ISEGORÍA. Revista de Filosofía moral y política, N.º 68
enero-junio 2023, r08
ISSN-L: 1130-2097 | eISSN: 1988-8376
https://doi.org/10.3989/isegoria.2023.68.res08

CRÍTICA DE LIBROS

Fracaso moral y deserción. Reseña de: Francisco Pereña, El fracaso moral de la Humanidad. Diálogo abierto con Platón, Kant, Schopenhauer y Wittgenstein, Madrid, Síntesis, 2022

Moral failure and desertion. Review of: Francisco Pereña, El fracaso moral de la Humanidad. Diálogo abierto con Platón, Kant, Schopenhauer y Wittgenstein, Madrid, Síntesis, 2022

Antonio Gómez Ramos

Universidad Carlos III Madrid, UC3M

https://orcid.org/0000-0003-3382-6725

CONTENIDO

Wittgenstein tenía aprecio por Freud. Lo consideraba alguien «que tiene algo que decir, incluso cuando se equivoca». (Wittgenstein 2000, p. 47Wittgenstein, L. (2000) Vorlesungen und Gespräche über Ästhetik, Psychoalalyse und religiösen Glauben, Frankfrut: Fischer Veralg.) A la vez, juzgaba como muy dañina la enorme influencia del psicoanálisis en Norteamérica y Europa. Para aprender de Freud, añadía, hay que ser crítico con él; pero el psicoanálisis impide esa postura crítica.

Se puede reformular este doble juicio con un paralelo en filosofía. Los filósofos, no solo Wittgenstein, tienen algo que decir; también, sobre todo, cuando se equivocan, y solo se puede aprender de ellos y escucharlos desde una cierta crítica. Pero las formas institucionalizadas de la filosofía suelen impedir la crítica, o más bien, producen un tipo de crítica que tapona la escucha.

Sirva esta reflexión inicial sobre filosofía y psicoanálisis para abordar El fracaso moral de la humanidad, un libro sobre filósofos escrito por un psicoanalista -o, mejor dicho, por alguien que piensa desde la práctica clínica; más adelante explicaré por qué es importante la diferencia-. Por su actitud y su estilo de interrogar, el libro responde a lo que he indicado en el párrafo anterior. Como el autor está fuera de la filosofía académica, hace una escucha abierta y libre de lo que los filósofos tienen que decirle. Y porque quiere situarse también fuera de las instituciones psicoanalíticas más convencionales, aprende de Freud recogiendo, con una elaboración que incluye la distancia, toda una tradición conceptual y práctica del psicoanálisis. Es un libro de filosofía escrito desde el psicoanálisis. Es un libro sobre moral. Es un libro político; o más bien, a-político, que transpira un amargo rechazo de la política y de la construcción de órdenes colectivos.

No debería ser difícil entender lo que significa una expresión como «fracaso moral de la humanidad». Uno diría que no lo es cuando hay desatada en Europa una guerra del peor viejo estilo y los que la hacen y sostienen a ambos lados están dispuestos a correr el riesgo de pasar a una guerra nuclear, sabiendo, como sabe toda la humanidad -o sus próceres, con la sociedad detrás- que los motivos de esa guerra son una minucia al lado de la catástrofe ecológica en curso y de las espantosas desigualdades y miserias que cubren la tierra. Eso es saber por dónde queda el bien y hacer el mal: un caso perfecto de fracaso moral. Pereña añadiría que no es el primero, sino algo que se da repetidamente a lo largo de eso que se llama historia (Pereña, 2018Pereña, F. (2018) Repetición e historia. Un ensayo sobre la tragedia. Madrid: Síntesis.). Ahora con más intensidad, justo cuando se tiene mucha más conciencia de lo que es el mal.

El fracaso moral es el fracaso de los humanos frente a la moral. Para Pereña, no de algunos humanos, los malos de la película; sino de la humanidad como tal, de unos sujetos que, desde su desconcierto y vulnerabilidad, construyen reiteradamente órdenes colectivos fundados en el daño y la mentira. Esta es la amarga tesis del libro. Resultará difícil de digerir para lectores que, en la herencia ilustrada, o desde la denominada izquierda -ya sea liberal o no-, creen en el progreso moral, en una mejora progresiva del mundo por la vía de la democracia, la libertad, el bien común. No en vano, hay un sentimiento de «superioridad moral de la izquierda» (Sanchez Cuenca, 2018Sanchez Cuenca, I. (2018), La superioridad moral de la izquierda, Madrid: Los libros de la catarata, 2018.), que cree haber recogido la lección moral kantiana incluso cuando provoca el mal con las mejores intenciones. La derecha, diríamos que se acomoda en decir que la humanidad no tiene remedio, y que vale con concentrar el poder y los privilegios en unos pocos que producen directamente daño mientras predican hipócritamente lecciones de moral. Visto así, este libro es demoledor para con la hipocresía y maldad de estos últimos; lo que es obvio. Pero también lo es, y en mayor medida, para con las candorosas pretensiones de aquellos, que resultan no serlo tanto, sino coartada de su complicidad con la barbarie.

