Juan Antonio Rivera nos propone realizar un viaje histórico bastante ambicioso que parte del Pleistoceno y llega hasta nuestros días. ¿Cómo ha evolucionado nuestra noción de moralidad a través del tiempo y el espacio? Su tesis en que la empatía del altruismo dio magníficos resultados al comienzo de nuestra evolución como especie, cuando nos agrupábamos en tribus de discreto tamaño y la cohesión del grupo era fundamental para salir airosos contra los múltiples peligros que nos acechan desde diversos frentes. Sin esta cooperación difícilmente podríamos haber sobrevivido. Es lo que denomina en su primer capítulo “La moral como herramienta para la guerra”. El altruismo familiar o egoísmo genético viene a complementar esta dinámica, estrechando los lazos a partir del entorno afectivo más inmediato. En este contexto, se diferencian las causas próximas y las causas últimas del altruismo, es decir, entre los motivos conscientes que nos llevan a obrar de manera desinteresada y las causas evolutivas inconscientes que favorecen determinados rasgos del comportamiento por el valor adaptativo demostrado durante la evolución.
La teoría de juegos aporta una perspectiva economicista del proceso en cuestión. El dilema del prisionero nos muestra cómo resulta más beneficioso para todos los jugadores desdeñar la tentación egoísta propia de cualquier gorrón oportunista. Esta lógica —se reconoce— “tiene algunos puntos de contacto con el imperativo categórico kantiano que ordena seguir solo aquellas conductas que puedan generalizarse sin contradicción, es decir, sin ocasionar daños a todos en el caso de que todos las hicieran suyas” (p. 43). Pero Juan Antonio Rivera decide introducir la biología en el dilema del prisionero. “Nacemos con programas psicológicos preinstalados para habérnoslas con dilemas de cooperación” (p. 48), lo cual explica nuestra especial simpatía hacia nuestros allegados y el altruismo recíproco de la interdependencia del mutuo auxilio, que siempre cabe reforzar con un poco de oxitocina. Tampoco se olvida de la ecología.
De acuerdo con la hipótesis ecológica somos tan listos porque tuvimos que desarrollar mapas mentales complejos para orientarnos en el medio, buscar alimentos, anticiparnos a la búsqueda de las presas potenciales o fabricar utensilios. Solo cuando se hubo desarrollado el cerebro bajo el acicate de estos incentivos, se pudo reclutar esa inteligencia para resolver problemas sociales (p. 63).
Kant ciertamente lo explica de otro modo. Tenemos que desplegar nuestras disposiciones naturales y para hacerlo contamos con el acicate de la discordia, del paradójico mecanismo de la insociable sociabilidad, responsable del florecimiento cultural y de todo progreso.
Al parecer la primera versión tenía un mayor tonelaje y el editor aconsejó podar algunas ramas. Estoy de acuerdo con este último. No hay muchas repeticiones, pero el sendero está claramente delineado y lo breve implica la bondad, como es bien sabido. Para espolear la lectura comenzaré por una cita del capítulo titulado “El inconsciente colectivo”: “Los psicólogos evolucionistas nos cuentan que deambulamos por entornos posindustriales, pero llevando sobre los hombros cerebros que todavía conservan las tendencias y sesgos instintivos que nuestros antepasados incubaron en el Pleistoceno”. En realidad, estamos ante un tratado de antropología socio-cultural, cuyo empeño es ayudar a comprender mejor el trasfondo de nuestro comportamiento individual y colectivo. Las citas no menudean, pero son una gozada cuando comparecen. Hay largos pasajes que no tienen desperdicio de Darwin, Hume, Kant, Maquiavelo y Ortega, pese a manifestarse una clara predilección por Schopenhauer, Nietzsche y Freud por aquello de templar una presunta hegemonía del racionalismo, cuando por el contrario corren tiempos muy volcados al culto a las emociones, como muestra el auge de los populismos.
El periplo que se nos ofrece por la historia de las ideas es harto sugerente. Sus múltiples lecturas enriquecen con enfoques provenientes de los más diversos ámbitos la evolución del comportamiento ético. Se nos recuerda que las decisiones aparentemente racionales tienen una base instintiva sedimentada como capas geológicas a través de la evolución como especie. También se nos advierte que conviene tener en cuenta el estudio de las neurociencias. Cada cual es una combinación de herencia y ambiente, tal como cabe advertir en los gemelos criados bajo muy diferentes circunstancias. E igualmente somos el fruto de diversos azares que van desde lo estrictamente genético a las oportunidades del ascensor social, pasando por la cuna y el ambiente cultural. Estamos ante una obra tan compleja como ambiciosa que sin embargo se lee con suma facilidad. A buen seguro habrá una segunda parte que podría tratar sobre la emergente y disruptiva Inteligencia Artificial.
Me podría detener en mil detalles que han despertado mi curiosidad, pero este contexto no es el adecuado para ello. Por eso me limitaré a observar algo sobre la dialéctica entre moral cálida y moral fría. La primera sería propia de otras épocas donde los lazos familiares predominarían en sociedades pequeñas, mientras que la segunda sería más reciente y funcionaría mejor a nivel macro. Evidentemente lo ideal sería combinar ambas, pero siempre debe predominar el respeto sobre la empatía. Pese a las prevenciones contra Kant del autor, lo cierto es que suscribe muchas coincidencias con el filósofo de Königsberg. Sin ir más lejos, esta primacía por el respeto, dado que las inclinaciones ya nos hacen actuar desde un punto de vista pragmático sin hacer nada por invocarlas. El papel de las costumbres, tan crucial para Juan Antonio Rivera, no puede ser más relevante para quien remató su producción con una obra titulada La Metafísica de las Costumbres. Por otra parte, las disposiciones naturales kantianas tienen un marcado aire de familia con los equipamientos descritos por Moral y civilización. Lo que no suscribirían Kant ni por ende Rousseau sería la tesis mantenida todo el tiempo por Juan Antonio Rivera, para quien la “opulencia material acostumbra a traer consigo el progreso moral”.
