ISEGORÍA. Revista de Filosofía moral y política, N.º 69
julio-diciembre 2023, r04
ISSN-L: 1130-2097 | eISSN: 1988-8376
https://doi.org/10.3989/isegoria.2023.69.res04

CRÍTICA DE LIBROS

La pluma y el fusil. Un soldado filósofo en la Comuna de París. Reseña de: Patrice Vermeren, Le philosophe communeux. Napoléon La Cécilia, néokantien, philologue et général de la Commune de Paris, París, L’Harmattan, 2021

The pen and the rifle. A philosopher soldier in the Paris Commune. Review of: Patrice Vermeren, Le philosophe communeux. Napoléon La Cécilia, néokantien, philologue et général de la Commune de Paris, Paris, L’Harmattan, 2021

Alfredo Sánchez Santiago

Universidad Complutense de Madrid

https://orcid.org/0000-0002-5129-3662

Desde el 18 de marzo hasta el 28 de mayo de 1871, la ciudad de París es el escenario de la primera experiencia histórica de autogobierno de la clase obrera. De forma similar a lo que ocurre con otros episodios de insubordinación popular de la historia reciente, como Mayo del 68, el momento político de la Comuna de París ha recibido una atención muy escasa por parte de historiadores, politólogos y filósofos, cuando no ha sido objeto de una abierta hostilidad, especialmente en la academia francesa. Las razones de la omisión y del desprecio no tienen que ver tan solo con la breve duración del estallido revolucionario, sino con un rasgo de este que lo convierte en un acontecimiento muy singular en la secuencia de revoluciones que se inicia en 1789 y atraviesa todo el convulso siglo XIX francés: la exhibición de capacidad del pueblo llano para hacerse cargo autónomamente de los asuntos comunes y marcar el rumbo de la vida colectiva.

Esto es precisamente lo que horroriza a los observadores que recorren París durante esas semanas de 1871: encontrar al mando del gobierno de la ciudad a personas humildes y desconocidas que gozan de un enorme respaldo social. No principalmente a abogados, periodistas u hombres de letras, sino a obreros de toda condición -comerciantes y contables, artesanos de la porcelana y la madera, taberneros, sastres o anticuarios-, mujeres y hombres confundidos en las barricadas con soldados de la guardia nacional que abandonan el inframundo del trabajo, la ignorancia y la brutalidad para acceder al mundo común de la política. Un pueblo de anónimos que los escritores reaccionarios consideran ocupantes fraudulentos de las instituciones e intérpretes ilegítimos de los ideales republicanos de libertad, igualdad y fraternidad. Una horda de «bárbaros» cuya amenaza mayor radica según ellos en su educación e inteligencia insospechadas, en su capacidad para autoorganizarse, poner a funcionar los engranajes del orden social y granjearse el apoyo de la bohemia literaria y filosófica parisina. Elme Marie Caro, profesor de filosofía en la Sorbona, escribe a este respecto lo siguiente pocos días después de que la revolución haya sido aplastada: «Acabamos de librarnos de la barbarie; pero es necesario que sepamos que, en este furioso asalto contra la civilización, nos hemos confrontado a una barbarie letrada» (cit. en p. 19).

El último libro del filósofo Patrice Vermeren explora el papel de los filósofos en la Comuna de París poniendo el foco en la figura de Napoléon La Cécilia (1835-1878), uno de los muchos «bárbaros letrados» del movimiento communard. La Cécilia ejerció como jefe de Estado Mayor y General durante la Comuna y se situó al frente de la defensa de París durante la «Semana sangrienta». Fue además francmasón, miembro de la Internacional socialista, filósofo neokantiano y un destacado filólogo políglota. Su rol protagonista durante los acontecimientos de 1871, la singularidad de su periplo vital y la importancia de sus compromisos políticos contrastan con su ausencia casi total incluso en las historias mejor informadas de la Comuna. No es casualidad que el redescubrimiento de esta figura desconocida y enigmática sea obra de uno de los antiguos colaboradores de Les Révoltes logiques, el colectivo de investigación militante y la revista homónima de historia social fundados por Jacques Rancière, Jean Borreil y Geneviève Fraisse en 1974. Con la paciencia y la minuciosidad del archivista y la profundidad del filósofo, Vermeren reconstruye el itinerario biográfico e intelectual de La Cécilia y recompone las piezas de una identidad escindida entre la práctica de la filosofía, el aprendizaje de las lenguas y la militancia política.