Con todo, no debe leerse este libro en la clave meramente política que he introducido. Se trata del «escándalo de que los hombres, frágiles como son, se hagan daño entre sí bajo el pretexto de la protección». Lo político es parte de ese escándalo, tal vez la más visible, pero no la única. El libro, ciertamente, mantiene alguna imprecisión a la hora de determinar los órdenes colectivos que reiteradamente designa como lugar del daño y la falsedad ofertados para responder a la demanda de protección. Uno de ellos es, desde luego, el Estado, en cualquiera de sus formas, y las instituciones acogidas en su seno. También lo es, de manera similar, la religión, con sus iglesias y sectas. Lo es casi cualquier institución humana regida por algún tipo de Ley; pero también, se intuye a menudo, funcionan así agrupaciones humanas más laxas fundadas en demandas afectivas, ya sean pandillas de amigos o parejas. La mirada del clínico descubre que en todas esas formas de agrupación se combinan con igual perversidad la protección y el daño; tienden también a producir la mentira a sí mismo y a los otros.

Por eso, habiendo más órdenes colectivos que el estatal, la cuestión es moral, antropológica, u ontológica. Es la cuestión de cómo vivir, «¿cómo ser fiel a la decisión de vivir sin encaminarse por los enredos de la conspiración social?» (p. 189), «¿hay alguna posibilidad de philía, de vinculación afectiva que no sea la del crimen del orden colectivo?».

Pereña parece responder que quizá la hay, pero que los hombres manifiestan reiteradamente su impotencia para realizarla. Y trata de desentrañar cómo se da eso leyendo a cuatro filósofos y trayendo para su lectura un entramado de conceptos psicoanalíticos elaborados por él, así como las voces ocasionales, pero siempre decisivas, de autores como Kafka, Nietzsche, Marx o los trágicos griegos. La respuesta final en contra de lo colectivo y en favor de la «deserción» es difícil de aceptar mientras se quiera seguir en la historia y en el mundo. Pero, mientras se esté en la historia y en el mundo, asistiendo, cuando no participando, al reiterado fracaso moral de lo humano, la deserción no deja de aparecer como la única salida digna posible: «Sentarse al borde del camino y no ser ya soldado», según escribía Milena Jesenska en una bella frase que el libro recoge. ¿Desertar o seguir (en el pelotón, en el grupo, en el partido, en la institución, en la iglesia, en el orden colectivo que sea)? Al final, esta alternativa se presenta como la verdadera decisión moral sobre la que el libro trata. Lo hace manteniendo una tensión, áspera y delicada a la vez, entre el rechazo de casi todas las formas de asociación humana y el afecto incondicional por el sujeto humano doliente. Este afecto mueve el libro y señala al escándalo. Es esta sensibilidad hacia el sujeto individual que sufre y se refugia en un daño protector la que hace más vívido el fracaso moral para la mirada clínica.

Vaya primero una advertencia, dado que un psicoanalista leyendo a unos filósofos puede generar falsas expectativas. Pero no se trata, en ningún caso, de psicoanalizar a cuatro filósofos, esto es, de proyectar sobre las figuras de unos autores muertos y sacralizados hace ya tiempo unas interpretaciones más o menos freudianas que desvelasen los entresijos más morbosos de su pensamiento y de su vida. En este sentido, el libro decepciona desde la primera página a los aficionados al psicoanálisis barato.

Los cuatro filósofos en cuestión son Platón, Kant, Schopenhauer y Wittgenstein. Pereña los elige porque tienen algo que decirle en tanto que «se deja acompañar por ellos» mientras piensa; en tanto que, leyéndolos a ellos, su pensamiento -que surge de su propia práctica clínica y, se supone, de su propia trayectoria vital- se ve espoleado. Por eso, deja claro desde una introductoria «Nota al lector» que no se trata para él de interpretar a estos autores, sino de elaborar a partir de ellos. Esto es, no se desvelan claves ocultas en ellos, al modo de la filosofía académica o erudita, sino que se busca establecer un diálogo -que él llama abierto- para ahondar, sobre todo, en la enigmática conexión entre el mal, el daño y la fragilidad humana. En este sentido, el libro puede decepcionar a quienes trabajan en filosofía con un copioso aparato de bibliografía secundaria y desconfían de una lectura directa del texto, menos interesada en evitar malentendidos por sujetarse al rigor historiográfico que en el encuentro productivo con el autor.

