ISEGORÍA. Revista de Filosofía moral y política, N.º 69
julio-diciembre 2023, e17
ISSN-L: 1130-2097 | eISSN: 1988-8376
https://doi.org/10.3989/isegoria.2023.69.17

ARTÍCULOS

El escultor de la eterna Alemania: Hitler y la estetización de la política en el III Reich

The sculptor of eternal Germany: Hitler and aestheticization of politics in the Third Reich

Javier Leiva Bustos

Universidad Complutense de Madrid

https://orcid.org/0000-0002-6124-184X

Resumen

Desde su juventud, Hitler experimentó el anhelo interno de convertirse en un renombrado artista, tanto en su Austria natal como en la Alemania a la que sentía pertenecer. Si bien la Academia de Bellas Artes de Viena frustró, por dos veces, su sueño en el terreno de las artes plásticas, la política le brindó la oportunidad de hacerlo realidad; y, una vez convertido en Führer de todos los alemanes, se concibió a sí mismo como el gran artista que debía regenerar y dar forma a una nueva Alemania. A través de este ensayo, trataré de presentar los principales trazos de la estética con que el nacionalsocialismo recubrió al III Reich. Una estética que fue más allá del plano artístico, configurando toda una sociedad, un modelo político y una forma de pensamiento, a partir de su pretensión de dominio, su afán de eternidad y su deseo de hacer de la comunidad alemana una auténtica obra de arte.

Palabras clave: 
Alemania; estética; estetización; Hitler; nacionalsocialismo; política; Tercer Reich.
Abstract

Since his youth, Hitler felt the inner desire to become a renowned artist both in his native Austria and the Germany he felt he belonged. Although the Academy of Fine Arts Vienna twice frustrated his dream in the fine arts, properly said, politics brought him the opportunity to make it come true; and, once he had become Führer of all German people, he though himself as the great artist who must have regenerated and shaped a new Germany. In this essay I will try to present the main aspects of aesthetics with which National Socialism covered the Third Reich. An aesthetic which went beyond the artistic field, shaping a whole society, a political model and a way of thinking, based on its aspiration to domination, its ambition to eternity and its wish to make the German community an authentic piece of art.

Keywords: 
Aesthetics; Aestheticization; Germany; Hitler; National Socialism; Politics; Third Reich.

Recibido: 17  mayo  2023. Aceptado: 17  julio  2023.

Cómo citar este artículo/Citation: Leiva Bustos, Javier (2023) "El escultor de la eterna Alemania: Hitler y la estetización de la política en el III Reich". Isegoría, 69: e17. https://doi.org/10.3989/isegoria.2023.69.17

CONTENIDO

¿Por qué siempre lo más grande? Lo hago para devolver a cada ciudadano alemán la confianza en sí mismo. Para poder decir a cada individuo, en cientos de campos distintos: nosotros no somos inferiores, al contrario, estamos a la altura de cualquier otro pueblo. Adolf Hitler (Speer, 2011, p. 130Speer, A. (2011): Memorias. Barcelona: El Acantilado.).

[A Hitler] Le gustaba la imagen de su propia grandeza, generada a una orden suya y proyectada hacia la eternidad. Albert Speer (2011, p. 132)Speer, A. (2011): Memorias. Barcelona: El Acantilado..

INTRODUCCIÓN

 

El 3 de diciembre de 1933, año del ascenso del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán al poder, el número 49 de la revista satírico-política Kladderadatsch -que progresivamente adoptó la línea ideológica völkisch del NSDAP- publicaba una tira cómica del dibujante satírico Oskar Garvens que a la postre se convertiría en una de las imágenes paradigmáticas para ilustrar, a todos los niveles, las pretensiones de Hitler respecto a Alemania. Bautizada con el nombre de «Der Bildhauer Deutschlands» -«El escultor de Alemania»-, la viñeta se divide en cuatro escenas en las que, tras presenciar la obra de un escultor judío que representa una masa amorfa de hombres sumergida en el desorden y la discordia de una refriega, el Canciller alemán, no en vano ataviado con una bata de artista sobre su uniforme militar, destroza la figura de un violento puñetazo para posteriormente remodelar el material arcilloso y acabar finalmente esculpiendo la espléndida y musculada figura de un único coloso (Michaud, 2009, pp. 18-19Michaud, E. (2009): La estética nazi. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.). Hitler era, en este sentido y tal como refleja el título, el escultor de una nueva y próspera Alemania. Sin embargo, la lectura de la imagen tiene una profundidad aún mayor de la que se pueda extraer tan solo de esta primera interpretación. En efecto, observamos que el Führer se presenta como el garante del orden, aquel que ha conseguido refrenar el caos imperante en una República de Weimar dominada por los judíos -no por otro motivo es el autor de la obra destrozada por Hitler- y su inoperante parlamentarismo, reducido a una «burocracia de paisanos carente de instintos políticos» (Schmitt, 2001 p. 114Schmitt, C. (2001): «El “Führer” defiende el derecho». En Orestes Aguilar , H.: Carl Schmitt, teólogo de la política. México D.F.: Fondo de Cultura Económica.,), como decía Carl Schmitt, cuyo único resultado ha sido enfrentar a la multitud contra sí misma. Por otra parte, la figura del judío -fácilmente distinguible por su aspecto y su rostro, según los cánones del nazismo- tampoco carece de significado. En primer lugar, como he dicho anteriormente, simboliza quién es el artífice que se encuentra detrás del violento caos en el que se ha sumido Alemania y que ha supuesto su humillación frente al resto de naciones europeas. Segundo, su obra representa lo que posteriormente pasará a calificarse como «arte degenerado», un arte decadente y contrapuesto a la esencia alemana que es destruido por un imponente e implacable Hitler1Para un resumen conciso de la situación de la cultura alemana y su censura, cfr.Lozano, 2011, pp. 138-153.. Y finalmente, no deja de ser significativo que, a partir de la tercera secuencia, en el momento de la remodelación, el judío deje de estar presente en la imagen, triste vaticinio del cruel destino que le depara al pueblo semita dentro del régimen nacionalsocialista: literalmente, desaparecer de escena. La lectura final, por tanto, no se limita a ver a Hitler como un simple restaurador o remodelador del antiguo pueblo alemán; en ningún momento repara la obra, sino que su acción consiste en destruirla completamente para forjarla de nuevo, para reconstruirla desde sus comienzos. Una obra que, por cierto, no es baladí ni insignificante en absoluto, sino que lo que moldea con sus propias manos en un solo cuerpo es a la misma comunidad alemana. El Führer, que bajo su delicada bata de artista esconde el férreo puño de hierro del político militar, es quien acaba con la amalgama y la anarquía social imperante para erigir un Estado poderoso, unitario y homogéneo que perdure por mil años. En otras palabras, Hitler no es un simple escultor; es el artista total de la nueva Alemania.

