Nos encontramos sin duda ante un libro poco común. La erudición y la pulcritud filológica de las que el autor, el filósofo serbio Petar Bojanić, hace gala en sus lecturas de los autores y problemáticas que va hilvanando, conviven con una rara inteligencia y un fino discernimiento de cuáles son las líneas de fuerza mayores y los puntos de intersección de aquellas. Podemos afirmar, por tanto, que el libro está escrito por un digno discípulo de quienes supervisaron la tesis doctoral del autor, Jacques Derrida y Étienne Balibar. Si del primero, como decimos, ha aprendido Bojanić un extraordinario arte de leer, atendiendo siempre a las fracturas de los textos, a los sobrentendidos que los pueblan y que los desestabilizan, deshaciendo toda impresión de firmeza y univocidad, de Balibar cabe rastrear en la propuesta de
Con tales mimbres metodológico-conceptuales, Bojanić urde una trama apasionante: la de las vicisitudes que ese complejo de ideas y aspiraciones ético-políticas que llamamos “mesianismo” experimenta a lo largo de algunos de los principales hitos del pensamiento moderno y contemporáneo. El mesianismo, sin dejar de ser de alguna manera lo “otro” de la Modernidad, la afirmación de un núcleo de la experiencia histórica no-totalizable y no-racionalizable por completo, trabaja empero la Modernidad misma desde dentro; es expresión pregnante de la contradicción que la Modernidad no puede por menos de representar para sí misma. Pues, ciertamente, el proceso mediante el cual había de instaurarse o institucionalizarse la razón no podía prender en los ánimos sino apelando a un anhelo de lo aún no habido; y, aunque la razón pueda pretender retrospectivamente, una vez ya instaurada, que el suyo es un dominio que obedece a la propia naturaleza de las cosas, no podrá acallar la voz de la memoria que le recuerda que ninguna realización agotará nunca el anhelo mesiánico más que mediante la violencia.
Existe, podríamos decir, una doble violencia inherente a la razón moderna: por un lado, la que consiste en implantarla arrasando con todo el sustrato cultural de tradiciones, costumbres y creencias supuestamente irracionales; por otro, la que reprime la conciencia de que la Modernidad es ante todo tendencia a la transformación, a la autosuperación permanente y asintótica, y quiere coagularla en un orden definitivo y omnímodo.
El punto de partida que toma Bojanić para explorar tan intrincadas cuestiones es ni más ni menos que la filosofía de Hegel. Más concretamente, las afinidades electivas -en las que no se suele reparar- existentes entre su filosofía del organismo y su filosofía del derecho y del Estado. Se convendrá en que, si hay algún caso paradigmático en el que se revelen las aspiraciones totalizantes del pensamiento moderno, ese es el de la filosofía hegeliana, que las llevó a una consumación grandiosa e insuperable. Naturalmente, como el propio Bojanić nota, la metáfora organicista del “cuerpo político” data de muy antiguo; casi podría decirse que es tan antigua como la filosofía misma. Pero la inflexión a la que Hegel somete dicha metáfora sí es novedosa, puesto que el centro de su atención deja de ser la armonía natural entre el todo y las partes, para pasar a ser la
Lo decisivo en Hegel, apunta Bojanić acudiendo a textos bien poco conocidos, es que dicha reacción, para ser capaz de superar realmente la enfermedad e incorporar su momento de verdad, ha de ser, no tanto
Cada uno a su manera, todos los autores a los que Bojanić busca asociarse (Franz Rosenzweig, Emmanuel Levinas, Jacques Derrida, Walter Benjamin) recogieron el guante hegeliano e intentaron invertir -y subvertir- la estrategia “autoinmunitaria” (por decirlo con Derrida) adoptada por el filósofo suabo. No poca sorpresa embarga al lector cuando se encuentra que las cuestiones a través de las que Bojanić va a desplegar tal inversión sean la traducción y la guerra. Aunque la política siga estando de fondo (ya que, si asentimos al célebre apotegma de Clausewitz, la guerra no sería sino su continuación por otros medios), trasladarnos del ámbito médico-fisiológico al lingüístico supone un giro del discurso notable, que el autor resuelve con elegancia. ¿Por qué la traducción? Pues bien, porque ningún otro fenómeno cultural pone tan