No se trata, entonces, de un ejercicio de interpretación filosófica ni psicoanalítica. Sino de que la clínica del sujeto, como práctica y como reflexión, se elabora con la filosofía, en tanto que los filósofos también han mirado dentro las fragilidades y abismos morales de la existencia humana. «Clínica del sujeto» me parece que es, en este libro y en la ya larga obra de Pereña, una denominación más apropiada, alternativa a la de «psicoanálisis» (Pereña 2019Pereña, F. (2019) Para una clínica del sujeto, Madrid: Síntesis.). Este último está demasiado sujeto a clichés acartonados y a disciplinas sectarias; demasiadas veces, como percibió Wittgenstein, no ha sabido escapar a la tentación de establecer ritos de control y manipulación entre unos iniciados y unos sujetos que buscan ayuda. La clínica del sujeto, en cambio, se entiende como la atención que escucha a un sujeto singular sin suplirlo, sujeto único que acude desde su angustia y que demanda ser escuchado para poder escucharse a sí mismo. El clínico y el filósofo coinciden en su actitud de cuestionamiento fuera de los órdenes convencionales. No son «meros turiferarios de la institución o del orden colectivo» (p. 57), dice Pereña, en su contundente lenguaje.

En realidad, las escuelas helenísticas -que no en vano se entendían a sí mismas como clínica y terapia de la vida- se acercarían mucho a la práctica que el autor quiere describir. Epicuro, Diógenes, Séneca, Epicteto entendieron que la vida humana es irremediablemente precaria, mientras que la política, el Estado, el poder, parasitan o depredan sobre esa precariedad; ellos buscaban, por eso, formas de salvación o sanación fuera de lo político, en la deserción del orden colectivo. Pero, a pesar de esa simpatía confesada por cínicos y epicúreos -más matizada y compleja con los estoicos-, no es apenas con ellas con quienes dialoga el libro. Es de agradecer que así sea, pues la filosofía helenística, su terapia del deseo (por utilizar los términos de Martha Nussbaum) ha sido sobreexplotada por concepciones muy edificantes de la filosofía, lindando a veces con las técnicas de autoayuda al uso. Además, aunque los helenísticos fueran los primeros en percibir el «fracaso de la moral de la humanidad» -casi inmediatamente después del descubrimiento, o la formulación, de la moral misma por Sócrates y Platón-, eran todavía demasiado ingenuos, no llegaban a ver la escisión original, la alteración pulsional que atraviesa a cada sujeto y que determina su fragilidad.

Los cuatro protagonistas del libro, en cambio, sí han excavado más hondo en las raíces del fracaso moral humano. Platón, Kant, Schopenhauer fueron, quizá, menos honestos que Epicuro o Diógenes; inventaron subterfugios políticos, argumentales, estéticos para disimular o incluso remediar ese fracaso. No tanto en el caso de Wittgenstein. (Aunque cabría apuntar que la propensión cientificista y pragmatista de muchos de sus seguidores ya suministra bastantes subterfugios y tapaderas). Pero los cuatro, con todos sus problemas y contradicciones, se prestan a lo que Pereña llama, tomándolo de Bajtín, un diálogo abierto: elaborar en lugar de interpretar, dar con las palabras que «abren el horizonte de escucha», acompañar la propia perturbación, pensar en un diálogo silencioso más allá del discurso, cuestionarse a sí mismo en un ejercicio de parresía, habitar «en la intimidad, donde el otro supone una angustiada soledad y una falta de identidad que conlleva que el otro sea el traumatismo del existir» (p. 13).

El fracaso moral humano al que se abre este diálogo consiste en la existencia del mal. La perturbación es que los frágiles humanos, precisamente por frágiles, propenden invariablemente al daño y la crueldad. Lo escandaloso es que han podido descubrir lo moral como posibilidad de hacer de su fragilidad una forma de vida digna con los otros, una philía; sin embargo, recaen siempre en el mal, en formas de impostura y sometimiento por las que dañan a otros y a sí mismos, y además lo hacen construyendo órdenes colectivos que dicen aminorar el sufrimiento, pero intensifican la crueldad y la violencia, como Hobbes se encargó de ver y justificar. Por una extraña mecánica, los hombres y las mujeres buscan protección vinculándose a aquello que les daña y destruye, ya sea en la pareja o en la política, por mencionar dos ámbitos donde este vínculo sadomasoquista se da de modo más frecuente y visible.

