El ensayo
El primer capítulo del libro (“Habermas y el sentido epocal de la respuesta neoliberal”) constituye el punto de partida de su tesis: Habermas fue el primero en diagnosticar la crisis de la gobernanza capitalista fordista en los 70. Para él, solo desde el mundo de la vida, y por medio de una ética reflexiva y discursiva, podía superarse la crisis de legitimidad del capitalismo. Ello implicaba la tesis de que la crisis no era solo una perturbación de la
Villacañas reconstruye la propuesta de Habermas y cuestiona su viabilidad al argumentar su carácter utópico. Habermas estableció tres grandes límites a la racionalidad instrumental: el equilibrio ecológico, el antropológico y el internacional. Estos implicaban limitar el sistema de poder político y económico. Villacañas subraya que tales límites eran incompatibles con la lógica del capitalismo; es decir, Habermas no vio que un capitalismo capaz de autolimitarse estaba transitando a otra cosa. El análisis de Habermas presuponía un horizonte democrático republicano en el que el Estado social de derecho vinculaba gobierno con mundo de la vida. Pero esto le parece a Villacañas anacrónico y utópico ya en 1970. Como veremos, tal juicio parece contradecir la posición que enuncia en el último capítulo del libro y, sobre todo, en el
El segundo capítulo (“El nacimiento de la biopolítica”) se inicia con esta proposición: «El neoliberalismo, esta es mi tesis, debe ser entendido como la solución temporal a los problemas de legitimidad del capitalismo tardío tal y como los planteaba Habermas». Según Villacañas, el neoliberalismo innovó en las tres condiciones señaladas por Habermas para superar la crisis: la geoestratégica, con el pacto Mao-Nixon; la antropológica, induciendo motivación y socialización desde el mundo de la vida tecnificado a través del mercado y el dinero, no desde procesos de comunicación normativos basados en la ética discursiva; la ecológica, insensibilizando frente al control de la huella antrópica. Para Villacañas este proceso implicaba esta revolución civilizatoria. A su juicio, ni siquiera Foucault captó su novedad, pues vinculó el neoliberalismo con el liberalismo clásico y el ordoliberalismo. Villacañas, por el contrario, argumenta que se transitó a un capitalismo diferente del regulado por el Estado. El sujeto se separó de los contextos de interacción social e intercambio normativo y sustituyó la socialización tradicional por la absolutización del principio de placer administrado con dinero. El individuo interiorizó las reglas de la economía liberal, siendo superflua la necesidad de motivación y eliminando capacidad de resistencia. El gobierno administraba el mundo externo y el individuo se administraba a sí mismo según las mismas normas. El capitalismo caminó hacia una globalización que parecía excluir decisiones políticas. El crédito sustituyó al Estado como mecanismo redistribuidor. Se debilitó la soberanía del Estado en favor de las grandes corporaciones multinacionales y las grandes agencias de gobernanza mundial. Todo ello reforzó la apoliticidad de los sujetos y su pérdida de anclaje en mundos de la vida tradicionales.
En suma, el escenario teórico que presuponía la teoría de Habermas estaba en trance de desaparecer. Ya no era posible que los sistemas de autogobierno del poder y del dinero fueran acompañados por la autorregulación de los sistemas comunicativos de integración y motivación, de modo que las sociedades occidentales pudieran encarar sus riesgos históricos, derivados de la necesidad de limitar aquellos sistemas. Disuelto el fundamento del Estado de bienestar (el vínculo entre lo económico y lo social y lo estatal), el neoliberalismo prometía otra utopía (libertad de acción mediante políticas crediticias), con la que hacía frente a diversos factores que amenazaban la adhesión al sistema (crisis del petróleo de los 70 y derrota de Vietnam) y a los que respondió con la apertura a China, la mundialización del dólar y la financiarización de la economía occidental. Solo el genio de Foucault supo ver que, para ofrecer una utopía, el neoliberalismo necesitaba algo para neutralizar la conciencia de clase que producen sus crisis; un nuevo principio capaz de traducirse en una formación social.
Villacañas apunta que, aunque Foucault denunció en
El autor desarrolla esta tesis en el cuarto capítulo (“Neoliberalismo como teología política”). Para ello comienza definiendo lo que entiende por teología política. Este concepto nombra la reunificación, con aspiraciones de totalidad, de la división de poderes constitutiva de Occidente desde la irrupción del judaísmo y el cristianismo.
El autor defiende la tesis de que Foucault fue quien identificó el régimen neoliberal y su forma de gobierno biopolítica como el último proyecto que ha pretendido totalizar la vida personal y social, absorbiendo todos los poderes para garantizar la adhesión al gobierno. Aunque ha habido diversos intentos de fundar regímenes totales que pretendían invadir el ámbito entero de la subjetividad, solo el neoliberalismo supo construir una teología política en tanto que mera gobernanza. Lo hizo proyectando el modelo de Estado occidental para transformar y gobernar las subjetividades sin incurrir en las contradicciones de los regímenes totalitarios. Así, el poder supraestatal seguía necesitando los Estados-nación para generar vínculo, permitiendo al neoliberalismo presentarse en continuidad con las democracias liberales y el Estado del bienestar.