FIGURA 1.  «Der Bildhauer Deutschlands» («El escultor de Alemania»), Oskar Garvens, revista Kladderadatsch, 3 de diciembre de 1933.
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Fuente: Heidelberg University Library, Digital Library. https://doi.org/10.11588/diglit.2313#0775

LA ESTETIZACIÓN DEL NACIONALSOCIALISMO

 

Sin lugar a dudas, la importancia que se otorgó en todos sus aspectos a la estética fue uno de los rasgos definitorios del nazismo; «la tentativa impuesta de cambiar o modelar estéticamente el mundo. Una estetización de lo real, la materia, de forma absoluta, convertida en arte, también absoluto, aun a costa de la humanidad misma» (Ruiz de Samaniego, 2002, pp. 14-15Ruiz de Samaniego, A. (2002): «La estética nazi. El poder como escenografía». En Hernández Sánchez, D., (ed.): Estéticas del arte contemporáneo. Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca.). Por este motivo, conviene tener presente la distinción entre la estética en el nacionalsocialismo, es decir, aquella que se desarrolló en las prácticas artísticas dentro del régimen nazi, con los cánones que este imponía; y, por otra parte, la que es objeto primordial de nuestra investigación, la estética del nacionalsocialismo, aquella de la que se revistió el III Reich para expresar su poder y sus pretensiones de dominación. Efectivamente, el nacionalsocialismo veía inviable la tripartición separada de lo estético, lo político y lo ideológico; todo ello debía pensarse conjuntamente, «hasta el punto de concebir la política como la gran obra de arte» (Ibid.). Ninguna forma artística concreta podía representar el sueño hitleriano de la gran Alemania, sino que este solo podía alcanzar a realizarse en el Estado como obra de arte total. Partiendo así del ideal wagneriano del arte como fundamento de la civilización, la política se convertía en el medio con el que plasmar el idealismo alemán que apuntaba al «proceso capaz de conducir de la Idea a la forma» (Michaud, 2009, p. 11Michaud, E. (2009): La estética nazi. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.; destacado del propio autor).

Para Hitler, el arte y la cultura suponían la emanación más fiel y directa de la vida espiritual de un pueblo. Por ello, no solo la política era concebida como una actividad artística autocreadora, sino que el arte y la cultura alemanas tampoco debían restringirse exclusivamente a las paredes del museo o a las charlas de café de círculos privados y elitistas; por el contrario, el arte alemán y la vida pública debían condicionarse mutuamente. La sociedad en su conjunto debía ser una enorme y hermosa composición, pues era el arte lo que confería su alma al pueblo germano. Empezando por Alemania, el nacionalsocialismo trató de hacer del mundo una bella manifestación artística basada en las ideas de una pureza que combinaba biología racial con un misticismo milenario, y del sacrificio por la nación, la primacía del interés de la comunidad sobre el interés individual. Ahora bien, el lienzo sobre el que realizar esta pintura, o, mejor dicho, el solar sobre el que edificar el Estado monumental -en su acepción literal- requería de un artista que diese forma a tamaña empresa. Tal fue la misión que fanáticamente Hitler creía haberle impuesto la historia: «Pero más que todo esto, me llena mi misión política. Siento en mí la vocación de salvar Alemania; no puedo ni debo sustraerme a ella» (Riefenstahl, 2013, p. 166Riefenstahl, L. (2013): Memorias. Barcelona: Lumen.).

El Führer de todos los alemanes se hacía, pues, no solo dirigente político, sino que esta función también lo convertía en

el príncipe artista que asciende del pueblo para unir la vida y el arte y para prepararle el camino al nuevo Estado. La realidad pasará a ser dependiente de esta plantilla estética, la trama del mundo se desenvuelve al modo de una estructura épica cuyas secuencias escenificadas vendrán regidas por los dictados del caudillo demiurgo (Ruiz de Samaniego, 2002, pp. 16-17Ruiz de Samaniego, A. (2002): «La estética nazi. El poder como escenografía». En Hernández Sánchez, D., (ed.): Estéticas del arte contemporáneo. Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca.; destacado del propio autor).

No resulta extraño entonces que, como comenta Albert Speer, fuera capaz de trasnochar todo lo que hiciera falta con tal de supervisar los planos y proyectos de las nuevas edificaciones que tenía en mente erigir por todo el Reich; «en el fondo su conciencia de tener una misión política y su pasión por la arquitectura eran inseparables» (Speer, 2011, p. 150Speer, A. (2011): Memorias. Barcelona: El Acantilado.). Hitler había asimilado a la figura del gran hombre de Estado la del gran artista de Estado, donde el pueblo entero conformaba su obra de arte. Cumpliendo, así, su sueño de convertirse en el artista creador en sumo grado, tenía ahora a su disposición el mayor de los materiales artísticos: una masa humana a la cual modelar y transformar en una gloriosa y sempiterna nación. En sus manos, Hitler hizo adoptar al pueblo la única forma que legitimaba su poder, situándose además de como genio artístico como genio libertario, normalizando toda violencia ejercida como una nueva conquista de la libertad para los alemanes, a cuyo espíritu trataba de devolver los valores y la dignidad perdidos. Tomando bajo su responsabilidad todas las decisiones que guiaran el curso de la nación, el Führer artista «liberaba» a su comunidad de lo que él había calificado como «el peso de la libertad» para asumir él la ardua y difícil tarea de portar semejante carga.

Como líder demiúrgico, debía llevar a cabo una nueva configuración de la realidad, formar una verdadera Comunidad del pueblo en el sentido racial de Volksgemeinschaft, donde todos sus habitantes situaran el bien de la nación por encima del suyo propio y sintieran en su corazón el amor por la patria que ya Fichte había esbozado en sus Discursos a la nación alemana: únicamente el pueblo alemán, en cuanto pueblo originario, gozaba de una permanencia eterna en el mundo a partir de la cual desarrollaba su ipseidad y desplegaba un amor a la patria concebida como la promesa de una vida trascendente a la vida terrenal, que llevaba a desear la muerte individual si con ello se alcanzaba salvaguardar a su comunidad (Fichte, 2002, pp. 135-154Fichte, J. G. (2002): Discursos a la nación alemana. Madrid: Tecnos.). Para Hitler y para el nacionalsocialismo el individuo pertenecía a la nación hasta el punto de ansiar morir y sacrificarse por ella si el Führer así lo ordenaba. La política era contemplada, pues, por el nazismo como el arte de transmutar y volver favorables a sus propósitos el espíritu de sus ciudadanos. En palabras de Éric Michaud:

El verdadero objeto del arte del hombre de Estado no podía ser más que su pueblo. Esta concepción instrumental del Estado no era, sin embargo, incompatible con la idea de que el Estado fuese una obra de arte. Pues la obra de arte seguramente era ella misma pensada desde largo tiempo, y por los mismos artistas, como un medio cuyo fin era el hombre. Así, Hitler pretendía construirse su Estado völkisch como un artista se crea su propio útil: para dar a su material la forma más adecuada a la Idea que lo posee (Michaud, 2009, p. 37Michaud, E. (2009): La estética nazi. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.).

Paralelamente a esto, y como Estado totalitario que era, el afán del III Reich no consistía únicamente en la dirección y control de la cultura, sino también en adecuar el concepto de esta y en invertir su significado para sus propios objetivos de poder. En este sentido, toda vez que Hitler había sido reconocido como primer y mayor artista de Alemania, el resto no eran más que simples ejecutores de lo que previamente su líder había dictaminado, de modo que

se convertían en la materia del Führer, cuyo cincel era su decisión. Hitler educaba, ubicaba e instruía a estos artistas; solo él veía la obra en su totalidad y desde el buen punto de vista, porque en él solamente estaba perfectamente presente la gran Idea que ahora debía ser ejecutada por el conjunto armonioso y convergente de las fuerzas y de los pensamientos representativos (Ibid., p. 80Michaud, E. (2009): La estética nazi. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.).

El arte nazi era un arte por y para el pueblo, antítesis de la concepción de l’art pour l’art que la cultura aria veía reflejada en las corrientes vanguardistas, englobadas dentro de su idea de arte degenerado. Ni el arte, ni la propaganda, ni siquiera el Estado eran dentro del nacionalsocialismo objetivos en sí mismos, sino medios para hacer resurgir el auténtico espíritu alemán y lograr, con ello, el nacimiento del hombre nuevo; y dado que no había persona más conocedora de la esencia del espíritu del pueblo que Adolf Hitler, los artistas, al igual que el resto de la sociedad, debían «trabajar en la dirección del Führer», buscando responder a sus deseos.

