estado moderno, fundamentado en una aborrecible unidad centralista que ha destruido las viejas libertades municipales y forales de los territorios. En cierta ocasión, se referirá despectivamente a los partidos «liberales», puesto que «en nombre de la unidad centralista, a la francesa, han ahogado y destruido la antigua libertad municipal y foral de la península, asesinada primero por la casa de Borbón y luego por los Gobiernos revolucionarios de este siglo» (1962, p. 177Menéndez Pelayo, Marcelino (1962). Textos sobre España. Madrid: Rialp.). Mucho se parecen estas reflexiones a lo esgrimido por los ideólogos regionalistas que surgieron en las últimas décadas del XIX. Se mueve Menéndez Pelayo en las coordenadas de una nostalgia del Antiguo Régimen (añorando su organización descentralizada), y no duda en reivindicar las viejas instituciones forales, interpretando como una catástrofe el advenimiento del Estado moderno. En esto, no distaba mucho de Alfredo Brañas, Sabino Arana o Prat de la Riba. Siendo tan tradicionalista como ellos, consideraba que la unidad del Estado moderno (afianzado con las revoluciones de cuño liberal) era una estructura yerta y artificial, que se imponía lúgubremente a la consistencia viva de los diferentes pueblos que habitan en la península, instituyendo de tal modo una postiza unificación homogeneizadora. En ese sentido, compartía el deseo de los regionalistas de conservar las «sanas costumbres» y las inveteradas tradiciones locales de los viejos tiempos (Menéndez Pelayo, 1962, pp. 270-271Menéndez Pelayo, Marcelino (1962). Textos sobre España. Madrid: Rialp.).

Su discurso sobre la lengua catalana, pronunciado en los Juegos Florales de Barcelona celebrados en 1888, estuvo muy en la línea de la Renaixença, aquel movimiento literario y cultural que terminó siendo una de las raíces del catalanismo político (1962, pp. 274-281Menéndez Pelayo, Marcelino (1962). Textos sobre España. Madrid: Rialp.). Y es que Menéndez Pelayo consideraba que el amor al «país nativo» (a la patria chica) es imprescindible, antes de emprender el amor a la patria grande. Es verdad que señaló que el «regionalismo egoísta» es odioso y estéril, diferenciándolo de un «regionalismo benévolo y fraternal» (nos estamos refiriendo a un texto de 1907). Sin embargo, no deja de ser llamativa su reivindicación de la personalidad diferencial de las regiones. También su amada Cantabria manifestaba -son palabras textuales- una «peculiar fisonomía» y unos «rasgos distintivos» (hoy, probablemente, hubiese dicho «señas de identidad» ), en lo que tiene que ver con el «carácter de sus moradores» o con «sus recuerdos históricos», y hasta en «los accidentes del lenguaje». En vistas de lo cual, pareciera estar hablando de un «hecho diferencial» del pueblo montañés, detentador de una «cultura propia» (no utiliza estos términos, obviamente, pero pareciera estar aludiendo a cosas muy semejantes). Y, de hecho, sí mencionaba con mucho agrado que en Santander se trabaja por desarrollar una «cultura provincial» (Madariaga de la Campa, 1989, pp. 43-44Madariaga de la Campa, Benito (Ed.) (1989). Antología del regionalismo en Cantabria. Santander: Resma. ).

3. ANTONIO SÁNCHEZ MOGUEL Y MIGUEL DE UNAMUNO CONTRA LOS REGIONALISMOS CENTRÍFUGOS

 

Antonio Sánchez Moguel (1838-1913), habiendo sido elegido miembro de la Real Academia de la Historia, tomó posesión el 8 de diciembre de 1888 con un resonante discurso. Arremetió en él contra el catalanismo y contra el galleguismo, mostrando cómo la pseudohistoriografía regionalista surgida al compás de tales movimientos había «fantaseado a sus anchas» (Sánchez Moguel, 1888, p. 8Sánchez Moguel, Antonio (1888). “Discursos leídos ante la Real Academia de la Historia en la recepción pública de D. Antonio Sánchez Moguel el día 8 de diciembre de 1888”. Madrid: Imprenta de la Viuda de Hernando y Compañía.). Los apóstoles del regionalismo fabricaban continuamente multitud de embustes «históricos», con el único y avieso fin de provocar un «fraccionamiento» de la patria común. Sánchez Moguel observaba en el mencionado discurso que el proyecto federalista era, si nos ateníamos a sus consecuencias prácticas, indistinguible de lo propugnado por los regionalistas. Si acaso, podría existir una diferencia (no desdeñable) en el hecho de que aquel federalismo basaba su modelo territorial en razones puramente políticas, a saber, en un hipotético pacto bilateral entre las «partes» (no obstante, aquí estaba implícito el germen separatista), mientras que los regionalistas, para justificar su pretendido derecho a vivir aparte, invocaban cosas tales como la diversidad de razas, la diversidad de lenguas o unas inasibles «fronteras naturales» (Sánchez Moguel, 1888, p. 14Sánchez Moguel, Antonio (1888). “Discursos leídos ante la Real Academia de la Historia en la recepción pública de D. Antonio Sánchez Moguel el día 8 de diciembre de 1888”. Madrid: Imprenta de la Viuda de Hernando y Compañía.). Cabe mencionar que esa invocación de unas presuntas «naciones», para lo cual se esgrimen criterios etnolingüísticos, es un programa eminentemente reaccionario. Y tales programas no dejan de tener una resonancia indigenista, pues se sueña desde tales tribunas con restaurar no se sabe bien qué culturas ancestrales.

Sánchez Moguel (que dirigió la tesis doctoral de Unamuno) señaló en aquel potente y cáustico discurso que los regionalistas gallegos estaban poseídos por una suerte de ilusionismo histórico, que se concretaba en una grotesca «celto-manía» y en un extraño «suevismo». Son de obligada lectura aquellos párrafos repletos de afilada ironía en los que analizaba los mitos galleguistas, tildados de «delirios» y «pueriles extravíos». Por lo demás, advertía Sánchez Moguel que si tales regiones «lograran separarse de la patria común» lo que sucedería más bien es que caerían «bajo la férula de naciones extrañas, como provincias o factorías de éstas», toda vez que serían incapaces de vivir aisladas y no dispondrían de los medios necesarios para conservar sus «independencias soñadas e imposibles» (Sánchez Moguel, 1888, pp. 35-41Sánchez Moguel, Antonio (1888). “Discursos leídos ante la Real Academia de la Historia en la recepción pública de D. Antonio Sánchez Moguel el día 8 de diciembre de 1888”. Madrid: Imprenta de la Viuda de Hernando y Compañía.). Demostraba, con tales advertencias, un agudo realismo geopolítico.