Nuestro autor confiesa que le ponen muy nervioso las utopías, aunque aprecie los relatos que describen distopías. Esta fobia no tiene nada de particular al entender por utópica cualquier teoría que pretenda imponernos cómo vivir desde un execrable paternalismo. Me pregunto si ese liberalismo que suscribe no es igualmente una utopía. En este modelo el comercio viene a regular la política. La relación con el frutero demuestra que perseguir el propio interés puede beneficiar a las dos partes, pero parece olvidar la existencia de los comisionistas e intermediarios que arruinan al pequeño comerciante y al horticultor.
Si fuéramos ángeles no haría falta ningún gobierno político y la democracia podría funcionar de maravilla. Pero el caso es que debemos ajustarnos a reglas válidas incluso para un pueblo de diabólicos demonios. Por eso el cuadro con los dos ejes políticos faltarían casillas. Mantener que la libertad prima sobre todas las cosas es un terreno resbaladizo. “El valor de la igualdad es importante, qué duda cabe, y se trata en especial de intentar llegar a una igualación (siempre imperfecta) de las oportunidades (¡no de los resultados!), pero el valor de la igualdad ha de ceder terreno ante el valor de la libertad (moral, política y económica)”. Algunos pensamos con Balibar que convendría fusionar ambos conceptos y centrarnos en una Liberigualdad.
En realidad, Juan Antonio Rivera se identifica con los liberales igualitarios y se confiesa dispuesto a “sacrificar algo de libertad para obtener algo más de igualdad de oportunidades”, reconociendo que “un liberalismo igualitario de esta factura se parece bastante a la socialdemocracia”, con la que presenta una trayectoria convergente. Pero no es cuestión de acentos, porque no puede haber libertad entre quienes no sean iguales y gocen de un mínimo bienestar material. Cierto es que las políticas de discriminación positiva pueden generar nuevos agravios intentando remediar los históricos, pero no es menos cierto que la libertad irrestricta es una quimera utópica, sin cabida en el mundo real. No dejen de leer un libro tan sugerente como honesto y bien documentado. Merece absolutamente la pena deleitarse con su lectura pensando por cuenta propia las propuestas del autor, mucho más kantiano e ilustrado de lo que se permite sospechar.
Esta trilogía comenzada por El gobierno de la fortuna, que continuó Menos utopía y más libertad y que corona por ahora Moral y civilización, se podría completar como he dicho con un libro dedicado al papel de la IA en el proceso evolutivo. Cassirer definió al ser humano como un animal simbólico al que configura su propia producción cultural. Esta se verá tremendamente trastocada por una Inteligencia Artificial Generativa cuyos plagios podrían suplantar a los originales y colonizar el único ámbito que seguía siendo específicamente humano, el de la creatividad promovida por nuestra fantasía. Nos adentramos en un terreno inexplorado que traspasa las fronteras del tercer entorno caracterizado por Javier Echeverría. Nuestros modelos de vida tal como los conocemos podrían experimentar una transformación súbita sin precedentes.
Los ensayos de Juan Antonio Rivera están modulados por un bajo continuo: estudiar el comportamiento humano a la luz de las ciencias humanas y sociales, dedicando especial atención últimamente a la biología, la psicología y la economía, siempre con un talante propio de la tradición analítica. El papel de los distintos azares ha sido también una constante y por supuesto tiene su protagonismo en este nuevo ensayo, donde se nos habla por ejemplo de un inconsciente individual nada freudiano y de un inconsciente colectivo sin linaje jungiano. Su prosa tiene una inusual riqueza de vocabulario y las frases nunca están escritas a la buena de dios. Este cuidado estilo se combina con esa claridad que Ortega reivindicaba como la cortesía del filósofo. Por otro lado, su afición por el cine le hace prodigar los ejemplos y mantener una constante interlocución con sus lectores para que sigan atentos a las peripecias narradas como capítulos de una serie televisiva. Cada última secuencia es el inicio del siguiente apartado.
Cuando leo sus ardorosas defensas de las teorías liberales pienso siempre lo mismo. Es como si quisiera perdonarse un pecadillo de juventud, al ser un testimonio vivo del aforismo apócrifo con muchas atribuciones muy variopintas: “Quien a los veinte años no ha sido revolucionario es que no tiene corazón y quien sigue siéndolo a los cuarenta es que no tiene cabeza”. En su primera juventud nuestro autor rendía culto a tres autores: Cortázar, Marx y Wittgenstein. Han leído bien. Por aquel entonces era un ardoroso defensor de los análisis marxistas, aunque luego se haya convertido en un paladín de las innumerables bondades del capitalismo. En cualquier caso, su pluma siempre nos entrega libros la mar de interesantes, como demuestra el que dos de sus obras hayan sido galardonadas con el Premio Espasa de Ensayo y con el Premio Libre Empresa.