Foucault también vio (
Villacañas asume la tesis weberiana de Dardot y Laval según la cual el
A partir de este diagnóstico, Villacañas defiende la necesidad de mantener viva la conciencia del poder que produce el medio y la originaria e insuperable indeterminación. Pero no para reivindicarla en sí misma, como a su juicio hace cierta filosofía contemporánea abstracta y estéril, sino para luchar por una normalización diferente de la capitalista. El reto es cuestionar la naturalización de las reglas que impide al sujeto neoliberal identificar las consecuencias negativas que ellas producen, y que más bien lo confirman en la necesidad de observarlas. Tal cuestionamiento reclama la distancia que permite la reflexión. Es lo que Villacañas analiza en el quinto capítulo (“Teología política y ontología del presente”). Invocando la tesis de Gumbrecht,
En ausencia de deliberación pública, el terror privado muta en terror público. Y este genera a su vez populismo reaccionario. Es la tesis de Villacañas sobre la relación de retroalimentación entre neoliberalismo y populismo. El absolutismo del libre mercado no solo no inmuniza del totalitarismo, sino que conduce al absolutismo de la política en forma de populismo reaccionario. Así se constata la naturaleza política, no económica, del neoliberalismo. La buena noticia de ello es que, al no tratarse de un mero desenlace inevitable de la economía de mercado, sino producto de acciones y decisiones, es posible producir distancias respecto a la naturalización del capitalismo. Ello exige dotarnos de herramientas políticas, culturales, estéticas, religiosas, capaces de forjar mecanismos de interposición. Villacañas lo aborda en el último capítulo, titulado “Común”.
Como respuesta al neoliberalismo, Dardot y Laval proponen recuperar la tradición socialista. Su propuesta pasa por reconfigurar la idea de lo común para cuestionar la base filosófica del capitalismo y desde ahí refundar las instituciones sin pasar por el Estado. Frente a la tradición comunista y marxista, los franceses asumen que el Estado es cómplice del capitalismo y que, por tanto, no hay salvación a través de él. La sociedad civil es la que tiene que construir una realidad que acabe con el capitalismo neoliberal sin pasar por la conquista del Estado. Esa recuperación de prácticas económicas que no pasan por el Estado es el que da a la propuesta de Dardot y Laval ese «tono arcaizante» (p. 217), pues se intentan recuperar prácticas que fueron expropiadas por el proceso capitalista y de construcción del Estado moderno. Villacañas sospecha de toda esa construcción que tiende a buscar sus raíces en una Edad Media idealizada, aunque mira con simpatía la defensa de la cooperación como conjunto de mediaciones que no pasan por el mercado, ni por el Estado. Una cooperación que se articularía como un republicanismo comunista sin Estado.
Un sistema cooperativo de gestión de lo común recuerda al corporativismo medieval. Es evidente que nos quedan vestigios de tales instituciones, y Villacañas duda que sobre esto pueda construirse una alternativa al neoliberalismo. Y lo resume en una frase: «Será tan difícil hacer una comunidad de productores de teléfonos móviles inteligentes como renunciar a ellos» (p. 232). No obstante, después de analizar el psiquismo del sujeto que debería fundar una alternativa al Homo economicus neoliberal, se decanta, de un modo sorprendente, por la cooperativa como fundamento de una alternativa al orden neoliberal. La cooperativa, enraizada en el mundo de la vida, se forja en vínculos comunitarios donde se responde ante los demás del trabajo realizado. «Solo ahí [afirma Villacañas] veo una atención responsable a la racionalidad económica que a la vez no se deje conquistar por el Homo economicus» (p. 241). En la cooperativa se encarnaría la forma económica del republicanismo, en la que todos toman las decisiones que afectan a todos.
¿Cómo ha pasado Villacañas de rechazar que pueda fundarse una alternativa al neoliberalismo basado en la recuperación de restos de formas comunitarias del trabajo a pensar que el cooperativismo puede ofrecer tal alternativa? Parece que para él ello solo será posible si, a diferencia de lo que piensan Dardot y Laval, el Estado se implica en la construcción de una forma política republicana que potencie el cooperativismo como forma de organización económica. No hay alternativa fuera de la política. Esta es la diferencia radical con los dos autores franceses. Aunque Villacañas no explora con más profundidad esta tesis, nosotros pensamos que el cooperativismo no puede dar cuenta de las exigencias que el propio Villacañas establece como alternativa al neoliberalismo. Veámoslo brevemente.
