El CSIC y la Fundación Ortega y Gasset - Gregorio Marañón, gracias al gran trabajo de Javier Echeverría, han vuelto a llevar a las librerías
En esta edición, de aspecto austero pero de contenido lujoso, el gusto por el detalle (tanto del autor como del editor) se hace patente a cada paso y, cuando se da el último, se tiene la sensación de haber entrado en la verdadera intimidad de Ortega, lo mismo por lo que hace explícito como por lo que deja abiertamente sin decir; o, lo que es igual, tanto por el contenido de los textos originales como por los suplementos que incorpora, y que la enriquecen e iluminan muy significativamente.
Sobre
Atendiendo a la lista de problemas y conceptos que aborda,
Pero quedarnos en la filosofía de la ciencia sería cercenar el alcance del texto, que puede leerse además como una justificación de la filosofía en general. Como fruto de su tiempo, Ortega no puede dejar de reaccionar ante el empuje neopositivista, espoleado por el espectacular desarrollo de las ciencias que tiene lugar en la segunda mitad del s. XIX y las primeras décadas del XX. El deslumbramiento que las ciencias y las técnicas provocan entonces le compele a afirmar un lugar propio de la filosofía sin separarla de los avances científicos, adoptando una posición (§5) que en cierta medida anticipa la de Kuhn. Al mostrar que también la lógica o la matemática se sustentan sobre una base de creencias, no sobre evidencias propiamente dichas, nuestro autor abre la puerta incluso al sociologismo que aparecerá unos años más tarde. Pero Ortega no estaría cómodo en él. Sus referencias se mantienen conscientemente dentro de la ciencia y la filosofía modernas, cartesiano-newtonianas. Este es el marco que la obra quiere ocupar, enriqueciéndolo sin forzarlo ni desbordarlo. La modernidad de este armazón no es, sin embargo, la aséptica y político-teológica que Toulmin describió en su
El proyecto moderno-ilustrado da también forma a los espacios urbanos y nacionales en que Ortega se desenvuelve. Es posible que la de Ortega fuera una de las últimas obras escritas para una comunidad filosófica propiamente dicha, cosmopolita (fundamentalmente europea), rota con la II Guerra Mundial y, como tal comunidad, perdida hasta el día de hoy. En el momento en que se escribe
Dedico este libro a los tontainas de toda especie, país y condición, incluso discípulos míos, que desde hace un cuarto de siglo discuten en el casino de pueblo, que es su vida de intelectuales, si soy yo un filósofo o un literato y si, filósofo, tengo una filosofía. Agradezcan, además, que no inserte aquí la lista de sus nombres para que las gentes supieran qué nombres gustan los estúpidos.
Pese a este atisbo de resentimiento que se guardó para sí, si hay algo que caracteriza la concepción orteguiana del quehacer filosófico, es la jovialidad. Este carácter alegre, deportivo, de la filosofía es quizá una de las mayores aportaciones que puede hacernos hoy esta obra del autor madrileño. Ni la solemnidad, ni la tragedia, ni el combate, ni ningún laberinto subjetivo dominan el trabajo filosófico de Ortega, sino su empuje jupiterino.
Con todo, el gran esfuerzo de Ortega se queda, y él lo sabe, lejos de una perfección inasequible. Este es el asunto de su discurso
Quizá los rasgos de Leibniz que Ortega destaca en su discurso sobre el optimismo del bibliotecario de Hannover fueran aquellos a los que él mismo aspiraba. Y ciertamente la voluntad integradora (no ecléctica, como subraya con insistencia), tan leibniciana, puede encontrarse en esta obra. También la idea de que ella es el resultado de una circunstancia. Y la circunstancia de Ortega no es tan distinta de la de Leibniz: un mundo que está lejos de aquello a lo que aspira, pero al que tiempo después se le atribuye haber estado cerca de alcanzarlo. La sinrazón guerrera que turbó a Leibniz es comparable a la que ensombreció como nunca los tiempos de Ortega; el deseo de encontrarse en la antesala de la gran (re)conciliación europea, si no occidental, y la creencia de que la filosofía (entendida como un ejercicio que se realiza en conjunción con lo que hoy llamamos ciencias) puede contribuir decisivamente a ello, también. No es esta mala lectura para modular los pensamientos dominantes en estos tiempos de pandemias, y no solo víricas.
Las notas, las fotografías y la lista de las obras anotadas por Ortega que se nos ofrecen nos hacen ver su producción en proceso, cual visitantes de su laboratorio conceptual. De ahí que podamos decir que nos abren una ventana a la intimidad filosófica de Ortega, que no es distinta de su intimidad sin más. Los textos publicados son siempre destilados de intentos previos, de nubes de ideas que acaban divididas entre las que se descartan, las que se mantienen pero se ocultan y las que finalmente se someten a exposición pública. Estas últimas son siempre accesibles. Los otros dos tipos, raramente. Esta edición nos otorga el privilegio de percibirlas. Al final del volumen, entre las fotografías que lo ilustran, aparecen dos de un apretón de manos entre Ortega y Heidegger que tuvo lugar el 5 de agosto de 1951. En una de ellas, la original, aparece contemplando el saludo una mujer, cuya imagen el fotógrafo, Peter Ludwig, ha suprimido en la otra para dejar a los dos filósofos a solas delante de un adusto cortinón. Este intento de cerrar artificiosamente una lectura mediante adulteración no puede ser más contrario a la propuesta de Ortega. La edición que aquí se presenta, por el contrario, es ella misma lebiniciana y orteguiana, pues desvela la circunstancia de la obra, aclarando así hasta qué punto su forma imperfecta obedece a un principio de razón y por qué el texto que resultó finalmente posible debe contemplarse como el mejor.