Muchos han sido los intelectuales «progresistas» que han considerado que el federalismo constituye un ideal organizativo muy apropiado para la «acomodación» democrática y solidaria de los diversos pueblos (léase «culturas» ) de España. Un federalismo que suele articularse con la controvertida noción de plurinacionalidad (Domènech, 2020Domènech, Xavier (2020). Un haz de naciones. El Estado y la plurinacionalidad en España (1830-2017). Barcelona: Península.; Solé Tura, 2019Solé Tura, Jordi (2019). Nacionalidades y nacionalismos. Autonomías, federalismo, autodeterminación. Barcelona: El Viejo Topo. ; Máiz, 2018Máiz, Ramón (2018). Nacionalismo y federalismo. Una aproximación desde la teoría política. Madrid: Siglo XXI.). En otras ocasiones, han preferido no mencionar siquiera el nombre innombrable -tenebrosa y monstruosa «España» - refiriéndose en tal caso a una federación de los «pueblos ibéricos» o de las «naciones ibéricas». Miguel de Unamuno (1864-1936), con un artículo lúcido y punzante aparecido el 15 de mayo de 1931 en el diario madrileño El Sol, intervino en el debate sobre la organización territorial del Estado. Argumentaba que, a diferencia de lo sucedido en Estados Unidos, donde el establecimiento de un régimen federal había supuesto la unión de lo que estaba separado, los federalistas españoles pretendían separar lo que ya estaba unido. «Lo que aquí se llama federar es desfederar, no unir lo que está separado, sino separar lo que está unido» (Unamuno, 1979a, p. 81Unamuno, Miguel de (1979a). “La promesa de España. III. Los comuneros de hoy se han alzado contra el descendiente de los Austrias y Borbones”, en República española y España republicana (19311936). Artículos no recogidos en las obras completas. Salamanca: Almar.). El federalismo era un proyecto completamente absurdo para «una nación como España, ya federada por siglos de convivencia histórica de sus distintos pueblos» (Unamuno, 1979a, p. 83Unamuno, Miguel de (1979a). “La promesa de España. III. Los comuneros de hoy se han alzado contra el descendiente de los Austrias y Borbones”, en República española y España republicana (19311936). Artículos no recogidos en las obras completas. Salamanca: Almar.). ¿Por qué fabricar particularismos aldeanos y localismos aislacionistas, anclándose en lenguas regionales más o menos minoritarias y en instituciones medievales que se quieren conservar o acaso restaurar? Tales programas, advertía Unamuno en el mencionado artículo, albergaban el peligro de terminar dividiendo «a los ciudadanos de ellas, de esas regiones, en dos clases: los indígenas o nativos y los forasteros o advenedizos, con distintos derechos políticos y hasta civiles» (Unamuno, 1979a, p. 82Unamuno, Miguel de (1979a). “La promesa de España. III. Los comuneros de hoy se han alzado contra el descendiente de los Austrias y Borbones”, en República española y España republicana (19311936). Artículos no recogidos en las obras completas. Salamanca: Almar.). El que fuera rector de la Universidad de Salamanca no podría hoy salir de su asombro; contemplaría horrorizado y atónito cuán lejos han llegado tales indigenismos.

Ya en un artículo muy anterior (publicado en julio de 1896, en Bilbao) había observado que los «bizkaitarras» (así se denominaban los primeros separatistas vizcaínos) tendían a «establecer diferencias entre los vecinos naturales de la villa y los vecinos no naturales» (Unamuno, 1976a, p. 203Unamuno, Miguel de (1976a). “Bizkaitarrismo”. En Escritos socialistas. Artículos inéditos sobre el socialismo, 1894-1922. Madrid: Ayuso.). Semejante división, que constituía el núcleo doctrinal de aquellos prohombres, era descarnadamente étnica. Bajo tal criterio, un nacido en Bilbao de madre segoviana no era un «natural de la villa». Aunque tal bebé hubiese sido arrojado al mundo en las orillas del Nervión, no por ello habría adquirido una naturaleza vasca. Y aunque hubiera pasado todos los minutos de su existencia en tierras vascongadas, ese niño sería siempre un extranjero. Los «naturales de la villa» serían únicamente los pertenecientes a la «raza vasca». Porque ser vasco es una cuestión genética; es una determinación racial; es un asunto sanguíneo. Decía Unamuno que tal doctrina era «salvaje en sentido estricto», puesto que según ella solo los indígenas puros podrían tener ciudadanía vasca. Únicamente habría derechos «para los miembros de la misma tribu», concluía don Miguel. He ahí la exquisita doctrina de Sabino Arana, fundador y padre intelectual del Partido Nacionalista Vasco.

En el Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados quedaron reflejadas jugosas intervenciones de Unamuno, recogidas igualmente por la prensa. Sostenía que la politización de la lengua regional provocaba situaciones absurdas: «Yo he visto cosas, como decir que para poder aspirar a ser secretario de un Ayuntamiento era menester conocer el vascuence en un pueblo donde el vascuence no se habla»1Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes de la República Española. Sesión celebrada el día 22 de octubre de 1931. Número 61, p. 1888.. Pero lo verdaderamente grave era la utilización de la lengua para extranjerizar a compatriotas procedentes de otras regiones. Asomaba en todo ello un ominoso etnicismo cargado de xenofobia, toda vez que se empezaba a diferenciar entre los «naturales» y los foráneos. Seguía diciendo, en la Cámara:

Yo me acuerdo que, hace años, un alcalde de Barcelona se dirigió al entonces rey D. Alfonso XII, en nombre, decía, de los naturales de Barcelona. Yo me creí obligado a protestar. Un alcalde de Barcelona no puede dirigirse en nombre de los naturales, sino de los vecinos, sean naturales o no, ni se puede establecer una diferencia entre vecinos y naturales. No hay, ni puede haber, dos ciudadanías2Idem..

Lo que Unamuno estaba señalando es que el alcalde de Barcelona no representa a los catalanes de «pura cepa», por decirlo así, sino a los avecindados en la ciudad, provengan de donde provengan. En el fondo, lo que se pretendía con tales discursos era quebrar la noción de ciudadanía común, que no era otra que la española, en función de criterios etnolingüísticos, un proyecto absolutamente reaccionario e incívico. Y es que el racialismo fue, sin que quepa argüir lo contrario, uno de los ingredientes doctrinales de aquel catalanismo (Caja, 2009Caja, Francisco (2009). La raza catalana. El núcleo doctrinal del catalanismo. Madrid: Encuentro.).