En primer lugar, que la empresa cooperativa funcione en su interior con formas de gobernanza que cabría llamar republicanas, no significa que como empresas competidoras en el mercado no sigan su misma lógica de racionalidad económica tal que, desde el punto de vista de ese mismo mercado, sean indistinguibles con el resto de empresas. En las cooperativas también impera el principio de propiedad, que diferencia entre los que son socios cooperativistas y, por tanto, copropietarios, y el resto de los trabajadores, a los que se les aplican las reglas generales del mercado de trabajo.
En segundo lugar, Villacañas da por supuesto que la forma cooperativa es capaz de proveernos de todo tipo de bienes y servicios -de los que asume, con acierto, que no estamos dispuestos a renunciar, como los teléfonos móviles-. Pero la rigidez misma de la forma cooperativa, que privilegia la protección de todos al beneficio, no le proporciona la ductilidad necesaria para crecer y transformarse si es necesario. Por eso no encontramos cooperativas en los sectores de alta tecnología. Habría que explicar entonces cómo podría ese sistema proveernos de los bienes y servicios que nos ofrece el libre mercado. Y esto es algo que ni Dardot, ni Laval, ni el propio Villacañas hacen.
Sin embargo, nuestra objeción más radical a este planteamiento no surge de que no veamos viabilidad a un proyecto de orden económico republicano basado en el modelo de las cooperativas. Nuestra objeción es que no vemos que un republicanismo moderno necesite un modelo de gestión económica basado en la propiedad común de los bienes de producción. La tradición republicana no se ha basado en la gestión común de los bienes, sino en el gobierno común de las instituciones, compatible con formas de propiedad privada y de libre mercado. Nosotros, como Villacañas, también creemos que la clave está en la prioridad de la política sobre la economía y que no hay mercado sin normas, como no hay libertad sin ley.
El libro concluye con un largo
Las circunstancias le sirven a Villacañas para reforzar su crítica al darwinismo económico que legitima el neoliberalismo. Pero también para apelar a una suerte de comunidad de los vivos cuya experiencia y conciencia habría emergido con la pandemia. Ante el fracaso del individualismo neoliberal se plantea una exigencia ética de protección universal que ofrezca soberanía sanitaria, alimenticia, vivienda, etc., más allá de las reglas de la competencia. Sin embargo, Villacañas no pone el acento en la potenciación del cooperativismo en todos esos sectores como resistencia y contramodelo al neoliberalismo. Lo que pide es más intervención estatal para ganar esos espacios de soberanía que permitan respuestas nacionales ante crisis sistémicas como la que hemos vivido. Está claro que el ámbito de esa soberanía no se reduce a las pequeñas comunidades de vida compartida, sino que operan en el plano nacional y europeo. Villacañas vuelve su mirada hacia el ideal ordoliberal como modelo para generar un nuevo pueblo europeo, que está en los orígenes de la creación de la propia UE. Esto es, la respuesta de Villacañas a la colonización totalitaria de todas las dimensiones de la vida humana por parte del neoliberalismo, que hace de este una verdadera teología política, consiste en profundizar en el republicanismo liberal (o en el liberalismo republicano, como se prefiera). En lo que sigue, argumentaremos que dicha posición es cuestionable desde las propias premisas de Villacañas.
La estrategia liberal frente al totalitarismo teológico-político ha sido siempre la división del poder y la verdad que produce. Es la misma estrategia que determina, al menos en esencia, la posición de Habermas que, como hemos visto, Villacañas considera anacrónica ya en los años 70. Sin embargo, opta finalmente por una estrategia de corrección del capitalismo «desde afuera» que es esencialmente análoga a la de Habermas. Incluso cree en la viabilidad de un nuevo pacto social mediado por el Estado. Ciertamente, no abunda en su texto la típica jerga habermasiana de la «acción comunicativa». A lo que él apela es a una experiencia comunitaria que bloquee la inmunización inducida por el capitalismo neoliberal. Tal apelación recuerda al argumentario comunitarista y vitalista de autores como Roberto Esposito o Jean-Luc Nancy. Pero ya se trate de usar la idea de vida como lecho rocoso ontológico compartido desde el que derivar un orden normativo, ya se trate de partir de un concepto en sí mismo ya normativo de vida, el punto de llegada es el mismo, a saber: interrumpir la lógica teológico-política inductora de vidas inmunizadas y precarias identificando y reivindicando otra lógica, la de la vida ex-puesta, com-partida, que ha sido puesta de relieve por la experiencia pandémica.
Pero la corrección republicana del capitalismo neoliberal no solo puede cuestionarse por su obsolescencia y agotamiento -igualmente predicables de la estrategia habermasiana-, sino por su incapacidad para hacer frente a la dimensión mundial del neoliberalismo. Tropezamos aquí con una limitación del republicanismo de la cual es índice y factor la típica reticencia republicana al globalismo del capitalismo. Lo argumentaremos.