El esfuerzo de aclararse con este «fantasma sadomasoquista» que impregna los vínculos humanos ha funcionado como un bajo continuo a lo largo de la ingente obra publicada por Pereña en los últimos veinte años. Quien la lea, podrá reconstruir una densa red de conceptos e ideas que, elaboradas a partir de los principales hallazgos freudianos, y también de la lectura de los trágicos griegos y de referencias literarias fundamentales (Kafka y Celan, sobre todo), intenta dar razón de ese fantasma. A partir de ahí, propone una forma de entender al sujeto humano en su angustia, su desamparo y su alteración pulsional, como él la llama. Por supuesto, hay un inconsciente, sólo que este no es una bolsa oculta llena de impulsos inconfesables, sino la huella de la presencia del otro marcada desde el inicio en un cuerpo desamparado y dependiente. El inconsciente no establece una causalidad de las acciones, sino que marca una determinación sintomática de cada sujeto; es, por eso, una tarea que cada sujeto tiene consigo mismo. El sujeto se origina cada vez en su angustia traumática; de modo que es indistinto de la pulsión que lo altera y atraviesa en su dependencia del otro, de los otros. Lo que la clínica del sujeto comprueba es que los sujetos salen de su desconcierto pulsional -o tratan de darse una continuidad de existencia- construyendo un yo asentado en una identidad que solo se sostiene en el engaño sobre la propia angustia, en el vínculo de la sumisión grupal que protege mientras ejerce la violencia contra los otros o contra él mismo, ella misma.

En la pesimista «antropología» -por llamarla así- de Pereña, los sujetos, confrontados con su angustia y su soledad, no saben salir de ellas sin apuntarse a la tribu que les reconoce un yo y una identidad; pero no hay tribu sin guerra y daño, no hay agrupación humana sin exclusión. El Mefistófeles de Fausto se autodefinía irónicamente como parte de «aquello que siempre quiere el mal, y siempre produce el bien». Los hombres, en cambio, parecen estar hechos de tal modo que siempre quieren el bien, o creen quererlo, y casi siempre producen el mal. No pueden liberarse de la culpa radicalmente ligada a su existencia. Solo los locos y los melancólicos escapan a este mecanismo infernal, pero pagan un precio mucho más alto, el de la exclusión social. Cierto es que cada cual tiene, individualmente, en la soledad de su angustia, en su desamparo, la posibilidad de decidirse a desertar en lo posible de ese mecanismo. Aquí es donde entraría la clínica, o la terapia, o el examen de la propia vida, si se quiere usar la fórmula más clásica de la filosofía. Por eso, si en libros anteriores Pereña exploraba estos perversos laberintos de lo humano con un bagaje clínico, ahora lo hace con la filosofía como lugar donde encontrar palabras y formulaciones para transmitir y pensar esa exploración inacabable.

Si algo tiene el libro como lectura filosófica poco común, son los hallazgos de palabras, de fórmulas de filósofos en los que no se suele reparar. Kant, por ejemplo, sabía muy bien de ese desconcierto humano, de la inadaptación con que los hombres vienen al mundo, del absurdo caótico y cruel en que se dan las acciones humanas. Sabía, también, del carácter incondicional de la moral. Formuló a su modo el fantasma sadomasoquista como la paradójica «insociable sociabilidad» que es esencial a los hombres. A la vez, apostó por el subterfugio de la historia, plasmada en una política progresivamente republicana como salida a la paradoja. Porque, si no, escribía explícitamente, todo se iba a quedar en una «desconsolada contingencia» (trostlose Ungefähr) (Kant 1994, p. 5Kant, I. (1994) Idea para una historia universal en sentido cosmopolita, Madrid: Tecnos.). Bien; no es esta la fórmula en la que han reparado los miles de comentaristas que han pasado por las páginas de Kant. Se han glosado la razón pura y la práctica, la idea trascendental, el imperativo categórico, etc.; pero Pereña ha escuchado justamente esa «desconsolada contingencia» de la que Kant ha dicho -en voz más bien baja, es cierto- que hay que evitar, negar: justo porque ahí se da la angustia traumática de lo humano. En lugar del consuelo de la necesidad -que es lo que los filósofos ofrecen en todas sus variedades-, el desconsuelo de la contingencia. Pero si Kant y los filósofos bosquejan sistemas de necesidad que consuelen, a menudo por las vías del daño y la mentira colectiva, es porque han percibido agudamente el desconsuelo, la contingencia enigmática que es la frágil existencia humana. Aquí, en esa percepción, es donde el clínico Pereña, que descree tanto de la necesidad como de la política, también de la republicana, encuentra interesantes a los filósofos. Concretamente, a aquellos de los que piensa que la perciben mejor y trafican menos con los engaños de la necesidad.