Pero regresemos al referido artículo de 1931. En él, señalaba Unamuno que el empleo de una lengua regional no debiera convertirse en un instrumento político generador de ensimismamientos, divisiones o fragmentaciones. Y más cuando existe una lengua común (Salvador, 1988Salvador, Gregorio (1988). Lengua española y lenguas de España. Barcelona: Ariel.). Una lengua común que -debemos remarcar lo obvio- es tan «propia» de Santiago de Compostela, Bilbao o Lérida como lo es de Toledo, Huelva o Logroño. Un gallego que habla español no está hablando una lengua «impropia». Un catalán hispanohablante no está siendo un hablante «desnaturalizado». Un vasco que habla español no está empleando una lengua «extranjera». Debe tenerse mucha cautela con esa idea falaz de las «lenguas propias» de cada región, porque al conceder esa semántica se estará concediendo subrepticiamente que el español es en tales regiones una lengua «impropia». Cuando lo cierto es que el español es mayoritario en todas ellas desde hace mucho tiempo, siendo así que la lengua española es igualmente «propia» de las mencionadas regiones y provincias. Una lengua que, dicho sea de paso, en pocos lustros hablarán (como lengua materna) más de seiscientos millones de seres humanos. Eso sin contar a las personas que lo estudiarán y aprenderán como segundo idioma, que serán millones. Qué tremenda insensatez, habría de observar Unamuno, la de creer que el desconocimiento de la lengua española -lengua internacional y universal- podría conllevar algún tipo de beneficio o liberación.

También apuntaba Unamuno, en aquel artículo al que nos venimos refiriendo, que tenía que acabarse con la monserga de la «personalidad diferencial» de las regiones, que solo servía para engrandecer a los caciques locales. Las apasionadas discusiones sobre la organización territorial, añadía en el mencionado artículo, se habían enfocado «sentimentalmente». Pero en realidad, eso de que Cataluña, Vasconia o Galicia «hayan sido oprimidas por el Estado español no es más que un desatino» (Unamuno, 1979a, p. 83Unamuno, Miguel de (1979a). “La promesa de España. III. Los comuneros de hoy se han alzado contra el descendiente de los Austrias y Borbones”, en República española y España republicana (19311936). Artículos no recogidos en las obras completas. Salamanca: Almar.). A pesar de todo, Unamuno estaba plenamente convencido de que tarde o temprano «llegaremos a comprender que la llamada personalidad de las regiones -que es en gran parte, como el de la raza, no más que un mito sentimental- se cumple y perfecciona mejor en la unidad política de una gran nación, como la española, dotada de una lengua internacional» (Unamuno, 1979a, p. 83Unamuno, Miguel de (1979a). “La promesa de España. III. Los comuneros de hoy se han alzado contra el descendiente de los Austrias y Borbones”, en República española y España republicana (19311936). Artículos no recogidos en las obras completas. Salamanca: Almar.). Lo verdaderamente interesante de dichas palabras es la expresión exacta empleada por Unamuno -«mito sentimental»- cuando se refiere a la «raza» y a la «personalidad de las regiones» (léase «espíritu del pueblo» o Volksgeist). Estaba arremetiendo frontalmente contra el romanticismo racialista y contra el racialismo romántico, tan característicos y definitorios de esos regionalismos potencial o abiertamente separatistas. En otro lugar dirá que tales movimientos son «pedanterías particularistas basadas en tradiciones legendarias y resentimentales» (Unamuno, 1965, p. 649Unamuno, Miguel de (1965). “Estado, estadillo y problemas sociales”, en Unamuno. Pensamiento político. Madrid: Tecnos.).

En un artículo titulado «Puerilidades nacionalistas» (aparecido en Ahora, el 11 de octubre de 1933), Unamuno pondría su énfasis crítico en la escandalosa «minoría de edad» que mostraba el movimiento nacionalista vasco. Dejaba claro que él jamás apostataría de su «vasconidad». Ahora bien, tal amor a la patria chica nunca debiera traducirse en una abyecta inmersión en desvaríos incívicos. Sin ir más lejos, el término Euzkadi no fue más que la invención caprichosa y pueril de un «menor de edad mental» (Unamuno, 1979b, p. 269Unamuno, Miguel de (1979b). “Puerilidades nacionalistas”, en República española y España republicana (1931-1936). Artículos no recogidos en las obras completas. Salamanca: Almar. ). Dos años antes, en 1931, se había referido a toda esa nebulosa ideológica como una «aldeanería sin patria civil» (Unamuno, 1979c, p. 95Unamuno, Miguel de (1979c). “El Estatuto o los desterrados de sus propios lares”, en República española y España republicana (1931-1936). Artículos no recogidos en las obras completas. Salamanca: Almar.). Recluirse en el propio terruño, para empaparse de oscuros atavismos, no era más que un signo de barbarie. En ese sentido, no dejará de observar que

son latinas casi todas las palabras eusquéricas que denotan actos o cualidades religiosas, espirituales y aun las de términos genéricos. Que fue el latín el que le dio mayoridad conceptual al vascuence; fue la civilización latina la que le sacó de la infancia sin historia a mi pueblo, llevándole a la madurez espiritual de la historia española (Unamuno, 1979b, pp. 269-270Unamuno, Miguel de (1979b). “Puerilidades nacionalistas”, en República española y España republicana (1931-1936). Artículos no recogidos en las obras completas. Salamanca: Almar. ).

Ya en su mencionada tesis doctoral había sentenciado que «el euskera es pobrísimo en voces significativas de objetos espirituales o suprasensibles, y hasta carece de términos que expresen ideas abstractas en general» (Unamuno, 1966a, p. 113Unamuno, Miguel de (1966a). Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca, en Obras completas. IV. La raza y la lengua. Madrid: Escelicer.). Tales apreciaciones desataron las iras de muchos, como cabría esperar. En otro lugar se referiría Unamuno al informe sobre la «unificación» del euskera presentado en 1920 por Arturo Campión y Pierre Broussain:

Los autores del Informe conocen y reconocen la pobreza del vascuence vivo para expresar los múltiples aspectos de la vida moderna; saben de sobra que no se podría explicar en vascuence ni química, ni física, ni psicología, ni…ciencia alguna. Saben de sobra que el vocabulario religioso o teológico y psicológico del vascuence es de origen latino. Y confiesan que la lengua unificada será una lengua artificial. Y nunca dejaría de serlo (1966b, p. 273Unamuno, Miguel de (1966b). “La unificación del vascuence”, en Obras completas. IV. La raza y la lengua. Madrid: Escelicer. ).

Las cosas son lo que son, por mucho romanticismo que uno quiera oponerle a la realidad. Y es por ello que Unamuno se expresa sin ambages:

El castellano es un idioma más hecho, más integrado, más analítico, se presta más al grado de cultura que hemos alcanzado, y no se busque en la incuria de los hombres la razón de ciertos hechos: búsquese en la interna necesidad de los hechos mismos […] El vascuence se va porque no puede resistir el choque, porque lucha desesperadamente por la existencia contra un idioma más fuerte; más fuerte por sus condiciones externas y más fuerte por su interna organización […] Yo quiero mucho a mi pueblo vasco; pero hace mucho tiempo que dejé los entusiasmos románticos (Unamuno, 1966c, p. 135Unamuno, Miguel de (1966c). “Del elemento alienígena en el idioma vasco”, en Obras completas. IV. La raza y la lengua. Madrid: Escelicer.).