El arte alemán, estimado como la más orgullosa defensa del pueblo, debía ser un arte que alcanzase a toda la comunidad y del que toda ella tenía que formar parte. El embellecimiento y la estetización de la existencia debían abarcar todos los ámbitos de la vida, desde el cultivo del cuerpo hasta la realización del propio trabajo. Desde esta óptica, el NSDAP abogó por la creación de organizaciones como la «Kraft durch Freude» -«Fuerza a través de la Alegría»-, en la que se integraba la conocida sección dirigida por Speer de «Schönheit der Arbeit» -«Belleza del Trabajo»-, que desarrollaba actividades con las que fomentar la pulcritud y la limpieza dentro de fábricas y empresas, la creación de lugares de descanso y de espacios ajardinados, el establecimiento de un modelo normalizado del mobiliario, la ampliación de los ventanales, asesoramiento en cuestiones de ventilación e iluminación artificial, etc. Todo ello enmarcado dentro de una concepción del trabajo como «trabajo creador»; esto es, el trabajo movido por el concepto clásico de arte:

la idea debía realizarse en la forma y la intención ser conservada en su pureza máxima hasta la etapa de la realización final. La Idea misma era allí comprendida como seño o como visión de felicidad, y es por eso que el proceso de su realización era garantía de su felicidad futura. El trabajo creador, como proceso de producción o de realización de la Idea, debía ser la alegre marcha de la «Comunidad de trabajo» hacia ella misma (Ibid., p. 11Michaud, E. (2009): La estética nazi. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.).

En otras palabras, el trabajo era visto como la actividad artística sobre la que erigir el Estado y, por tanto, debía compartir con el arte sus mismos atributos: autoformación, autopurificación y autoliberación del pueblo alemán.

Pero, como he destacado anteriormente, era dentro del ámbito político donde la estética cobraba su mayor relevancia, con el objetivo fundamental de impresionar al espectador. El nazismo, en su búsqueda de impactar sobre la imaginación, de embaucar las mentes y de sobrecoger a la población a través de sus espectáculos, llevó todavía más lejos la estetización de la política que ya Walter Benjamin había visualizado en el fascismo (Benjamin, 1989, p. 57Benjamin, W. (1989): La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, en Benjamin, W.: Discursos Interrumpidos I. Buenos Aires: Taurus.). Obviamente, si bien es cierto que el pensador alemán tenía explícitamente en mente el régimen hitleriano cuando escribió su ensayo en 1936, su análisis sobrepasa con creces su aplicación única al caso nacionalsocialista. En efecto, e incluso antes que en Alemania, podemos hallarlo fácilmente en la Unión Soviética de Lenin y Stalin, y paralelamente en los movimientos fascistas y dictatoriales que sacudían Europa. Pero en el breve y convulso lapso de tiempo en el que comienzan a surgir todas estas formas de gobierno, lo que sí podemos decir -como seguramente vio Benjamin- es que el nazismo se erige como un ejemplo paradigmático de este fenómeno. En este sentido, no sería nada aventurado decir que Adolf Hitler fue, en verdad, una de las primeras personas que tuvo constancia del auténtico y poderoso potencial que la imagen, bajo todas sus formas, era capaz de ejercer sobre las masas. Obligando a la razón a intervenir menos, de un solo golpe podía aportar a prácticamente cualquier persona una demostración que de otra manera solo obtendría de manera muy fatigosa, lo que otorgaba a la imagen un poder de persuasión superior y de mayor alcance que el de un escrito filosófico o el de un tedioso discurso político.

Este era el nuevo y peligroso escenario en el que iba a situar el juego de la convicción política. A nadie se le escapa que, desde los relatos homéricos sobre los aristoi hasta nuestros regímenes representativos, pasando por la antigua democracia ateniense, la persuasión es una herramienta fundamental y necesaria de la política. No en vano los sofistas, Aristóteles o Cicerón, por citar algunos nombres, veían la retórica como una téchne de la que valerse en la oratoria para fascinar y convencer, ya fuera al interlocutor o al auditorio; téchne que, obviamente, no se valía solo del prudente uso de las palabras, sino también de los silencios, los gestos, los sentimientos, el conocimiento acerca del oyente o del público… Y una téchne que, como ya también vio Platón -sin ir más lejos, en su Gorgias- suponía un arma de doble filo: pues, ciertamente, también podía ponerse al servicio de un tirano embaucador que buscase en ella el medio para lograr sus fines propios. Tal fue el caso, más de dos mil años después, del nacionalsocialismo, que, combinando el uso de la estética con la manipulación emotiva de una población necesitada de orientación, llevó a la persuasión por un sendero completamente ajeno al de la racionalidad argumentativa -o, mejor dicho, razonabilidad argumentativa- para mostrar su reverso más oscuro y tendente a la catástrofe. Sabiendo, entonces, que la imagen podía convertirse en el gran canalizador de toda la fuerza de la masa, Hitler hizo de su propia persona también un fenómeno estético, convirtiéndose en uno de los pioneros dentro de este tipo de espectacularización política moderna.

Comprendiéndose a sí mismo como un artista, el gran jerarca del NSDAP veía en la política un amplio campo de actividad. A través del diseño de la esvástica, la bandera nacionalsocialista, los uniformes, insignias y estandartes del partido -de inspiración romana-, etc., Hitler otorgó su imagen al movimiento nazi, que no debía sino reflejar la impronta del pueblo alemán. Absolutamente todas las manifestaciones, la propaganda, los congresos y los mítines políticos eran ideados como obras de arte espectaculares donde el Führer sería el principal escenógrafo, director y protagonista (Ruiz de Samaniego, 2002, p. 21Ruiz de Samaniego, A. (2002): «La estética nazi. El poder como escenografía». En Hernández Sánchez, D., (ed.): Estéticas del arte contemporáneo. Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca.). Versado en la cuestión del arte como el método más efectivo para moldear y convertir a la masa de manera inconsciente, Hitler no dejaba nada al azar en sus actuaciones, o más bien, ceremonias políticas: la potente y esmerada gesticulación -ensayada siguiendo los movimientos de diversos líderes políticos e incluso de los cómicos y actores más famosos de la época-, las pausas, el tempo, el momento justo de los usos de la palabra, el tiempo que hacía esperar al auditorio, el intervalo durante el que permitía aplausos y vítores, sus llegadas, sus salidas… absolutamente todo se regía por un estricto control y una previa planificación.

Dentro del aparato de propaganda nacionalsocialista, no en vano dirigido por uno de los mayores intelectuales del Partido, Joseph Goebbels, se distinguía perfectamente entre la disposición interior y el comportamiento visible. Así, el objetivo de toda la estetización social y de todos los actos públicos organizados por el NSDAP era el de imponer un determinado comportamiento, una actitud específica, una máscara, con la que obtener una disposición favorable incluso entre aquellos que permanecían interiormente insumisos, confiando -como, en efecto, lograron con un amplio sector de la población- en que la implantación de esta máscara acabaría dando una nueva forma a la vida y al pensamiento de las personas (Michaud, 2009, p. 69Michaud, E. (2009): La estética nazi. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.). Para ello, no obstante, la piedra angular continuaba siendo la figura de Adolf Hitler. No solo a través de su demagogia, sino también gracias a la potencia de su discurso, a su singular oratoria, a su esmerada puesta en escena y al cuidadosamente elegido decorado que lo rodeaba, era capaz de sugestionar a las masas para transportarlas a un plano místico, casi orgiástico, en el que no dudaban en proclamarle como su salvador al conocido grito, muchas veces pronunciado durante varios minutos, de «Heil Hitler!»; un espacio maniqueísta donde «bien» y «mal» aparecían perfectamente definidos y en el que las decisiones se volvían mucho más sencillas. Un estado que, como reflejó Leni Riefenstahl, era capaz de suscitar con su sola presencia:

Lo que presencié en el Tirol quizá parezca hoy increíble. Los insbruqueses estaban en pleno delirio. En un éxtasis casi religioso, extendían brazos y manos hacia Hitler. Hombres y mujeres mayores lloraban. El júbilo general era sencillamente inimaginable. […] Ya había anochecido, pero aún había una multitud en la plaza aclamando a Hitler (Riefenstahl, 2013, p. 323Riefenstahl, L. (2013): Memorias. Barcelona: Lumen.).