Platón es el primero de ellos. Puede ser sorprendente, por cuanto es casi lugar común situarlo, junto a Hegel, como el gran responsable de unir la filosofía con el Estado y con la idea, a costa de la contingencia y de la libertad del sujeto. Hay toda una tradición moderna y postmoderna que lo denuesta por ello, con la clase de amor-odio que se tiene por el padre de la filosofía. Hannah Arendt, por ejemplo, le reprochaba ser «antipolítico» por huir de la contingencia real humana hacia el mundo de las ideas. Ella favorecía al pragmático Aristóteles. En la lectura de Pereña, sin embargo, Platón es quien advierte, si no la contingencia, sí la pérdida que está en el origen de la subjetividad humana. El exilio de la naturaleza, la salida de la physis que suponen la inadaptación humana y la existencia de un orden social que se supone inventado para remediarla. Pero ese orden social, la política, resulta basarse siempre en la injusticia y la servidumbre, es incompatible con el bien. Ante ese escándalo, solo se puede repetir con Sócrates que es preferible padecer el mal antes que ejercerlo, y entonces fracasar de antemano ante la pólis. Platón brega angustiosamente en sus diálogos con esta paradoja que la propia experiencia griega le había puesto ante los ojos. Termina en el desprecio de la multitud y la democracia, que requiere de la mentira necesaria, y en la quimérica propuesta de un filósofo-rey: esto es, un poderoso que, por saber la verdad y del bien, abomine del poder. En el camino, Platón ha hecho ver que es imposible que coincidan la moral con el poder, el sujeto con el ciudadano, la ley con el bien.

Kant es también consciente de esa no coincidencia: la formula como la «esplendorosa miseria» del progreso humano, que nos va haciendo más civilizados y racionales, pero no más morales. La desconsolada contingencia, que se nos revela en cuanto sujetos como el «sentimiento de una existencia» que es el yo -de nuevo, una certera fórmula kantiana que ha pasado desapercibida-, nos aboca en Kant a la moral como respeto incondicional por el otro, y a la vez a construcciones teleológicas de la historia o a los impostados postulados de la razón. Para Pereña, Kant ha dibujado con toda profundidad la soledad radical de la libertad humana, de la conciencia moral en cuanto conciencia del bien, y por eso de la culpa. Ha visto que, por eso mismo, la acción humana solo puede ser mala; perfiló de forma acerada el mal radical que se infiltra en todas las acciones. Se enredaba, sin embargo, en salidas dialécticas a esa soledad, buscando reunificar la libertad y la naturaleza, apelando a teodiceas, manos invisibles, planes ocultos de la naturaleza o de la providencia para justificar el mal. Como filósofo, tapaba, sin borrarla, su enorme lucidez respecto a la contingencia de lo humano y el significado de la moral.

Schopenhauer, kantiano rebelde y malhumorado, compartiría esa lucidez sin buscar salidas políticas o éticas en falso. Misántropo como era, inicia el camino de deserción por el que Pereña aboga. De Schopenhauer le atrae la contundente perspicacia psicológica con que analiza el dolor humano y la ilusión del conocimiento y del libre albedrío. También el descubrimiento de lo vital, de la voluntad como deseo ciego de vivir, como una latencia imparable de la vida que no es distinta de la precariedad y de la contingencia. Le disgusta su apelación a una voluntad impersonal que es la naturaleza misma, su negación de la realidad individual que al final es una negación de la vida, su escapada por lo artístico, no exenta de finas observaciones estéticas. Schopenhauer aparece como lleno de sugerencias, a menudo ambiguas. Es lúcido, pero no hay que olvidar que también ha servido de consuelo a generaciones enteras de burgueses desencantados y sometidos al poder. Pereña lo olvida a veces; por eso está bien que lo lea acompañado de Nietzsche y Kafka.