Porque tales entusiasmos conducen, en demasiadas ocasiones, a delirios etnicistas. En cierta ocasión, el señor Francesc Cambó, a la sazón líder del movimiento catalanista, visitó Bilbao. Fue un viaje destinado a la propaganda política y a la exhibición de una suerte de solidaridad regionalista. Esto sucedió en 1917. Ofreció una conferencia sobre los proyectos económicos del ministro de Hacienda. Lo irónico del asunto, a juicio de Unamuno, es que tal conferencia solamente podía ofrecerse en español. Porque, aunque el insigne Cambó hubiese aprendido por arte de encantamiento alguna variedad del vascuence, y aunque todo el auditorio de aquel magnífico teatro bilbaíno hubiese hablado esa misma variedad (hipótesis inverosímil), lo cierto es que aquellas temáticas (los asuntos financieros propios de un Estado moderno) habrían sido inexpresables en euskera. Sencillamente inexpresables. Salvo, claro está, que el conferenciante optara por inventar términos eusquéricos (neologismos con raíces latinas) que darían lugar a un discurso ininteligible (Unamuno, 1966dUnamuno, Miguel de (1966d). “Vascuence, gallego y catalán”, en Obras completas. IV. La raza y la lengua. Madrid: Escelicer. ). Abundaría en lo mismo, en diferentes ocasiones: «En el milenario eusquera no cabe el pensamiento moderno» (Unamuno, 1966e, p. 242Unamuno, Miguel de (1966e). “Discurso en los Juegos Florales celebrados en Bilbao el día 26 de agosto de 1901”, en Obras completas. IV. La raza y la lengua. Madrid: Escelicer.). Era una lengua rural y arcaica, que no disponía de una lógica interna capaz de amoldarse a los nuevos giros de la civilización. Conviene recordar que Sabino Arana se formó en lengua española, su única lengua materna. Gracias a lo cual pudo alcanzar un nivel de instrucción aceptable, nivel que solo la lengua española pudo proporcionarle. Evidentemente, también podría haber accedido a los contenidos intelectuales y espirituales de la moderna civilización occidental en lengua francesa, alemana o italiana. Pero en vascuence, jamás.

Se oponía Unamuno a las cerriles apologías del ensimismamiento; rechazaba ese apego mórbido al propio terruño. El deber más sagrado que se nos ha encomendado, decía Sabino Arana, era cultivar nuestra «personalidad étnica». En sus escritos hallamos ingentes cantidades de furor xenófobo, y de agresividad identitaria. Pero en ocasiones se deslizan pasajes melancólicos. «La raza vasca, si así continúa, se va. Desaparecerá en el piélago de las otras razas, como el arroyo en la mar» (Arana Goiri, 1965, p. 1997Arana Goiri, Sabino (1965). “Conócete a ti mismo” (número 3 de Euzkadi, septiembre de 1901), en Obras completas. Buenos Aires: Sabindiar-Batza.). Elegías de un racista. Unamuno, siempre tan punzante, se refirió en cierto artículo a «todas las doctrinas inhumanas, antiprogresivas y bárbaras que preconizan el aislamiento, la estúpida, absurda y dañina pureza de raza» (Unamuno, 1976b, p. 217Unamuno, Miguel de (1976b). “El hombre-planta”. En Escritos socialistas. Artículos inéditos sobre el socialismo, 1894-1922. Madrid: Ayuso. ). Sin duda, al escribir esto estaba pensando en Arana y en los bizkaitarras. Y en otro artículo de 1933 se refería a «esas frívolas juventudes de los nacionalismos regionales» (Unamuno, 1986, p. 156Unamuno, Miguel de (1986). “País, paisaje y paisanaje”, en Paisajes del alma. Madrid: Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Libreros.), enfermizamente obsesionadas con la etnografía, la filología y el folklore, elementos todos ellos a los que se acudía para inventar una insalvable «diferenciación». Ésa era la sustancia doctrinal del movimiento, que Unamuno supo aprehender mejor que nadie. «Les conozco, a esos pobres diablos; les tuve que sufrir antaño. Querían convencerse de que eran una especie de arios, de una raza superior y aristocrática» (1986, p. 157Unamuno, Miguel de (1986). “País, paisaje y paisanaje”, en Paisajes del alma. Madrid: Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Libreros.). Su impulso de separación estaba sustentado en el supremacismo racial, combinado de forma paradójica con un lacrimoso victimismo. «Y luego decir que se les oprime, que se les desprecia, que se les veja, y falsificar la historia» (1986, p. 157Unamuno, Miguel de (1986). “País, paisaje y paisanaje”, en Paisajes del alma. Madrid: Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Libreros.). Es algo verdaderamente llamativo, porque la doctrina de aquel movimiento se fundamentaba en la siguiente premisa: pertenecemos a una raza superior, pero llevamos siglos oprimidos. ¿Cómo es posible que se diesen ambas cosas al mismo tiempo? Sea como fuere, ese victimismo enarbolado por el nacionalismo vasco ha perdurado en el tiempo, y todavía hoy constituye un ingrediente esencial de su discurso. Otro tanto sucede con los discursos galleguistas y catalanistas.

Fue igualmente implacable y virulenta su oposición a la autonomía catalana (y a todos los regionalismos), especialmente durante la Segunda República (Bécarud, 1965Bécarud, Jean (1965). Miguel de Unamuno y la segunda República. Madrid: Taurus.). Debe admitirse que Unamuno se mostró a lo largo de su trayectoria vital como un pensador contradictorio y zigzagueante (Pascual Mezquita, 2003Pascual Mezquita, Eduardo (2003). La política del último Unamuno. Salamanca: Ediciones Anthema.; Urrutia, 1997Urrutia, Manuel María (1997). Evolución del pensamiento político de Unamuno. Bilbao: Universidad de Deusto.). Sin embargo, sí fueron constantes y firmes sus críticas al catalanismo, al bizkaitarrismo, al galleguismo y al valencianismo. Entre otros motivos, porque era evidente el «origen burgués y nada popular» de tales movimientos regionalistas y particularistas. Eran la expresión de un «cantonalismo» que beneficiaba a las «pequeñas plutocracias provincianas» ; un «egoísmo localista» que a la postre solo podía mostrase como «disolvente y reaccionario». Esto lo había escrito en «España es patria y no patrimonio», artículo publicado en El Mercantil Valenciano (21 de abril de 1918). En cierta ocasión, ya más tardía (en una conferencia ofrecida en el Ateneo de Madrid, reseñada por el periódico ABC el 30 de noviembre de 1932), diría que el «autonomismo», con todos sus «Parlamentitos», resultaba bastante caro, y servía sobre todo para colocar a los amigos de los «caciques regionales». Y es que el nepotismo siempre es más intenso en los poderes locales.