Estos espectáculos, tenidos como los «grandes estimulantes de la vida», conducidos por un orador

con un estilo extático vecino del expresionismo, constituían la experiencia narcisista esperada tanto por el Führer como por su pueblo: experiencias de lo auténtico, del hic et nunc, de la unidad reencontrada del Volkgeist [espíritu del pueblo] con su Volkskörper [cuerpo del pueblo]. Era la experiencia constitutiva del pueblo como sujeto, excluyendo en su despliegue toda alteridad (Michaud, 2009, p. 65Michaud, E. (2009): La estética nazi. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.).

Era la vivencia de la comunidad encerrándose en sí misma, donde «cada uno podía pensar que Hitler formaba la Alemania y que la Alemania formaba Hitler» (Ibid.Michaud, E. (2009): La estética nazi. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.). De esta forma, lo importante de los multitudinarios mítines de Hitler no era tanto su contenido como el éxito visible que suscitaban, el arrebato y el frenesí al que era capaz de conducir a su auditorio. Una experiencia que la propia Leni Riefenstahl vuelve a expresar de manera representativa cuando narra la primera vez que asistió a uno de sus discursos: «Yo estaba paralizada; aunque no entendía gran cosa del discurso, me sentía fascinada. Un ruido de tambor atronaba los tímpanos de los oyentes y noté que estos sucumbían al magnetismo de aquel hombre» (Riefenstahl, 2013, p. 157Riefenstahl, L. (2013): Memorias. Barcelona: Lumen.). Y su segunda vivencia no fue en absoluto menor:

Todo fue muy parecido al primer discurso de Hitler que había presenciado antes de mi viaje: las mismas masas enfervorizadas, las mismas palabras conjuradoras. Hitler hablaba sin guion, y descargaba sus palabras con tal énfasis, que restallaban como latigazos sobre los oyentes. Casi demoníacamente les sugería que él crearía una nueva Alemania, les prometía que acabaría con el desempleo y la miseria. Cuando dijo «El interés general prima sobre el interés particular», me afectó en lo más íntimo. Hasta entonces, yo había pensado sobre todo en mis intereses personales y poco en los demás; había vivido de una manera completamente egocéntrica. Me sentí avergonzada y en aquel momento habría estado dispuesta a sacrificarme por el prójimo (Ibid., p. 185Michaud, E. (2009): La estética nazi. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.).

La palabra de Hitler hacía despertar el latente genio alemán y el heroísmo de su raza, provocaban que la fuerza, la voluntad y la aspiración de millones de hombres se acumularan en uno solo, devolviéndoles a los alemanes el honor, la dignidad y la confianza en sí mismos que creían perdidos desde la I Guerra Mundial.

Aquella gran popularidad -relata Speer- era más que comprensible: la opinión pública le atribuía en exclusiva los éxitos obtenidos en economía y en política exterior, y veían cada vez más en él al hombre capaz de hacer realidad el arraigado anhelo de una Alemania poderosa, segura de sí misma y unida. Los desconfiados eran una pequeña minoría. Y quien se veía asaltado ocasionalmente por alguna duda, se tranquilizaba pensando en aquellos éxitos y en el respeto de que también gozaba el régimen en el extranjero, en general mucho más objetivo (Speer, 2011, p. 122Speer, A. (2011): Memorias. Barcelona: El Acantilado.).

UNA BIOPOLÍTICA ESTÉTICA: LA PUREZA Y LA IMAGEN DEL JUDÍO

 

Evidentemente, en todos estos actos la idea de pureza jugaba un rol totalmente esencial. El discurso nacionalsocialista no era en absoluto universalista; ni siquiera estaba dirigido a todos los alemanes, sino a los alemanes en tanto que arios. Únicamente esta raza, autóctona y arraigada al suelo germano desde su origen, y que como había probado «científicamente» la raciología era superior a todas las demás, era la destinataria del habla y los propósitos del Führer; ninguna otra entraba dentro de su proyecto político-artístico y expansionista, sino que, por el contrario, estaban condenadas a desaparecer. Esta visión racial de la humanidad condujo a la creación del mito del cuerpo alemán popular, en donde el pueblo teutón puro -esto es, ario- era visto como un enorme e indivisible organismo, con un único y límpido sistema de circulación sanguínea, que debía ser expurgado de todo aquello que pudiera resultarle infeccioso. La raza aria era concebida como el mayor tesoro o patrimonio de la nación, de modo que la política debía convertirse en un medio con el que alcanzar y potenciar su desarrollo, en vistas de alcanzar un auténtico Estado volkisch; es decir, una comunidad de sangre y raza.

La voluntad del nacionalsocialismo era, pues, la creación de un nuevo hombre, un Übermensch en el sentido más superficial y corrupto del término acuñado por Friedrich Nietzsche. El cuerpo social también debía encarnarse en el cuerpo biológico, conformando una raza sana y homogénea sobre la que giraría la vida comunitaria. Sin embargo, dado que dentro de la ideología nazi había seres -a los que ni siquiera cabía calificar como «humanos»- cuya evolución y mejora resultaban simplemente inviables, la consecución de este nuevo hombre requería la mutilación y supresión de todas aquellas partes «enfermas» y «carcomidas» de la humanidad, que no suponían sino un lastre para la misma. Bajo la óptica de la sociedad como una monumental obra de arte, el Estado artista debía efectuar la elección de cuáles eran los elementos idóneos para su composición y cuáles las partes perjudiciales que, aunque supusieran un dolor para algunos, debían ser sacrificadas en favor de la unidad de la obra.

Asistimos, entonces, con el nazismo a una biopolítica estética, en donde el Estado, como obra de arte total, marcaba las líneas para una política de exterminio de todos aquellos que supusieran una amenaza al ideal y a la salud de la raza.

«El precepto de nuestra belleza debe ser siempre la salud», afirmó Hitler. Y la medicina debía garantizar a partir de ahí esa belleza por medio de las intervenciones pertinentes. El médico se convirtió en un experto en estética, y el problema estético en uno de la medicina […] el médico no debía limitarse ya a curar solo al individuo, sino que debía ser el médico del cuerpo popular (Ruiz de Samaniego, 2002, p. 34Ruiz de Samaniego, A. (2002): «La estética nazi. El poder como escenografía». En Hernández Sánchez, D., (ed.): Estéticas del arte contemporáneo. Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca.).