Wittgenstein, finalmente, es el más lúcido, el que ya deserta definitivamente. Aunque habría que recordar que, paradójicamente, es el único de los cuatro que fue soldado voluntario y conoció la guerra. Había leído a Schopenhauer más que a cualquier otro filósofo, conocía muy bien los límites intrínsecos a la ciencia moderna: esta nunca podrá deshacer la contingencia de todo lo que existe, y su pretensión de establecer leyes causales universales -a las que los modernos asienten con reverencia- es más ingenua que todas las mitologías de los antiguos. La elaboración que Pereña hace de Wittgenstein es la menos «convencional» de todas. No le interesa el lógico, sino el que descubre que entender la lógica nos revela la inevitable y desconsolada contingencia del mundo, la cual, a su vez, es lo único que puede decirse. No le interesa el filósofo neopositivista del lenguaje, sino el solitario por decisión que entiende el lenguaje como plegaria, la palabra -también la proposición con sentido del Tractatus- como demanda, como indicio del misterio y transcendencia de lo ético. Le interesa el filósofo que, por serlo, sabe que no puede ser miembro de ninguna comunidad de ideas. En sus textos -desde los Diarios hasta Zettel- y en su propia trayectoria vital, Wittgenstein piensa a partir de la soledad radical del sujeto, de su condición moral y de su desvinculación de la impostura propia de la política. Se ha liberado de la pretensión de cambiar el mundo, y eso es lo que le evita caer en el fracaso moral, a ojos de Pereña. Ciertamente, Wittgenstein fue el verdaderamente a-político de los cuatro.

¿Cómo discutir estas «elaboraciones»? Es más fácil seguir el diálogo abierto con estos cuatro filósofos -acompañarlo, dejarse interpelar por él- que detenerse en cualquiera de las estaciones o en la propuesta de deserción en la que siempre desemboca. El diálogo, en verdad, tiene fluidez por las lúcidas voces de los filósofos -y por la delicada escucha que hace el autor-, pero esas voces ganan perfil porque resuenan con las de desertores, o al menos «desplazados», reales, tan lúcidos como Kafka, Celan o Simone Weil. De ellos se desprende una exigencia de rigor ético, de vivir «sin concesiones al mal menor ni complicidad con el bien general» que se va contrapunteando con el asombro continuo ante la recaída humana en el fracaso moral. El sujeto desconcertado que cada cual es se ve arrollado por su identidad social, por su ciudadanía política, y ambas lo hacen cómplice. El sujeto moral sabría que el bien no coincide nunca con la ley, y que eso implica a veces ponerse fuera de ella, desertar. Pero, ¿qué significa, entonces, una deserción? ¿Cuál es su lugar y momento?, ¿qué posibilidades tiene, si es que tiene alguna?

«Nos despojamos de nosotros mismos al expulsar la falsedad/nos desollamos y no viene nadie», dice el verso de Antonio Gamoneda. Describe así la incompletud y soledad del sujeto desprendido de su identidad social y de todas sus complicidades y engaños. Lo cierto es que, mientras respire, uno no puede dejar de ser ciudadano, padre o madre, profesional, cliente o incluso amigo: no deja de estar inserto en órdenes regidos por una ley. In-sertare comparte etimología con de-sertare, y es su antónimo. La ley hace la falsedad y sostiene el mal, pero es también la que establece y posibilita el vínculo, sin el cual el sujeto no tiene nombre ni lugar.

Un vínculo sin ley, una asociación entre humanos sin Estado, sin el Derecho, sin los enrejados de la crueldad e hipocresía social es la posibilidad imposible que se va irisando en el libro, como se irisaba, creo, en el ensayo sobre la violencia de Walter Benjamin, como se entendería en una philía que no fuera una conveniente amistad cívica. Ciertos esbozos de anarquismo -con los que Pereña simpatiza tácitamente-, aspiran a ese vínculo. Pero la aspiración se queda en mostrar una posibilidad para la que los humanos se muestran impotentes.

¿Es precisa, por otro lado, una ley para hacerse daño? Desde un «realismo cínico», se haría notar que un vínculo sin ley externa que le de forma y lo regule puede ser todavía más dañino, como muestran sobradamente las relaciones íntimas entre los sujetos, tan propensas a la crueldad. Por principio, la ley no existe para producir el bien, sino para prevenir el mal, el daño entre los sujetos. Previene el daño y, por eso, también lo hace. A la vez, sin embargo, se podría objetar que precisamente la intimidad está muy regulada externamente, que de eso va lo inconsciente, también. Salvo que demos con una intimidad sin ley; pero eso, según describe Pereña varias veces en el libro, solo se da en la soledad del sujeto: del sujeto que sepa estar en soledad, que es el sujeto libre.

Del mismo modo, el cínico «realista» al que me refería podría conceder que la ley hace daño, pero que, asimismo, ningún bien se hace sin el auxilio de la regulación legal. La paradoja, de nuevo, es que el bien requiere de una colaboración entre varios, de un orden colectivo reglado de algún modo: un orden en el que enseguida se generan todos los vicios propios de las agrupaciones humanas. Baste el ejemplo de tantas ONGs que inevitablemente mezclan la mejor caridad y el cuidado de los que sufren con la hipocresía, los intereses creados, la connivencia con las prácticas de una sociedad mercantilizada. El bien que alcanzan no puede darse fuera de esa mezcla, salvo en el caso de acciones espontáneas individuales como, valga el ejemplo, la del buen samaritano. Esta se da de tú a tú, esto es, excluyéndose, des-insertándose de los prejuicios identitarios y las enredaderas políticas. Es solo ocasional, singular.