En el intenso debate de las Cortes Constituyentes de 1931 propuso modificar el texto del proyecto constitucional, en lo referente al asunto de la oficialidad de la lengua. Tomó la palabra en la tribuna para mostrar sus dudas con respecto al asunto de la cooficialidad de las lenguas, pues con ello podría deslizarse subrepticiamente una «co-soberanía», y eso sería una cosa muy peligrosa. Su enmienda proponía que se estableciera el español como el idioma oficial de la República, y algo más: que a nadie se le pudiera imponer el uso de una lengua regional. Aclaraba en su intervención que «eso quiere decir que ninguna región podrá imponer, no a los de otras regiones, sino a los mismos de ella, el uso de aquella misma lengua [regional]»3Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes de la República Española. Sesión celebrada el día 18 de septiembre de 1931. Número 41, p. 1015.. En ese mismo discurso recordaba que países como Francia o Italia tenían más diversidad lingüística y dialectal que España. Era importante remarcarlo, para no seguir alimentando el mito de la anomalía española. Finalmente, se incluyó la enmienda de Unamuno, pero fue una victoria pírrica, pues su alcance se vio limitado por la expresión «salvo lo que se disponga en leyes especiales». Esto es, a través del Estatuto autonómico sería fácilmente esquivable la disposición plasmada en el Artículo 4, que decía aquello de «a nadie se le podrá exigir el conocimiento ni el uso de ninguna lengua regional».

Debe recalcarse que Unamuno era un incansable políglota. Dominaba muchos idiomas, entre los cuales se contaban el catalán, el gallego, el mallorquín y el vascuence. Pero sostenía de manera tajante que la lengua española (única lengua común a todas las provincias de la nación) no debía estar ausente en los centros de enseñanza de ninguna provincia o región. Unamuno presentó en las Cortes, junto a otros diputados, una enmienda para lograr que la española fuese la única lengua docente en los centros educativos dependientes del Estado. Las regiones podrían enseñar sus lenguas regionales en los centros docentes que acaso ellas construyeran, pero el español debería ser el único idioma empleado en el sistema educativo bajo control estatal. Es decir, «el Estado mantendrá también en dichas regiones las instituciones de enseñanza de todos los grados en el idioma oficial de la Republica»4Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes de la República Española. Sesión celebrada el día 22 de octubre de 1931. Número 61, p. 1887.. Unamuno era consciente de que el asunto lingüístico, pérfidamente politizado e instrumentalizado, podría utilizarse como un ariete secesionista destinado a destruir la soberanía española.

Estas intervenciones de Unamuno siguen teniendo una vigencia absoluta, en la España de hoy.

4. JUAN VALERA, EMILIA PARDO BAZÁN, GASPAR NÚÑEZ DE ARCE, RAMÓN Y CAJAL: INQUIETUD ANTE LA AMENAZA SEPARATISTA

 

El escritor Juan Valera (1824-1905) comentaba que uno podía deleitarse con los frutos de las literaturas regionales, pero «dentro de ciertos límites juiciosos». Y es que ese asunto del «regionalismo filológico» fácilmente podía deslizarse por imprudentes sendas políticas. Y lanzó una seria advertencia, cuando adujo que algunas vindicaciones lingüísticas podían terminar funcionando como catalizadoras de un «cierto separatismo». Consideraba absurda la excesiva potenciación de las lenguas regionales, o de los dialectos comarcales, cuando existe un idioma común desde hace siglos. En ese mismo artículo, el escritor cordobés señalaba que la lengua «castellana» era desde hace mucho tiempo lengua «española», del mismo modo que la lengua «toscana» ya era lengua «italiana» (Valera, 1961, pp. 907-910Valera, Juan (1961). “El regionalismo filológico en Galicia”, en Obras completas. Tomo II. Madrid: Aguilar.). Ambas fungen como las lenguas de una nación política moderna, habladas y escritas en la totalidad del territorio. Valera entendía que es estúpido y suicida -es decir, disgregador y disolvente desde el punto de vista de la consistencia política del Estado- hacer retroceder a la lengua común (o permitir que algunos la hagan retroceder), únicamente para prestigiar y visibilizar otras lenguas minoritarias de alcance provincial o regional. Tales proyectos, y la experiencia histórica así lo ha venido demostrando, suelen contener dentro de sí una pulsión identitaria y centrífuga. Valera lo supo ver en 1896.

Emilia Pardo Bazán (1851-1921) experimentaba un sincero amor por la lengua gallega. Encareció la poesía de Rosalía de Castro. Ahora bien, a pesar del loable esfuerzo realizado por algunos escritores del XIX (movimiento conocido como Rexurdimento), la insoslayable verdad era que el español seguía siendo la lengua mayoritaria en Galicia. Además, se daba la paradoja de que muchos de los que hablaban el gallego como lengua materna, no sabían escribirlo (aldeanos y gentes del mundo rural). Mientras que muchos de los que ahora se empeñaban en escribirlo, apenas sí lo habían hablado a lo largo de su vida. En cualquier caso, hacían bien los «poetas regionales» en recrearlo. Pero era el gallego un atavismo entrañable (nunca pudo lograr demasiadas cosas como lengua literaria), cuya resonancia evocaba sentimentalidades domésticas y campesinas (Pardo Bazán, 1984a, pp. 16-17Pardo Bazán, Emilia (1984a). “La poesía regional gallega”, en De mi tierra. Vigo: Edicións Xerais de Galicia.). Se refirió a él como «dialecto» o «habla provincial» (1984b, pp. 289-296Pardo Bazán, Emilia (1984b). “¿Idioma o dialecto?”, en De mi tierra. Vigo: Edicións Xerais de Galicia. ), aunque no podemos explicitar en este lugar las razones que para tal dictamen ofreció doña Emilia. Sea como fuere, todo ello no podía sino crispar los ánimos de los galleguistas.

La autora de Los pazos de Ulloa se opuso en todo momento a las derivaciones políticas de este asunto del «resurgir» literario del gallego. Por ejemplo, cuando observaba que «tenemos que reconocer que el renacimiento lleva en sí un germen de separatismo, germen poco desarrollado todavía, pero cuya presencia es imposible negar, y que acaso sea el único fruto político y social de este florecimiento poético» (Pardo Bazán, 1984a, p. 40Pardo Bazán, Emilia (1984a). “La poesía regional gallega”, en De mi tierra. Vigo: Edicións Xerais de Galicia.). Tales palabras pueden leerse en un volumen aparecido en 1888. Téngase en cuenta la fecha. Con mucha lucidez, supo ver Pardo Bazán que detrás de todas aquellas inquietudes lingüísticas se agazapaban, en demasiadas ocasiones, aviesas y disgregadoras intencionalidades políticas. El separatismo, al que tildó de «peligrosa utopía», era todavía muy tímido en las tierras gallegas. Sin embargo, era preocupante comprobar cómo tales propuestas habían adquirido algún prestigio y cierta relevancia «gracias» a Pi y Margall (Pardo Bazán, 1984a, p. 41Pardo Bazán, Emilia (1984a). “La poesía regional gallega”, en De mi tierra. Vigo: Edicións Xerais de Galicia.).