A juicio de Villacañas, frente al liberalismo clásico y el ordoliberalismo, es distintiva y definidora del neoliberalismo la proyección mundial de una lógica de poder afín al Estado de bienestar, pero naturalizada mediante la producción de verdad -la cual, como tal verdad, se presenta como universal y necesaria-. De ahí que Villacañas lamente la esterilidad de las resistencias incapaces de producir una verdad alternativa de alcance igualmente mundial. Pero cuando tiene que proponer herramientas políticas y culturales a la altura del reto, ¿a qué recurre él? A un ideal republicano comunitarista que se opone a la lógica globalizadora. La propia insistencia en la lógica cooperativista como paradigma inspirador de la organización de lo común, unido a su crítica al globalismo inherente al neoliberalismo, permite plantear una reserva a tal posición, a saber: que implica el abandono de la lucha en pos de una normatividad universal y, en esta medida, la cesión de este reto esencial al neoliberalismo que se pretende combatir. En otras palabras: no parece haber en la reflexión de Villacañas una alternativa a la dimensión universalizante inherente a la biopolítica neoliberal. Su propuesta republicana combate el globalismo de la lógica capitalista, pero al precio de asumir el particularismo localista y no tener herramientas teóricas para pensar una normatividad y una institucionalidad potencialmente planetarias. Lo más cercano a una propuesta tal es la apelación a la idea de vida compartida; una apelación que es forzosamente de carácter ético, no político. En este punto, Villacañas exhibe una de las tradicionales críticas de la izquierda al neoliberalismo, a saber: su presunta liquidación de las fuentes dadoras de sentido que supone el conjunto de costumbres,
Y, sin embargo, la apelación al ordoliberalismo y a la construcción europea, con su apuesta por la cohesión y la integración en un proyecto de crecimiento inclusivo, supone un nuevo giro en la argumentación, donde ya no se pone el énfasis en los mundos de la vida compartidos, sino en la creación de poderes supranacionales que generen poder político, económico y financiero capaces de ser contrapoderes de los dos grandes imperios que se disputan el mundo: China y los EE. UU. Ya no existe aquí «el pueblo menor, el que solo se tiene a sí mismo». Ese «pueblo eterno», «que siempre salva» (p. 248). Un pueblo idealizado, preexistente. Nada impide que esos poderes supranacionales se rijan por principios federalizantes,
Villacañas se mueve entre un comunitarismo sentimental, de solidaridades compartidas, y un globalismo político que permita articular instituciones que mantengan el crecimiento económico y la separación de poderes. Dardot y Laval optan claramente por la primera opción. Y, en un principio, con matizaciones, parece que Villacañas también, para al final hacer surgir un republicanismo liberal de carácter más clásico, que entronca con el ordoliberalismo, cuyos principios básicos hacemos nuestros en el ensayo ya citado
Por último, es preciso introducir una reflexión sobre un presupuesto de Villacañas. Es el peligro inherente a la comprensión del neoliberalismo como una realidad homogénea. Se construye un enemigo unidimensional, como conjunto de todos los males sin mezcla de bien alguno. Pero ese constructo no se sostiene teóricamente. En primer lugar, porque la reconstrucción no es neutra, sino normativa y polémica. En segundo lugar, porque el debate teórico en el seno de la familia remisible al neoliberalismo es apabullante; o sea, no hay una ortodoxia neoliberal. En resumen, el concepto de neoliberalismo tiene mucho de significante vacío. Es producto de una abstracción epistemológica tan grande que resulta muy igualadora y poco explicativa. En el neoliberalismo parece caber todo: Rusia, China, la actual Unión Europa, Trump y su contrario. Se presenta como un proyecto bien articulado y con una clara gobernanza que conduce, aunque prudentemente sin entrar en ello, a las visiones conspiranoicas del orden mundial. Pero la complejidad de las relaciones internacionales, la maraña de normas que las regulan, los múltiples intereses contrapuestos, no nos dan un mundo homogéneo y ordenado en el que se impone una teología política clara, sino, más bien, muchas concepciones del bien, de la política y de la vida que pugnan entre sí de un modo conflictivo.
Puede leerse una verdadera autobiografía intelectual del profesor Villacañas en la entrevista de Josefa Ros publicada en
Estas advertencias críticas hacia cierta filosofía contemporánea acompañan la reflexión de Villacañas desde hace tiempo. Véase, por ejemplo, la introducción de
Ch. Laval,
Desarrolla esta tesis en
H. U. Gumbrecht,
Así lo defendimos en nuestro libro
Aunque la identificación y defensa del ideal republicano vertebra toda la obra de Villacañas, desde sus iniciales textos sobre Kant hasta los de carácter más historiográfico, para una referencia explícita, puede verse