¿Hay salida, entonces, del fracaso moral? ¿Expulsar la falsedad, despojarse de la identidad y sustraerse al juego de los reconocimientos? La deserción, cuando se da, es puntual, ocasional, contingente: la contingencia de una decisión que reconoce lo contingente y no se pliega a la necesidad. No tiene una receta, surge en la situación. Pero la decisión no la toma el sujeto desamparado, que nunca coincide con el ciudadano en el que se representa con toda la falsedad social, sino la conciencia (la buena y mala conciencia a la vez) que reflexiona sobre esa no coincidencia y reconoce el fracaso moral. A veces puede, en efecto, decidir sentarse al borde del camino y no ser ya soldado. Casi siempre, la red de compromisos invita a mantenerse en el juego social y sus falsedades porque esos compromisos conllevan responsabilidades morales. Valga el ejemplo de la paternidad, también como otro vínculo ambiguo que juega con la protección y el daño. El fracaso moral se replica en cada instancia.

Todo este conjunto de problemas no son una novedad en la tradición de la llamada «filosofía moral». El alma bella de los románticos, las manos sucias y las manos limpias, el trágico dilema de Max Weber entre la ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad. Para la mirada del clínico, sin embargo, lo trágico se hace más intenso porque el sujeto de la ética, el que decide sobre sus manos o sobre su alma, no está hecho de una pieza antes de su decisión, sino que es el acontecer de una división entre el desamparo de su singular alteración pulsional y la falsedad necesaria de las identidades con las que se vincula y construye socialmente. Por eso, también, no le es posible desentenderse del fracaso moral y ponerse a cubierto de hacer el mal en algún refugio santificado. En eso consiste la sublime ridiculez del alma bella, pero hay que entender que el desertor está libre de ella: tiene una vida con una implicación anterior que le ha dejado bien sucio. Tampoco ocupa el lugar del poder en que se puede plantear elegir entre una de las dos éticas weberianas.

La deserción, no obstante, tampoco es un lugar de llegada. No es un refugio, ni siquiera como desierto. El ex-soldado que ha decidido dejar de marchar y sentarse al borde del camino volverá en el mejor de los casos a su tierra, donde ya es hombre, padre, marido, ciudadano; se reinserta en la cadena de componendas e identidades. No se deserta de una vez para siempre porque, de un modo u otro, siempre se permanece ligado. Se puede desertar en cada ocasión o lugar en que el fracaso moral se ha vuelto irrespirable; pero siempre sin la garantía de no volver a caer en un nuevo entramado de fracasos morales. Es llamativo, por eso, el contraste entre los filósofos protagonistas del libro, todos insertos en redes sociales bien determinadas a pesar de su lucidez moral, y los poetas, como Kafka o Robert Walser, que, ciertamente, se des-insertan: en la locura, en la escritura marginal, no publicada. Estos son más sabios, pero aquellos son más astutos. Recuerda Pereña que Wittgenstein decía que de Freud se podía esperar astucia, inteligencia (Klugheit), pero no sabiduría. Puede que nuestros cuatro filósofos se movieran entre las dos cosas, porque la sabiduría surge de la lucidez, pero la inteligencia les permite reinsertarse. Es la combinación de ambas cosas lo que abre el diálogo con ellos.

Hay una hermosa polémica con Kant en el libro. El alemán recurre a la imagen del bosque, los árboles compiten entre ellos para alcanzar la luz del sol, y eso les hace crecer derechos hacia arriba con cierta uniformidad (Kant 1994, p. 6Kant, I. (1994) Idea para una historia universal en sentido cosmopolita, Madrid: Tecnos.). Una buena metáfora del orden social; pero es desasosegante, también. Al bosque -demasiado multitudinario y disciplinado-, Pereña le contrapone la imagen de la encina solitaria en medio del campo abierto (p. 113). Sin embargo, también la encina es resultado de un orden; y parece que no crecería sin los animales que se frotan contra su tronco y lo mantienen limpio, sin un orden social que se hace cargo de la leña caída.