El escritor y poeta Gaspar Núñez de Arce (1832​​-1903), hoy olvidado, confrontó duramente con las doctrinas catalanistas. Lo hizo desde la presidencia del Ateneo de Madrid, en un contundente discurso leído el 8 de noviembre de 1886. Sintió la necesidad de justificar o motivar su intervención, pues no quería pecar de alarmista, aduciendo que si bien el catalanismo político era en aquel momento muy minoritario -una «secta política» demasiado literaria y con escasísimo arraigo popular- ello no impedía que la cosa pudiera traer serias complicaciones en el futuro (Núñez de Arce, 1886, p. 7Núñez de Arce, Gaspar (1886). “Discurso leído por el Excmo. Señor D. Gaspar Núñez de Arce el día 8 de noviembre de 1886 en el Ateneo científico y literario de Madrid, con motivo de la apertura de sus cátedras”. Madrid: Est. Tip. Sucesores de Rivadeneyra, Impresores de la Real Casa. ). Y vaya si las trajo. Los pergeñadores del «particularismo catalán» (también se refirió brevemente a los regionalismos que asomaban en Galicia y en las provincias vascongadas) se habían dejado llevar por una «hiperbólica imaginación» y por una «fantasía espoleada por el odio» (Núñez de Arce, 1886, p. 38Núñez de Arce, Gaspar (1886). “Discurso leído por el Excmo. Señor D. Gaspar Núñez de Arce el día 8 de noviembre de 1886 en el Ateneo científico y literario de Madrid, con motivo de la apertura de sus cátedras”. Madrid: Est. Tip. Sucesores de Rivadeneyra, Impresores de la Real Casa. ). Observaba con lucidez (téngase en cuenta que lo estaba diciendo en 1886) que el objetivo último del referido movimiento era la ruptura y la separación. No debía perderse de vista «su verdadero propósito, el cual no es otro que el de crear, con los miembros palpitantes de la patria despedazada, inverosímiles organismos soberanos» (Núñez de Arce, 1886, p. 6Núñez de Arce, Gaspar (1886). “Discurso leído por el Excmo. Señor D. Gaspar Núñez de Arce el día 8 de noviembre de 1886 en el Ateneo científico y literario de Madrid, con motivo de la apertura de sus cátedras”. Madrid: Est. Tip. Sucesores de Rivadeneyra, Impresores de la Real Casa. ). Arremetía, en vistas de lo cual, contra la descomunal insensatez de aquéllos que pretendían desmembrar el Estado y despedazar la nación política, apelando para ello a episodios históricos falseados y a victimismos económicos injustificables.

Núñez de Arce practica una suave ironía: «Ya lo oís, señores: Cataluña, por órgano de sus nuevos y no buscados redentores, se duele de su fortuna ingrata, porque la opresión en que gime es inaudita y no se conoce igual en parte alguna» (Núñez de Arce, 1886, p. 41Núñez de Arce, Gaspar (1886). “Discurso leído por el Excmo. Señor D. Gaspar Núñez de Arce el día 8 de noviembre de 1886 en el Ateneo científico y literario de Madrid, con motivo de la apertura de sus cátedras”. Madrid: Est. Tip. Sucesores de Rivadeneyra, Impresores de la Real Casa. ). También hubo de refutar los argumentos de aquellos que postulaban una Cataluña esencialmente diferente (incluso en lo racial), como si ella fuera una entidad aparte que nada tuviera que ver con el resto de España. Recordaba el poeta vallisoletano que todas las naciones políticas de Europa albergan en su interior provincias o regiones que presentan diferencias lingüísticas, folklóricas, religiosas, en los usos y costumbres…pero no por ello hacen de tal variedad etnográfica un principio de separación nacional (bien es verdad que no ha sido España la única nación política moderna en la que han surgido proyectos separatistas y etnonacionalistas). Se desató una polémica importante a resultas de tal disertación. Valentín Almirall, que se dio por aludido a pesar de que su nombre no figuraba explícitamente en el susodicho discurso, respondió de inmediato. Núñez de Arce se defendió. Hubo réplicas y contrarréplicas, pero no podemos examinarlo en este lugar.

Puede constatarse que ya en aquella época -cuando el catalanismo político era apenas una realidad incipiente y poco articulada- hubo quienes se atrevieron a denunciar sus inconsistencias y sus potenciales peligros.

Nunca deben mirarse con sistemático desdén las palpitaciones del sentimiento público, por débiles que sean; y aun cuando hasta ahora, gracias a Dios, no corra peligros nuestra unidad nacional, ni en Galicia, ni en las provincias vascas, ni en Cataluña, bueno es fijarse en estas cosas con algún cuidado. Porque si no son más que vanas aprensiones del miedo, con sólo acometerlas de frente se desvanecerán; y si, por el contrario, encierran en su fondo el germen de probables conflictos, no es acertado proceder como las almas pusilánimes, que piensan esquivar el riesgo cerrando los ojos para no verlo, ni como algunas naturalezas pasivas, que viven en el mejor de los mundos posibles, hasta que caen de pronto heridas por la catástrofe (Núñez de Arce, 1886, p. 8Núñez de Arce, Gaspar (1886). “Discurso leído por el Excmo. Señor D. Gaspar Núñez de Arce el día 8 de noviembre de 1886 en el Ateneo científico y literario de Madrid, con motivo de la apertura de sus cátedras”. Madrid: Est. Tip. Sucesores de Rivadeneyra, Impresores de la Real Casa. ).

Núñez de Arce pronunció tales palabras cuando los regionalismos eran todavía minúsculos embriones sin desarrollar. Advirtió con mucha clarividencia que allí estaba fraguándose algo grave.

Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), en un escrito publicado poco antes de morir, advertía contra el «separatismo disfrazado de regionalismo» (1970, p. 114Ramón y Cajal, Santiago (1970). El mundo visto a los ochenta años. Impresiones de un arteriosclerótico. Madrid: Espasa-Calpe.). Páginas lúcidas pero desasosegadas, en las que observaba con estupor cómo las provincias «más vivas, mimadas y privilegiadas» -se estaba refiriendo al País Vasco y a Cataluña- le echaban en cara a la paupérrima y maltratada Castilla su «centralismo avasallador» (Ramón y Cajal, 1970, p. 115Ramón y Cajal, Santiago (1970). El mundo visto a los ochenta años. Impresiones de un arteriosclerótico. Madrid: Espasa-Calpe.). El rico recriminándole al pobre; el potentado reclamándole al miserable. La burguesía vasca y la burguesía catalana acumularon su capital con la inestimable ayuda de ciertas políticas económicas e industriales del terrible Estado «opresor». Pero decían entonces los separatistas de tales regiones, y lo siguen diciendo todavía hoy, que supieron labrar su prosperidad a pesar de permanecer «atrapados» en esa cárcel llamada España, cuando lo cierto es que la construyeron gracias a ser parte constitutiva de la nación española. Nunca recordaremos suficientemente lo de las políticas arancelarias (Laínz, 2017Laínz, Jesús (2017). El privilegio catalán. 300 años de negocio de la burguesía catalana. Madrid: Encuentro.). Y debe apuntarse que esas acumulaciones de capital se levantaron sobre los lomos explotados de maketos y charnegos. Catalanistas y bizkaitarras lanzaron su corrosiva metralla -xenófoba y racista- contra esos mismos proletarios «extranjeros» (murcianos, andaluces, asturianos o gallegos) cuya fuerza de trabajo estaba siendo sobreexplotada con ferocidad. Los nacionalistas vascos lucharon encarnizadamente con los socialistas (léase la novela El intruso de Vicente Blasco Ibáñez, publicada en 1904). El nacionalismo catalán peleó habitualmente con los anarquistas. Ese trasfondo económico, definido por una descarnada lucha de clases, no puede obviarse cuando analizamos el surgimiento histórico de aquellos movimientos regionalistas y separatistas.