Lo primero que llama la atención del lector de Le philosophe communeux es precisamente la heterogeneidad de la experiencia vital de La Cécilia. Nacido en 1835 en Tours de una madre corsa y de un padre de origen español cercano a Buonarotti, Mazzini y Garibaldi, La Cécilia realiza con brillantez estudios de matemáticas antes de iniciarse en la filosofía y la filología, primero en París y más tarde en Berlín, Jena y Leipzig, siguiendo en esto la estela de otros filósofos franceses del XIX atraídos por la independencia y el amplio programa formativo de las universidades alemanas. Apasionado por las lenguas extranjeras, algunos de sus contemporáneos atribuyen a La Cécilia el conocimiento de veinticinco lenguas europeas y orientales, entre ellas el alemán, el inglés, el español, el ruso, el italiano, el sánscrito, el persa, el hebreo, el árabe, el siamés, el mongol y el chino, además del latín y el griego clásicos.

Como filósofo, La Cécilia publica algunos artículos en la Revue philosophique et religieuse, fundada por sansimonianos, y abraza el racionalismo neokantiano promovido en Francia por Charles Renouvier, un discípulo de Comte partidario de poner el criticismo kantiano al servicio del progreso moral de la sociedad y de la transformación republicana de la política. En el kantismo y el socialismo ético de Renouvier, La Cécilia encuentra las razones filosóficas para su combate por la emancipación y el fundamento de su republicanismo radical, su antiestatalismo y su ateísmo. Y son probablemente estas convicciones de fondo y la influencia determinante de su compañera Marie-David, formada con Louise Michel y secretaria de la Société pour la revendication du droit des femmes, las que implantan en La Cécilia una sensibilidad feminista, como atestigua un artículo publicado en la Revue en 1856, donde defiende para la mujer los mismos derechos sociales que corresponden al hombre y el mismo derecho al perfeccionamiento moral e intelectual.

Destaca igualmente la intensa actividad epistolar que La Cécilia mantiene a lo largo de toda su vida. Tal y como la presenta Vermeren, la correspondencia es para este filósofo-general una ocasión para justificar ante sí mismo y ante el mundo la obediencia de sus acciones al principio moral de justicia y al objetivo de una república universal, democrática y socialista, una manera también de «situar sus actos para la posteridad ante el espejo del relato que transmite a sus destinatarios» (pp. 16-17). Entre los destinatarios de La Cécilia destacan nombres como el de Ludovico Frapolli, compañero de filas de La Cécilia en la lucha por la independencia italiana; el de Victor Hugo, a quien visita junto a Marie-David en Luxemburgo tras la caída de París en manos del ejército de Versalles; o el de Karl Marx, con quien entra en contacto después de la Comuna, durante su etapa de exilio en Londres.

El lector descubre con sorpresa que La Cécilia se ofrece a Marx como traductor al italiano de El Capital (un proyecto que finalmente no culmina, a falta de una editorial dispuesta a hacerse cargo de la publicación) y que solicita su colaboración para la redacción de un compendio de economía social pensado para servir de manual en la escuela que La Cécilia funda en Londres para proscritos de la Comuna, asentada en valores anticlericales y democráticos. Las páginas que Vermeren dedica a esta amistad filosófica suman un interés añadido a la lectura de Le philosophe communeux. Es un intercambio que desborda el plano meramente profesional sin llegar a alcanzar el estatuto de lo íntimo (aunque hay constancia de varios encuentros entre ambos en el domicilio de Marx en Londres, de la relación de La Cécilia con la familia Marx y también con Engels). Lo interesante es que se trata de una relación específicamente política a la que sin duda contribuye el interés de Marx por la experiencia revolucionaria de la Comuna, y que se beneficia después de una esperanza compartida en la emancipación de la clase obrera y la internacionalización del movimiento socialista.