Con ello, esta biopolítica se convertía en un baluarte más de la división antagónica entre el ario y el judío. El alemán ario se presenta como la raza superior bajo la designación de «Prometeo de la humanidad»; esto es, frente a las otras razas portadoras de cultura, el pueblo ario era el fundador de toda cultura y toda civilización. Era su genio creador, que había impregnado todos los periodos gloriosos de la historia y que ahora volvía a ser despertado de la mano del Führer con motivo de la situación que vivía Alemania. Así las cosas, su misión no consistía únicamente en conservar y perpetuar la pureza que encarnaba, sino que ello le hacía, a su vez, el guardián de la cultura, aquel que debía velar por su supervivencia, defendiéndola en especial de su más aciago enemigo: el judío. Desde este punto de vista, el antisemitismo quedaba completamente legitimado como medida de protección de la cultura. En efecto, a ojos del nazismo el judío encarnaba «la identidad corrosiva de la identidad misma» (Nancy, 2006, p. 12Nancy, J. L. (2006): La representación prohibida. Buenos Aires: Amorrortu.), lo mezclado, lo corrupto, lo viscoso, lo baboso, lo más despreciable de un género humano del que, por el bien de este, había de ser expulsado; «es ese bacilo monstruoso e incongruente que porta en sí mismo un mensaje letal frente a este orden de aquí y de ahora: y ese mensaje es el caos y la devastación, lo deslimitado y lo multidimensional» (Ruiz de Samaniego, 2002, p. 35Ruiz de Samaniego, A. (2002): «La estética nazi. El poder como escenografía». En Hernández Sánchez, D., (ed.): Estéticas del arte contemporáneo. Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca.)2Para una recopilación de los adjetivos antisemitas utilizados por el propio Hitler en su Mein Kampf, cfr.Jäckel, 1972, pp. 58-59. Asimismo, Robert Jay Lifton recoge en The nazi doctors (2017, pp. 15-17) muchas de las comparativas realizadas entre los judíos y las bacterias, virus, enfermedades o parásitos, a raíz de los avances en medicina y microbiología, así como de la concepción del Volk como un organismo mismo. Para una visión más sinóptica, cfr. Leiva, 2016. Asimismo, para ver cómo el campo de concentración y de exterminio terminaba conformando la imagen del «judío» que el nazismo pretendía, puede verse Arendt, 2010; Levi, 2012; Didi-Huberman, 2004.. Por tanto, no era solo el «anti-artista», sino también el destructor de la cultura, el parásito que inoculaba su veneno sobre el resto de civilizaciones para aprovecharse de ellas hasta hacerlas desaparecer. Todas sus habilidades, todas sus facultades y toda su cultura eran mera y pura apariencia, y por ello requería del resto de naciones para sobrevivir. El pueblo semita suponía, así, la antítesis del pueblo ario.

Finalmente, el resultado final de esta biopolítica estética desembocaba en la construcción de un orden social artificial que ha sido calificado por Zygmunt Bauman como el «orden artificial del jardín». Este orden del jardín

precisa de herramientas y de materias primas. También necesita defensas contra el incesante peligro que supone el desorden. El orden, concebido en primer lugar como diseño, determina lo que es una herramienta, lo que es materia prima, lo que es inútil, lo que es inoportuno, lo que es nocivo, lo que es una mala hierba o un animal dañino. Califica a todos los elementos del universo por su relación con él. Esta relación es el único significado que les concede y tolera y la única justificación de la actuación del jardinero. […] El genocidio moderno, lo mismo que la cultura moderna en general, es el trabajo de un jardinero. Es simplemente una de las muchas tareas que necesita acometer aquellos que piensan que la sociedad es como un jardín. Si el diseño del jardín define a sus malas hierbas, entonces hay malas hierbas ahí donde hay un jardín y hay que exterminarlas. Arrancar el hierbajo es una actividad creativa, no destructiva. No se diferencia de las otras actividades que requieren la construcción y el mantenimiento del jardín perfecto. Todas las visiones de la sociedad como jardín definen partes del hábitat social como malas hierbas humanas. Y, como el hierbajo, hay que separarlas, contenerlas, evitar que se propaguen, arrancarlas y mantenerlas fuera de los límites de la sociedad. Si todos estos medios demuestran ser insuficientes, hay que exterminarlas. Las víctimas de Hitler y Stalin […] fueron asesinadas porque no se ajustaban, por una u otra razón, al esquema de la sociedad perfecta. Su eliminación no fue un trabajo de destrucción sino de creación. Fueron eliminadas para poder establecer un mundo objetivamente mejor, más eficiente, moral y hermoso: un mundo comunista o un mundo ario, racialmente puro (Bauman, 2011, p. 117-118Bauman, Z. (2011): Modernidad y Holocausto. Madrid: Sequitur.).

Especificando esto, ahora por voz de Ruiz de Samaniego, dentro de la cosmovisión del nazismo

existe cierta categoría de personas que se resiste endémica e irremisiblemente al control y es inmune a cualquier esfuerzo por mejorar (y mejorarse). Para utilizar una metáfora médica, se pueden entrenar y poner en forma ciertas partes del cuerpo, pero no un tumor canceroso. A este último solo se le puede «mejorar» destruyéndolo. Es difícil, acaso imposible, llegar a la idea del exterminio de todo de un pueblo sin una imaginería de raza, es decir, sin la visión de un defecto estético pero endémico y fatal que es, en principio incurable y, además, puede propagarse a menos que sea detectado. […] El genocidio moderno responde a la delirante planificación de un mundo perfecto de diseño, es la trágica visión de una delirante ingeniería social. Invariablemente, este diseño tiene una dimensión estética: el mundo ideal, admirable y fascinante, que debe surgir se ajustará a unas normas de belleza superior. Una vez construido, será exquisitamente satisfactorio, como una obra de arte perfecta (Ruiz de Samaniego, 2002, pp. 35-36Ruiz de Samaniego, A. (2002): «La estética nazi. El poder como escenografía». En Hernández Sánchez, D., (ed.): Estéticas del arte contemporáneo. Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca.; destacado del propio autor).

Consecuentemente, el exterminio era contemplado como una medida de higiene, el instrumento para embellecer el mundo a través de la transformación de urbes y del propio individuo. Tanto la Solución final como el previo -y mal llamado- programa de eutanasia Aktion T4 obedecían al diseño de un nuevo tipo de hombre, racialmente puro, enmarcado dentro del proyecto nazi de estetización absoluta de lo real. Desde este punto de vista, los campos de concentración y de exterminio se convertían en lo que Hannah Arendt definió como el corazón del funcionamiento totalitario, el «laboratorio» donde se experimentaban los postulados ideológicos del III Reich. Su misión no se limitaba a exterminar y degradar a las víctimas, a eliminarlos como personas jurídicas, morales e individuales, arrebatándoles todo rastro de libertad y espontaneidad para reducirlos a un conjunto de reacciones animales (Arendt, 2010, pp. 589, 601-611Arendt, H. (2010): Los orígenes del totalitarismo. Madrid: Alianza.). Su cometido no era solo convertir al hombre en el «musulmán» descrito por Primo Levi (2012, pp. 120-121)Levi, P. (2012): Trilogía de Auschwitz. Barcelona: El Aleph., el hombre sin rostro al que no se puede calificar ni de vivo ni de muerto y que solo tenía fuerzas para esperar el momento de su liquidación. Además de eso, eran los lugares donde se ensayaba la producción en serie del nuevo ejemplar humano; representaban la dominación total, la aspiración de poder organizar a toda la humanidad como si de un único individuo se tratase, confiriendo la misma identidad a todos los individuos de manera que se convirtieran en seres intercambiables. Era la anulación de la diferencia.