a las claras la imposibilidad de que se neutralice la tensión entre lo Mismo y lo Otro. La traducción no puede en modo alguno identificar lengua de origen y lengua de llegada, no puede verter completamente aquella en esta. Lo que sí puede hacer -y por eso es una actividad tan éticamente connotada, no meramente técnica- es poner en contacto las lenguas, alterarlas recíprocamente al ponerlas ante la experiencia de lo Otro. Así, pues, en la traducción la alteridad no se suprime, sino que se erige en vector dinámico de comunicación: toda lengua es traducible, toda lengua está de alguna manera comunicada con todas las demás, porque no existe traducción
¿Y qué tiene que ver la problemática de la traducción con la de la guerra? Recurriendo a Levinas, Bojanić sostiene que la verdadera paz no consiste únicamente en la ausencia de guerra; que existen muchas formas de sedicente “paz” que no son sino el orden que impone el vencedor, y que no duraría ni un suspiro si no estuviese respaldado por el poderío militar de este. Esto quiere decir que la guerra no es “traducible” a la paz, o que, dicho de otro modo, la guerra es la imposibilidad de traducción, de genuina relación con el Otro, y la paz la apertura de su posibilidad. No podemos olvidar que la paz es tal vez la idea mesiánica fundamental, de modo que estamos hablando aquí del tema raigal del libro: ¿cómo se articulan, cómo se condicionan mutuamente “violencia” y “mesianismo”?
Como minucioso lector de Rosenzweig que es, Bojanić no puede desligar esta pregunta de la pregunta por los dos modos fundamentales de “declinar” el mesianismo: el judío y el cristiano. Apoyándose en las traducciones y comentarios rosenzweiguianos al poeta medieval sefardí Yehudá Haleví, el autor distingue entre las dos formas correspondientes de entender el “amor al enemigo”: por un lado, está la propia del pueblo judío, del pueblo vuelto sobre sí mismo en la anticipación litúrgica de la eternidad, y que se caracteriza más que nada por respetar al enemigo en caso de posible convivencia, y en considerarlo instrumento de la voluntad de Dios en caso de que ataque y sojuzgue al pueblo elegido. El cristiano, por el contrario, vuelto hacia fuera en virtud de su intención misional de convertir el mundo, ama al enemigo porque ve en él al futuro hermano en la fe. De ahí la célebre sentencia rosenzweiguiana de que para el cristiano toda guerra es una guerra religiosa (esto es, una guerra en la que se juega algo relevante de la relación del cristiano con Dios), mientras que para el judío de la diáspora ya ninguna lo es. Obviamente, tal diagnóstico ha de ser modificado tras la creación del Estado de Israel, cosa que Bojanić menciona como de pasada, pero sin profundizar a nuestro juicio lo suficiente.
A continuación, el autor se centra en otra no menos célebre afirmación contenida en
A lo que el mesianismo, empero, no autorizaría sería a una concepción “sacrificial” de la violencia, que exigiese la entrega completa de los sujetos a la tarea -divinamente sancionada- de aniquilar a otros a riesgo de la propia vida. Según Rosenzweig, la mentalidad veterotestamentaria desacraliza (que no elimina) la violencia interhumana mediante una resacralización inaudita del sacrificio reservado a Dios. Son muy iluminadoras las páginas en las que Bojanić trata esto, pues una visión convencional de la evolución ética del judaísmo suele interpretar la irrupción de los profetas como una relativización del sacrificio y como una suerte de moralización de la religión, inaugurando una línea que acabaría desembocando en la filosofía kantiana de la religión. Pero tal visión es puramente ideológica: el sacrificio deja de tener sentido única y exclusivamente a causa de la destrucción del Templo, no porque fuese un ritual vacío. En ese sentido, muchas de las reivindicaciones profético-salmistas que clamaban, bien al contrario, por una intensificación afectiva de las prácticas rituales conservaban toda su actualidad para Rosenzweig.
En los dos últimos capítulos es donde comparece por fin la figura de Walter Benjamin, en cuya lectura todos los problemas y antinomias que han ido desgranándose en el libro alcanzan su máxima expresión. El primer escrito benjaminiano que se toma en consideración es
En definitiva,