Es, sin embargo, el desempeño de La Cécilia como militar y su movilización en favor de diversas causas políticas los que reciben una mayor atención en el libro de Vermeren, que da cuenta pormenorizada de su currículo tomando apoyo en numerosas fuentes de archivo hasta el momento inéditas. Vermeren nos informa de que, siendo muy joven, La Cécilia participa en el Risorgimento italiano, donde integra la Expedición de los Mil a las órdenes de Garibaldi y contribuye a la toma de Palermo. Esta primera hazaña militar le permite alistarse como teniente en el regimiento de francotiradores de París, donde llega a obtener el grado de coronel en reconocimiento a su papel en las batallas de Ablis, Châteaudun, Varize y Alençon contra las tropas prusianas. De vuelta en París, La Cécilia secunda la oposición del pueblo parisino al armisticio firmado el 26 de febrero de 1871 y ocupa diversos cargos militares durante los dos meses de gobierno popular. Hasta el último día, La Cécilia defiende la contralegalidad republicana de la Comuna con la palabra y con las armas.

La hoja de servicios de La Cécilia al servicio de la República y singularmente su papel en la defensa de París fueron recurrentemente falseados y tergiversados por parte de los enemigos de la Comuna. Se restó importancia a sus éxitos militares en la guerra franco-prusiana; durante la Comuna, se dijo de él que había ordenado el fusilamiento sin juicio de un joven menor de edad; se pusieron en cuestión sus convicciones republicanas, su capacidad militar y su coraje en la defensa de la butte Montmartre, y se le acusó de huir cobardemente de París tras la «Semana sangrienta».

Vermeren recurre a numerosas fuentes bibliográficas para corregir algunos datos infundados sobre La Cécilia y para cuestionar otros de veracidad dudosa, aporta información desconocida sobre su itinerario vital y pone en perspectiva las decisiones de un individuo que elige el campo de la revolución en condiciones especialmente dramáticas. El trabajo de reconstrucción histórica y de exploración archivística que está en la base de Le philosophe communeux es digno de elogio. Con una narración apasionante y apasionada, el libro nos adentra en la experiencia vivida de uno de los protagonistas de un acontecimiento fundamental en la historia del socialismo revolucionario. Intercalando el relato autobiográfico de La Cécilia con la imagen que se forman de él sus contemporáneos, Vermeren nos invita a comprender en su complejidad la aventura vital de este individuo admirado e injuriado a partes iguales, el sistema de valores, aspiraciones y formas de subjetivación de este personaje doble y contradictorio que se identifica y desea ser recordado como erudito y como general; que se niega a negociar sus ideales y fundamenta su acción en convicciones republicanas firmes, pero desea al mismo tiempo ser reconocido por sus sacrificios en favor de la libertad; que asume con una mezcla de orgullo y humillación su condición de exiliado y la precariedad vital y laboral a la que lo condenan sus convicciones políticas.

Al igual que hiciera el colectivo Les Révoltes logiques en los años setenta y ochenta, Vermeren recurre al archivo para desenterrar formas de subjetividad y caminos de pensamiento alternativos a los registrados por la historia oficial. Este es, en mi opinión, el valor fundamental de un libro que nos brinda la posibilidad de elaborar una revisión política de la memoria que conservamos de la Comuna recuperando una figura olvidada e injustamente vilipendiada. El trabajo de Vermeren es importante no solamente porque nos recuerda lo que significó política y estéticamente este acontecimiento crucial del siglo XIX, sino porque nos permite comprender el significado íntimo que tuvo para uno de sus protagonistas, para alguien que vio nacer ante sus ojos el sueño de una república democrática y social y lo vio morir setenta y dos días después ahogado en un baño de sangre.