UN ARTE «DE MIL AÑOS»

 

Por supuesto, estas «medidas de higiene» no se circunscribían únicamente a la esfera social, sino que también se extendían a todo el panorama artístico. En su ideario de que, al igual que en la política, dentro del arte se libraba un combate vital por la esencia del pueblo alemán, Hitler había declarado «su decisión de emprender una “guerra implacable de limpieza” contra el “sedicente arte moderno”» (Riefenstahl, 2013, p. 316Riefenstahl, L. (2013): Memorias. Barcelona: Lumen.), al cual catalogaba como enfermo y corruptor, y que el NSDAP había englobado dentro de la ya citada expresión «arte degenerado». Para el nacionalsocialismo, existía una estrecha vinculación de doble dirección entre la degeneración de las personas y la degeneración del arte. De un lado, se consideraba que las obras modernas y las pertenecientes a las vanguardias presentaban rasgos tanto de decadencia como de trastornos mentales por parte de sus autores, cuyo lugar no era otro que el manicomio. Si para la ideología nazi «el arte no era solamente un espejo de la salud de la raza, sino que tenía, además, […] la labor de otorgar expresión creadora a la ansiedad de un pueblo sano por alcanzar la plenitud racial, la cual ha de ser equivalente con la plenitud estética» (Ruiz de Samaniego, 2002, p. 26Ruiz de Samaniego, A. (2002): «La estética nazi. El poder como escenografía». En Hernández Sánchez, D., (ed.): Estéticas del arte contemporáneo. Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca.), el arte contemporáneo se abría ante ellos como la puesta en escena de la barbarie moderna, el reflejo de la subjetividad de unos «subhombres» incapaces de reprimir sus pulsiones destructoras; en lugar de plasmar el ideal, como había de hacer el buen arte alemán, producían todo aquello que el dogma nacionalsocialista trataba de constreñir hasta su extinción. Sin embargo, el mayor peligro de todos no era que ese tipo de arte estuviera realizado por locos, pervertidos o irrefrenables, sino que su «arte degenerado» podía, a su vez, viciar el espíritu alemán y engendrar una humanidad monstruosa. Dejada en manos de elementos decadentes o extraños a la raza, la cultura alemana solo podría traer consigo una degradación que hiciera entrar al pueblo en un nuevo ocaso.

Por este motivo, solo el ario podía erigirse como el garante del nuevo arte imperante en el Reich; un arte que no servía a la realidad sino a la verdad. El «verdadero artista», pensaba el nazismo, buscaba la unidad y formar la mirada del espectador. Lejos de reflejar sus angustias, traumas, pesadillas, temores o críticas, su finalidad era crear lo intemporal partiendo de lo temporal; o lo que es igual, expresar la verdad eterna, evocar la bella forma que se da en la eternidad. El arte del nacionalsocialismo debía ser un arte de y para la eternidad, la plasmación de un nuevo orden que recogía en su seno todas las dimensiones temporales: el prestigioso pasado, el glorioso presente y el prometedor futuro. Una promesa de eternidad, un deseo de trascender lo temporal y dejar un legado a la posteridad que encontró en la arquitectura su máxima y más satisfactoria expresión.

Las construcciones del III Reich tenían que convertirse en auténticos tesoros para el futuro, edificaciones que perdurasen a lo largo de los tiempos, convirtiéndose en una «palabra de piedra». Debían mostrar una voluntad de eternidad, al tiempo que revelasen que habían sido levantados en la época y en el estilo del Reich alemán (Speer, 2011, p. 120Speer, A. (2011): Memorias. Barcelona: El Acantilado.).

Eso es precisamente lo maravilloso de la construcción -afirmaba Hitler-: la tarea realizada se convierte en un monumento. Es algo muy distinto a un par de botas, que, aunque también hay que hacerlas, en uno o dos años quedan destrozadas y se tiran. Esto perdurará y será durante siglos un testimonio de todos los que la han creado (Ibid., p. 218Speer, A. (2011): Memorias. Barcelona: El Acantilado.).

Para el Führer, el arte, y muy especialmente la arquitectura, suponía quizá la mayor justificación y el mejor relato acerca de la vida de los diversos pueblos sobre la Tierra. Mientras las guerras, la fama o el éxito podían pasar, las obras de la cultura permanecían, sobre todos los monumentos; eran estos los que atestiguaban la grandeza de las civilizaciones del pasado, probando a las generaciones venideras su existencia. No en vano se levantaba la admiración de Hitler hacia el Imperio Romano, cuyo legado seguía perviviendo veinte siglos después de haberse edificado. Veía en la arquitectura latina el anhelo de un recuerdo duradero, de colocarse por encima del tiempo, la metáfora de la eternidad que buscaba sin cesar para su propio imperio. Tal y como recuerda Albert Speer:

A Hitler le gustaba explicar que edificaba para legar a la posteridad el espíritu de su tiempo. Opinaba que, finalmente, lo único que nos hace recordar las grandes épocas históricas son sus monumentos. ¿Qué quedaba de los emperadores romanos? ¿Qué testimonio habrían dejado si no fuera por sus obras? Hitler afirmaba que en la historia de un pueblo se dan siempre períodos de declive, y entonces los monumentos reflejan el poder que tuvo en otro tiempo. Naturalmente, esto no despierta por sí solo una nueva conciencia nacional. Pero cuando tras un largo período de decadencia se enciende de nuevo el sentido de la grandeza nacional, los monumentos erigidos por los antepasados constituyen su recordatorio más efectivo. […] Nuestras obras tendrían que hablar a la conciencia de la Alemania de los siglos venideros. Con este argumento Hitler subrayaba también la importancia de que las construcciones fueran perdurables (Ibid., p. 102-104Speer, A. (2011): Memorias. Barcelona: El Acantilado.).

Tal era su fascinación por las antiguas culturas que habían perdurado hasta su época, que ansiaba que su III Reich ocupará un lugar en la eternidad junto a ellas y de la misma forma que ellas; por ello recibió con tanto agrado la «teoría del valor como ruina» de Albert Speer. Según su arquitecto predilecto, las construcciones modernas no podían proporcionar el «puente de tradición» hacia las futuras generaciones que Hitler deseaba, debido a que los materiales con los que estaban edificadas no se prestaban a mostrar el aspecto heroico de los grandes monumentos del pasado una vez que el paso del tiempo hiciera mella sobre ellos; ventanas rotas, hierros oxidados y escombros de hormigón derruidos no expresarían en modo alguno la gloria que se deparaba para Alemania. Por lo tanto, era preciso emplear una serie de materias primas especiales y configurar unas condiciones estructurales específicas que permitiesen «la construcción de edificios que cuando llegaran a la decadencia, al cabo de cientos o miles de años (así calculábamos nosotros), pudieran asemejarse un poco a sus modelos romanos» (Ibid., p. 105Speer, A. (2011): Memorias. Barcelona: El Acantilado.). Seducido por semejante visión de futuro, Hitler ordenó que en adelante las principales construcciones del Reich se realizasen acorde a la que pasó a denominarse la «ley de ruinas».

Aun así, la meta de situarse a la altura de las grandes civilizaciones del pasado, como la egipcia, la griega o la romana, se quedaba corta dentro de las ambiciones del Partido Nacionalsocialista; necesitaban algo más. La creación de «testimonios históricos de piedra» debía satisfacer su aspiración milenaria de superar, no solo a sus contemporáneos -París, Viena, Moscú o Nueva York- sino, y ante todo, a las principales construcciones de la historia3«Su marido construirá para mí obras como no se han erigido desde hace cuatro milenios» (Speer, 2011, p. 108), le decía Hitler a la esposa de Speer nada más conocerla.. En esta lógica resulta comprensible la importancia atribuida a las dimensiones ciclópeas previstas para los edificios representativos del régimen. Prueba de ello resultan las gigantescas villas y palacios a los que se trasladaba la élite del NSDAP -de ser levantada, la residencia concebida para el Führer en el centro de Berlín, que obviamente sería la mayor de todas, habría ocupado un total de dos millones de metros cuadrados, incluidos los jardines-, las proporciones de la nueva Cancillería del Reich encargada por Hitler -con un volumen de 400.000 m3-, el Departamento del Mariscal del Reich ordenado por Göring -de 580.000 m3, sin contar los sótanos-, la plaza Adolf Hitler -ideada para los grandes actos de masas, con una capacidad que llegaría al millón de personas-, el puente colgante pensado para Hamburgo -con unas dimensiones superiores a las del Golden Gate de San Francisco- o el proyecto de la Gran Sala en el edificio del Reichstag, de veintiún millones de metros cúbicos, con capacidad para acoger entre 150.000 y 180.000 personas, y que estaría coronada por una enorme cúpula de 250 metros de diámetro y 220 metros de altura que iniciaba su curva parabólica a 98 metros del suelo; sala que en opinión del Führer resultaba «incluso pequeña para una ciudad como Berlín, que cuenta con varios millones de habitantes» (Ibid., p. 139Speer, A. (2011): Memorias. Barcelona: El Acantilado.). Pero quizá el mayor ejemplo de esta magnificencia de la Alemania nazi encontró su expresión en el diseño del Campo de los Congresos del Partido de Nuremberg, algunos de cuyos elementos no pudieron siquiera pasar del modelo de la maqueta. Con un tamaño aproximado de 16,5 km2, entre las instalaciones del complejo destacaban, por encima de todo, el Zeppelinfeld, que con sus 390 metros de longitud y su altura de 24 metros doblaba la extensión de las termas de Caracalla; el Campo de Marzo, donde la Wehrmacht podría efectuar pequeñas obras militares, con una superficie de 1.050x700 metros, tribunas de catorce metros de altura, capacidad para 160.000 espectadores y una descomunal estatua de sesenta metros en su centro -superando al Coloso de Nerón, de 35 metros, y a la Estatua de la Libertad de Nueva York, de 46 metros-; o el Gran Estadio, que albergaría a nada menos que a 400.000 espectadores -el doble de lo que podía llegar a acoger el Circo Máximo de Roma y cuatro veces mayor de lo que albergan los mayores estadios actuales- y cuyas medidas de 550 metros de longitud, 460 metros de anchura y casi 100 metros de altura le conferían un volumen edificado de 8.500.000 m3 -el triple de la pirámide de Keops-. Nada, ningún obstáculo, y mucho menos el económico, podía interponerse entre el Reich y su lugar en la historia, recuerda Speer:

Calculamos que el estadio de Nuremberg costaría de 200 a 250 millones de marcos […] Hitler no puso ninguna objeción: «Es menos de lo que cuestan dos acorazados del tipo Bismarck. Y un acorazado puede ser destruido en un instante; en cualquier caso, en menos de diez años ya es chatarra. Sin embargo, esta obra perdurará durante siglos. Cuando el ministro de Hacienda le pregunte cuánto costará todo esto, eluda usted la respuesta. Dígale que aún no se tiene experiencia en proyectos de tal magnitud» (Ibid., p. 128Speer, A. (2011): Memorias. Barcelona: El Acantilado.).

Cabe decir que, al igual que la estetización de la política, las ansias de monumentalismo y la pretensión de un arte que perdure durante milenios no son, sensu stricto, rasgos exclusivos del nacionalsocialismo. Como en el caso anterior, también puede observarse en su homólogo totalitario soviético, fascismos y no pocos movimientos de masas del siglo XX. Ahora bien, lo que sí puede considerarse como representativo suyo no es solo el intento de ligazón con la cultura clásica europea -rasgo que, en lo que respecta a las manifestaciones artísticas latinas, bien compartiría con el fascismo de Mussolini-, sino también ese aroma o búsqueda de lo que podríamos denominar como una «decadencia gloriosa», unido siempre a la majestuosidad que, a su juicio, caracterizaba tanto a la raza aria como a sus creaciones. Es por ello que Hitler concedía una enorme relevancia a la presentación que semejante tipo de construcciones había de ofrecer a todo aquel que los admirase. Su sueño era contemplar su vasta obra edificatoria antes de abandonar físicamente este mundo, para poder así «bautizarlas» con su inmortal espíritu y asegurar que garantizarían la continuidad del Reich alemán.

Mire, yo me conformaría con una casita en Berlín -le confesaba a su futuro Ministro de Armamento-. Tengo poder y prestigio suficientes para prescindir de tanto dispendio. Pero créame, los que vengan detrás de mí necesitarán imperiosamente esta clase de representación, que será lo único que permitirá a muchos de ellos mantenerse en la cima. Es increíble el poder que puede ejercer una mente mediocre sobre los demás cuando se presenta rodeada de tal esplendor. Unos espacios así, con un gran pasado, otorgarán dimensión histórica incluso a un pequeño sucesor, ¿comprende?, y por eso hemos de levantar estos edificios mientras yo viva: para poder ocuparlos, para que mi espíritu les preste tradición (Ibid., p. 292Speer, A. (2011): Memorias. Barcelona: El Acantilado.).

Sin embargo, la aparente humildad del líder alemán acababa desmentida por la realidad que había proyectado en su mente y que trató de cimentar a su alrededor. No solo el estilo, sino también la desmesura de las construcciones revelaba las verdaderas intenciones de Hitler. Desde su juventud, incluso en épocas de paz, en sus dibujos esbozaba el levantamiento de edificios monumentales que, además de una voluntad expansionista en pos de la Lebensraum alemana, denotaban un ferviente deseo de dominación y de conquista.

El gusto de Hitler por lo descomunal [vuelve a decirnos Speer] iba más allá de lo que estaba dispuesto a confesar […] lo más grande debía glorificar su obra y aumentar su confianza en sí mismo. La erección de aquellos monumentos debía servir para anunciar su deseo de dominar el mundo mucho antes de que se atreviese a comunicárselo a su entorno más íntimo (Ibid., p. 131Speer, A. (2011): Memorias. Barcelona: El Acantilado.).

Ello explicaría la remodelación completa que, junto a sus arquitectos, había diseñado para la ciudad de Berlín, hasta el punto de pretender refundarla bajo el nombre de Germania. La capital del Reich tenía que adaptarse a su nueva y gran misión histórica, por lo que, amén de las edificaciones ya mencionadas, contaría con un estanque de 1.100 metros de largo y 350 de ancho, un Ayuntamiento de medio kilómetro de longitud, la «Galería de los Soldados» -un cubo de 250 metros de longitud, 90 metros de anchura y 38 metros de alto, en donde se expondría el vagón contendor en el que se decretó la derrota de Alemania de 1918 y la claudicación de Francia en 1940-, o un Arco del Triunfo de 170 metros de anchura, 119 de profundidad y 117 de altura -más del doble de alto y el triple de ancho que el Arco del Triunfo de París, y cinco veces más profundo-. Una ciudad de titanes para el titán del mundo, que reflejaba la persistente megalomanía del nacionalsocialismo. El padre de Albert Speer examinó la maqueta de la nueva Berlín al grito de «¡Os habéis vuelto completamente locos!» (Ibid., p. 248Speer, A. (2011): Memorias. Barcelona: El Acantilado.), mientras que la cineasta Leni Riefenstahl quedaba completamente estupefacta al contemplar la fantasiosa reconstrucción programada para la ciudad. Para el Führer de los alemanes, llegaría un momento en que el águila imperial ni siquiera debiera sujetar la esvástica, sino el globo terrestre en su conjunto (Ibid., p. 299Speer, A. (2011): Memorias. Barcelona: El Acantilado.).

Hitler contemplaba la arquitectura pública no solamente como la planificación del espacio sino ante todo como un acto político, y en concreto como la expresión de la voluntad de poder total.

La importancia que concede al arte y, sobre todo, a la arquitectura, arte de representación por excelencia, arte que enmarca el poder en el espacio, procede de una afición personal manifiesta, pero también de una concepción de la política en términos de persuasión, una llamada a la pasión mediante el sentimiento estético. Hitler considera que un Estado que se respete debe dotarse con los atributos arquitectónicos de su poder (Chapoutot, 2013, p. 328Chapoutot, J. (2013): El nacionalsocialismo y la Antigüedad. Madrid: Abada.).