Ramón y Cajal no era capaz de reprimir ciertas dosis de pesimismo, siendo así que incluso no descartaba que la nación española pudiera terminar sufriendo «mutilaciones irreparables». Querría él compartir el optimismo de todos aquellos que sostenían que tal cosa era imposible, pero no se fiaba de esos «avispados caciques» que sugestionaban y fanatizaban a las masas (Ramón y Cajal, 1970, p. 116Ramón y Cajal, Santiago (1970). El mundo visto a los ochenta años. Impresiones de un arteriosclerótico. Madrid: Espasa-Calpe.). Qué hubiera dicho el ilustre don Santiago, de haber contemplado la deriva de tales asuntos en el siglo XXI. También advertía en aquellas páginas sobre la insaciabilidad de los regionalistas-separatistas (habíamos dicho ya que también pueden denominarse «etnonacionalistas»). Es imposible contemporizar con semejantes movimientos, pues son esencialmente centrífugos. Desde 1978 todos los gobiernos de España lo han intentado, y el resultado salta a la vista. Conceder y conceder «competencias» ha supuesto añadir más y más combustible a la caldera separatista. «Si casi todos los defensores de la autonomía catalana y vascongada han sido separatistas, según dejamos dicho, ¿cómo evitar que los Estatutos se vicien y desvirtúen, derivando en la práctica hacia la plena independencia?» (1970, p. 118Ramón y Cajal, Santiago (1970). El mundo visto a los ochenta años. Impresiones de un arteriosclerótico. Madrid: Espasa-Calpe.). Debe responderse a esta pregunta lanzada por Santiago Ramón y Cajal. Lo exige la más elemental prudencia política.

5. RAFAEL ALTAMIRA, UNA FIGURA INJUSTAMENTE OLVIDADA

 

No podíamos concluir este trabajo sin referirnos al alicantino Rafael Altamira (1866-1951), una figura poco conocida en nuestro presente. Y debe decirse que tal olvido es estruendosamente injusto, toda vez que fue un gran historiador americanista, entre otras muchas facetas (también se desempeñó como jurista y pedagogo). Fue un defensor infatigable del ideal hispanoamericanista. Abogó toda su vida por una mayor hermandad entre España y las naciones americanas de habla española; por un estrechamiento de lazos con aquellas naciones hermanas, al menos en el campo científico, académico y cultural (Altamira, 2008Altamira, Rafael (2008). La huella de España en América. Salamanca: Universidad de Salamanca.).

Su ensayo Psicología del pueblo español (1902) debe situarse en la estela de todas esas obras escritas al calor del así llamado «Desastre del 98». Ahora bien, cabe decir que Altamira, sin dejar de participar en esa temática -el problema de España, o España como problema- quiso desasirse del pesimismo paralizante de muchos de los intelectuales que reflexionaron sobre la «decadencia» de la nación española. Señalaba que era imposible escapar del decaimiento en el que se hallaba la patria (circunstancia coyuntural perfectamente subsanable) si los que debieran empujar para ello gastaban sus energías en denigrarla, regodeándose de forma mórbida y autodestructiva en las supuestas incapacidades congénitas del pueblo español. Piénsese en el pesimismo que destilan obras tales como El problema nacional (1899) de Ricardo Macías Picavea, e incluso Idearium español (1897) de Ángel Ganivet. Y la lista podría ampliarse, incluyendo a Ortega en ese elenco de pesimistas. Desde el auto-desprecio y desde el auto-odio no se puede construir nada; no se puede mejorar España desde la hispanofobia, erigiendo una imagen teratológica de ella. Desprestigiándonos constantemente a nosotros mismos, repudiando todo nuestro pasado (dando pábulo a groseros falseamientos y a distorsiones palmarias de la obra de España en la Historia), no hay nada que hacer. Nos sumergimos en una atmósfera depresiva, y sentimos aversión por todo lo propio. Entiende que tampoco es saludable un chauvinismo hiperbólico; pero es que en España predomina el extremo opuesto. Altamira es consciente de las cosas que deben mejorarse en la vida nacional, y habla de «regeneración». Pero sin fe en las propias fuerzas y sin confianza en las propias capacidades, no habrá porvenir.

En este punto, Altamira se revuelve contra los argumentarios de la leyenda negra antiespañola, sostenida desde hace centurias por escritores extranjeros, pero enarbolada también por muchos españoles. Es imposible contribuir a la regeneración de la patria, si uno se empeña en sostener -desde un prisma negrolegendario- que España es un país incorregiblemente inculto y oscurantista; si uno se empeña en decir que España jamás aportó nada al acervo civilizatorio; si uno se empeña en aseverar que España ha sido el país más fanático y supersticioso de todo Occidente; si uno se empeña en afirmar que España no ha generado nada en el campo del pensamiento y de la ciencia; si uno se empeña en sostener que España es constitutivamente inhábil para la técnica y para la vida económica (siendo la potencia que circunnavegó el planeta por vez primera, abriendo rutas comerciales interoceánicas e intercontinentales); si uno se empeña en propalar que España es un país repleto de gentes perezosas, violentas y estúpidas; si uno se empeña en asegurar que España es la nación más cruel y tiránica de todas las naciones. Es imposible contribuir a la regeneración de la patria, en definitiva, si se alimenta desde dentro la maquinaria propagandística-calumniadora lanzada secularmente por los enemigos geopolíticos de España, asumiéndose los especiosos prejuicios «que hacían del pueblo español una excepción monstruosa del linaje humano», como si en los españoles anidara una «ineptitud general para la civilización» (Altamira, 1997, p. 122Altamira, Rafael (1997). Psicología del pueblo español. Madrid: Biblioteca Nueva.). No utiliza exactamente el término «leyenda negra», pero sí otros muy similares, como cuando habla de «los tonos negros de la tradición legendaria» (1997, p. 128Altamira, Rafael (1997). Psicología del pueblo español. Madrid: Biblioteca Nueva.).