El sujeto tampoco se escapa nunca al conjunto de órdenes y chantajes que lo constituyen -sociales, políticos, económicos, afectivos-, no se escapa al fracaso moral. No deja de negociar pequeñas deserciones que no le limpian las manos. Puede haber, sí, momentos extremos en los que tenga lugar la gran deserción -baste mirar a los jóvenes rusos o ucranianos que escapan en estos días al reclutamiento-. Suelen coincidir con momentos de catástrofe. Pero, mientras llega el momento -y no es de sabios esperar o desear que llegue-, solo puede mantener la distancia frente a su propia inserción en el orden que le ha tocado, sea este un bosque o un campo abierto. Una distancia interior. La soledad del desertor puede ser física en las situaciones extremas -los exsoldados de verdad-; pero es primero la soledad de la reflexión por la que el sujeto se distancia de sus propias identidades, de su vinculación a ley y los órdenes del fracaso moral, haciéndose consciente de ellos, confrontando, quizá, responsabilidades.

Cómo distanciarse de sí es, seguramente, el gran problema moral, el problema de cómo vivir dignamente. Separarse de sí mismo al pensar; según Hannah Arendt, eso es lo que Sócrates enseñó a hacer, mientras que un Eichmann era incapaz de ello. Es lo que permite distinguir el bien del mal, tener juicio. Con todo ¿cuántas maneras hay de dividirse antes de la deserción? Hay toda una corriente, que viene desde Sócrates y Platón y pasa por Kant, que propone hacerlo por la estrategia de la ironía. No es para nada la de Pereña, quien elude toda mención a la actitud irónica. La silencia por completo. Seguramente, pienso, porque la ironía puede ser una de las vestiduras del mal y de la crueldad. Lo era para Hegel, por cierto, un autor del que podría decirse que era tan lúcido como cómplice respecto al «fracaso moral». O puede que Pereña silencie la ironia, también, creo, porque la autodivisión del yo que funciona en la postura irónica difícilmente puede ser la de la deserción: esta última es más un desgarro entre el sujeto primariamente precario, desconcertado y frágil, y todas las capas de identidad y reconocimiento con las que se inserta socialmente. No un autodividirse, sino, más bien, un autodespojarse, desollarse, con las fórmulas de Gamoneda.

La deserción sería un tomar conciencia de la propia fragilidad y, a la vez, no buscar la protección de complicidades y daños que proporciona un orden de leyes e identidades.

En ese sentido, sí que hay una voluntad implícita lo largo del libro de no atribuir a ese sujeto despojado, desertado, una pureza moral que le apartase del fracaso de la humanidad, ni tampoco alguna autenticidad al modo existencialista. Tanto más cuanto que la deserción se presenta como resultado de una decisión, y la decisión es uno de los actos más difíciles de entender, si no es el resultado, de nuevo enigmático, de una elaboración. Pero no hay tal sujeto auténtico, depurado; sino que, aun en la conciencia de la fragilidad, sigue vinculado ambiguamente con el orden social, con todas sus falsedades. La conciencia de ese vínculo, de lo inevitable y ambiguo del vínculo, es lo primero que tiene el que se pone a desertar de algunos vínculos; de los más inaceptables, pero no pudiendo evitar que permanezcan otros. Solo así mantiene la vida y la existencia.

El fracaso moral está en que es imposible salir del todo del fracaso moral. La ética es, sobre todo, la atención a la vida desamparada. Pero la propia vida a la que la ética atiende, la vida del sujeto de la alteración pulsional, parece impulsar a ese fracaso. Lo cual resulta irónico, o cómico, o trágico. Y cualquiera de esas tres posturas, teatrales como son, vuelven sobre la falsedad. Sin embargo, esto último queda sin expresar en el libro; más bien lo intuye el lector al pensar sobre las posibilidades de la deserción. O tal vez lo intuya el libro, el cual acaba, por eso, glosando la idea de la plegaria según Wittgenstein. Este escribió en sus diarios que la plegaria es «el pensamiento del sentido de la vida» y también el pensamiento sobre la impotencia para influir en el mundo. Lo que Pereña elabora como un espacio ético de soledad y de conciencia de la confusión de bien y mal, de contradicción en que el sujeto está enredado, inserto. Una plegaria, diríamos, sin vínculo, capaz de esperar sin esperanza, y por ello sin miedo. Nada más.

BIBLIOGRAFÍA

 

Kant, I. (1994) Idea para una historia universal en sentido cosmopolita, Madrid: Tecnos.

Pereña, F. (2018) Repetición e historia. Un ensayo sobre la tragedia. Madrid: Síntesis.

Pereña, F. (2019) Para una clínica del sujeto, Madrid: Síntesis.

Sanchez Cuenca, I. (2018), La superioridad moral de la izquierda, Madrid: Los libros de la catarata, 2018.

Wittgenstein, L. (2000) Vorlesungen und Gespräche über Ästhetik, Psychoalalyse und religiösen Glauben, Frankfrut: Fischer Veralg.