El objeto principal de este delirio no era otro que demostrar, traducido a un lenguaje arquitectónico, el poderío político, militar y económico de Alemania; «el gigantismo de los monumentos del Tercer Reich tiene que restituir a los alemanes la conciencia perdida de su dignidad y su superioridad, un sentimiento violado y robado por el vergonzoso tratado de Versalles y por los interminables años de crisis de la Sytemzeit de Weimar» (Ibid., p. 336-337Chapoutot, J. (2013): El nacionalsocialismo y la Antigüedad. Madrid: Abada.). No obstante, la magnitud de las edificaciones guardaba consigo otra intención además de manifestar la gloria y fuerza alemanas: el dominio de Hitler sobre el pueblo. Al igual que los faraones o los emperadores romanos ordenaban erigir grandes templos, palacios o mausoleos con los que mostrar al pueblo su autoridad, el nazismo buscaba el sometimiento absoluto del individuo a través de las impresionantes dimensiones de sus construcciones; pero, al contrario que en la antigüedad, lo que se perseguía ahora era también la aniquilación del individuo, suprimirlo para que entrara a formar parte de la masa.

La idea central es la construcción de un hombre nuevo a través de la preliminar aniquilación del individuo. La Arquitectura es un elemento de poder a través de la despersonalización. En el fondo se trata de destruir el terreno público (y al cabo el privado) de la vida, arruinando todas las relaciones con la realidad. El colosalismo intenta que no haya una relación entre el individuo y la obra, que se pierda la capacidad de experiencia tanto como la de criterio. Se trata de una arquitectura para masas, para recoger a la masa en ella y hacer que se sienta como tal (Ruiz de Samaniego, 2002, p. 32Ruiz de Samaniego, A. (2002): «La estética nazi. El poder como escenografía». En Hernández Sánchez, D., (ed.): Estéticas del arte contemporáneo. Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca.).

Ya fuera a través de su monumentalidad, de los grandes vestíbulos y salones, de los largos pasillos, o de esos suelos de mármol de la nueva Cancillería que permitiría a los dirigentes andar como diplomáticos, pero sobre un suelo resbaladizo, la arquitectura se convertía en un arte efectista que debía provocar en toda la población un sobrecogimiento ante el inigualable poder del Reich.

CONCLUSIÓN

 

Para aquel que no crea en las coincidencias, quizá vea que la inicial vocación artística de Hitler no resulta, en modo alguno, azarosa. Toda vez que fue rechazado por la Academia de Bellas Artes de Viena, su lienzo dejó de ser un mero cuadro para, con los años, pasar a ser la realidad misma, el mundo, la sociedad. Efectivamente, y sin ánimo de ejercer ningún tipo de reduccionismo o simplificación, el nacionalsocialismo emprendido por aquel oriundo de Braunau am Inn bien puede verse como la pretensión de una obra de arte total; una que no atañe ya únicamente a las disciplinas plásticas o pictóricas, sino al conjunto de la existencia. Es la reconversión estética de lo humano y de todo cuanto lo rodea, la estetización de lo real, de lo absoluto, vinculando para ello de manera intrínseca la estética misma, la política y la ideología. Esta fue la peculiaridad del nazismo. Como ya he dicho, no podemos poner como propio en su haber la creación de la estetización de la política, como tampoco el ser pionero en la búsqueda del monumentalismo, a imagen de civilizaciones pasadas; pero sí que cabe situarlo como muestra representativa de ello. Y no solo eso, sino además haber buscado esa estética más allá del arte. Pues no solo hablamos de que sus manifestaciones debían reflejar sus parámetros de belleza, su voluntad de dominio o sus ansias de eternidad; debía mostrar de lo que era capaz ese ser creador de cultura y arte que era el hombre ario. Un objetivo que, evidentemente, trascendía los límites clásicos del arte para fundirse de manera inmediata con la biología y la política. La propia raza aria tenía que mostrar que su superioridad y pureza también consistían en ser la gran obra de arte per se, lo cual incluía, como en los ámbitos de la pintura, la música, la escultura, la arquitectura, etc., la supresión y eliminación literal de todo aquello calificado como «degenerado»; por supuesto, hablo, vidas humanas incluidas. De este modo, la sociedad alemana se tornaba en una bella composición que había que moldear adecuadamente en el torno de una actuación política también completamente engalanada, perfectamente medida y calculada, y que plasmaba y orientaba el fin último a alcanzar.

En este sentido, puede fácilmente dictaminarse que la arquitectura resume los aspectos más relevantes de los que se revistió la estética de la Alemania nazi; una estética por y para la eternidad, una estética de la dominación, del control de la población. Artista frustrado, Hitler confesaba en innumerables ocasiones a sus íntimos que, de no haberse sentido llamado por su inexorable misión política, hubiera querido ser arquitecto; y en cierta manera fue lo que intentó ser a lo largo de toda su trayectoria. El edificador de una nueva y próspera Alemania, el impulsor de un nuevo arte y de una nueva sociedad, purgada de los elementos que la corroían y la impedían avanzar. El Reich de los mil años debía situarse en la historia como la civilización más desarrollada de todas las que habían poblado la Tierra, aquella que de sí misma había sabido hacer una excepcional y perfecta manifestación artística, para lo cual solo cabía seguir la dirección marcada por el Führer. Así las cosas, Hitler pretendía erigirse dentro del nacionalsocialismo como la figura del artista total, aquel escultor que debía hacer de Alemania entera su obra de arte; una obra que perdurase en el tiempo per saecula saeculorum.

AGRADECIMIENTOS

 

Primero de todo, quiero mostrar mi agradecimiento a Domingo Hernández Sánchez, inspirador para este escrito.

El artículo se enmarca dentro de la concesión de una «Ayuda Margarita Salas para la formación de jóvenes doctores» (Ref.: CA1/RSUE/2021-00517) por parte de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que son entidades financiadoras, además de la misma, el Ministerio de Universidades y el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia. La labor investigadora y docente se realiza en el Departamento de Lógica y Filosofía Teórica de la Universidad Complutense de Madrid, dentro del Proyecto de Investigación «Esquematismo, teoría de las categorías y mereología en la filosofía kantiana: una perspectiva fenomenológico hermenéutica» (MINECO PID2020-115142GA-I00), con Alba Jiménez Rodríguez como Investigadora Principal.

NOTAS

 
1

Para un resumen conciso de la situación de la cultura alemana y su censura, cfr. Lozano, 2011, pp. 138-153Lozano, A. (2011): La Alemania nazi. Madrid: Marcial Pons..

2

Para una recopilación de los adjetivos antisemitas utilizados por el propio Hitler en su Mein Kampf, cfr. Jäckel, 1972, pp. 58-59Jäckel, E. (1972): Hitler’s Weltanschauung, Middletown, CT: Wesleyan University Press.. Asimismo, Robert Jay Lifton recoge en The nazi doctors (2017, pp. 15-17Lifton, R. J. (2017): The Nazi Doctors. New York, NY: Basic Books.) muchas de las comparativas realizadas entre los judíos y las bacterias, virus, enfermedades o parásitos, a raíz de los avances en medicina y microbiología, así como de la concepción del Volk como un organismo mismo. Para una visión más sinóptica, cfr. Leiva, 2016Leiva, J. (2016): «Redefiniendo lo humano: el caso del nazismo». Tales. Revista de Filosofía, 6, pp. 87-98.. Asimismo, para ver cómo el campo de concentración y de exterminio terminaba conformando la imagen del «judío» que el nazismo pretendía, puede verse Arendt, 2010Arendt, H. (2010): Los orígenes del totalitarismo. Madrid: Alianza.; Levi, 2012Levi, P. (2012): Trilogía de Auschwitz. Barcelona: El Aleph.; Didi-Huberman, 2004Didi-Huberman, G. (2004): Imágenes pese a todo. Barcelona: Paidós..

3

«Su marido construirá para mí obras como no se han erigido desde hace cuatro milenios» (Speer, 2011, p. 108Speer, A. (2011): Memorias. Barcelona: El Acantilado.), le decía Hitler a la esposa de Speer nada más conocerla.

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