En la referida obra, Altamira emplea ciertos conceptos de cuño idealista (fue traductor de Fichte), que serían muy criticables desde una perspectiva materialista. Nos referimos a los siguientes: «genio nacional», «comunidad de espíritu», «carácter nacional», «alma española», «unidad espiritual española» o «piscología de los pueblos». Pero, más allá de la problematicidad de tales coordenadas filosóficas (que, dicho sea de paso, no son las coordenadas del autor de este artículo), lo cierto es que afrontó el asunto de los movimientos separatistas. Apuntó que el federalismo es disgregante. Y también que se engañaban aquéllos que consideraban que en las filas regionalistas no existían elementos explícitamente separatistas (Altamira, 1997, p. 143Altamira, Rafael (1997). Psicología del pueblo español. Madrid: Biblioteca Nueva.). Todo ello suponía una amenaza. Ahora bien, Altamira observará que lo más grave del asunto no son las consecuencias políticas, sino las espirituales. «Lo importante de ese movimiento no es su finalidad de separatismo o de autonomía federal, sino, vuelvo a decir, el desamor al resto de la tierra española y la creencia de que no hay nada de común entre las diferentes partes de ella» (1997, p. 144Altamira, Rafael (1997). Psicología del pueblo español. Madrid: Biblioteca Nueva.). Sin embargo, ese desafecto espiritual o sentimental conduciría, llevado a cierto extremo, a la desintegración política de España. «Lo grave es el separatismo espiritual», advierte Altamira, pues conduce a una «expansión irresistible de un sentimiento de diferenciación», que a la postre puede desembocar en una disgregación efectiva (1997, p. 145Altamira, Rafael (1997). Psicología del pueblo español. Madrid: Biblioteca Nueva.). Debe atajarse ese cultivo de la diferencia, en el que algunos se empeñan con obstinación. «Es seguro, pues, que mientras subsista y no se ataje ese cultivo y encarecimiento de las notas diferenciales, podrá continuar el Estado español bajo una forma federal, cantonalista u otra semejante, pero no haremos un pueblo fuerte, ni una comunidad solidaria de hermanos» (1997, p. 145Altamira, Rafael (1997). Psicología del pueblo español. Madrid: Biblioteca Nueva.). Se precisa, a juicio de Altamira, de una reacción que sepa contrarrestar esa tendencia particularista, disolvente y disgregadora.

Hay que avanzar en la dirección opuesta, fortalecimiento las afinidades que existen entre todas las regiones de España, que son muchas y profundas. Regiones articuladas y fusionadas desde hace siglos. Debe cultivarse un sentimiento de unidad espiritual e integración política, por el bien de todos. Se necesita, frente al «fetichismo de las autonomías», construir un «cuerpo nacional bien apretado y fuerte, suficientemente homogéneo y solidario, concertando la variedad con la unidad, vieja fórmula siempre verdadera» (1997, p. 146Altamira, Rafael (1997). Psicología del pueblo español. Madrid: Biblioteca Nueva.). Las «patrias regionales» no pueden constituirse de tal forma que terminen corroyendo la consistencia de la patria española. Debemos preguntarnos si el modelo federal, que tiende a exagerar las notas diferenciales en detrimento de la unidad, alberga dentro de sí el peligro de la disgregación política. Y Altamira entiende que, efectivamente, así sucede. Teniendo en cuenta todo lo antedicho, puede sostenerse verosímilmente que el que fuera ilustre catedrático de la Universidad de Oviedo sería muy crítico con el modelo territorial vigente en la España actual, pues es de facto un modelo federal o federalizante. Un modelo fuertemente descentralizado del que se alimentan las fuerzas separatistas.

6. A MODO DE CONCLUSIÓN

 

Hemos expuesto, comentando y analizado algunos de los hitos más destacados, en lo que tiene que ver con las reacciones de la intelectualidad española ante las demandas regionalistas y separatistas que, desde hace un siglo y medio, tensionan y agitan la vida política española. El recorrido podría haber sido más exhaustivo, ciertamente, pero tal propósito habría desbordado los límites de un artículo académico. No obstante, ha quedado patente que algunas de las mejoras cabezas de España le dedicaron atención al mencionado asunto, demostrándose con ello que tal cuestión revestía -y sigue revistiendo- una gravedad extraordinaria.

No podemos terminar este trabajo sin aludir a Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), probablemente la figura más relevante del pensamiento español del siglo XVIII. En uno de los discursos de su Teatro crítico universal, que llevaba por título «Amor de la Patria, y pasión nacional» (aparecido en el tomo tercero, de 1729), el ilustre pensador alertaba contra los peligros de zambullirse en un amor exacerbado por la «patria chica» (la ciudad o la provincia, y hoy añadiríamos la región). Si ese amor se lleva demasiado lejos, podría convertirse en un funesto y estrecho particularismo. Y cuando un particularismo adquiere cierta fuerza y cierta dimensión, termina ocasionando daños a la Patria. Feijoo entiende que esa Patria -que sí puede escribirse con P mayúscula- se refiere a la nacionalidad española, que es la única nacionalidad política existente en este territorio cohesionado por las leyes de un mismo Estado. No quiere condenar todo afecto por el suelo natalicio, y en principio no tiene por qué ser nocivo el apego sentimental al terruño en el que uno ha crecido. Pero ese amor por lo local no puede llevarse tan lejos que termine desembocando en animosidades y conflictos políticos que, a la postre, puedan poner en peligro la unidad y la consistencia de la Patria común, que es la española. Lo que Feijoo estaba diciendo es que el apego a la «patria chica» no debe politizarse en un sentido disolvente, generando un desafecto hacia esa Patria común en la que todos estamos embarcados (1777, pp. 223-248Feijoo, Benito Jerónimo (1777). Teatro crítico universal, o Discursos varios en todo género de materias, para desengaño de errores comunes. Tomo tercero. Madrid: Pantaleón Aznar, Carrera de San Jerónimo, Real Compañía de Impresores y Libreros.). Estas advertencias tuvieron algo de profético, puesto que eso mismo es lo que empezó a suceder, ya en la segunda mitad del siglo XIX. Y en ello seguimos, en el siglo XXI.

NOTAS

 
*

Este trabajo es un producto vinculado al Proyecto de Investigación Estudios críticos sobre arte, cultura y filosofía política, perteneciente a la Facultad de Arte, Diseño y Comunicación Audiovisual de la Escuela Superior Politécnica del Litoral (ESPOL), Guayaquil, República del Ecuador. El proyecto está dirigido por Jorge Polo Blanco.

1

Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes de la República Española. Sesión celebrada el día 22 de octubre de 1931. Número 61, p. 1888.

2

Idem.

3

Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes de la República Española. Sesión celebrada el día 18 de septiembre de 1931. Número 41, p. 1015.

4

Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes de la República Española. Sesión celebrada el día 22 de octubre de 1931. Número 61, p. 1887.

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